JUEVES Ť 21 Ť JUNIO Ť 2001

Pablo González Casanova

Los sentimientos intelectualesŤ

Hemos descubierto el arte de hacer ciencias sociales sin incluir el drama. De allí viene lo que los psicólogos llaman reducción de disonancias cognitivas. Pero, šcuánto dejamos de ver y conocer si arrinconamos nuestros sentimientos intelectuales! Ya Le Doux, en The Emotional Brain (1996), ha probado que los problemas de la conciencia están ligados a los sentimientos. Y Baddeley, en un trabajo que publicó en Science en 1992, vinculó conciencia y sentimientos a lo que él llama working memory.

La "memoria de trabajo" integra una situación inmediata a la memoria de largo plazo para pensar, organizar informaciones y recuerdos dispersos, razonar, y resolver problemas o precisar narrativas. La memoria de trabajo está hecha de sentimientos razonados.

Yo aquí y ahora, me acuerdo de mis maestros que salieron de esta universidad y me voy más lejos en la memoria a la España que me enseñó mi padre. El era filólogo, y en lo referente a España nos leyó a mi hermano y a mí algunos capítulos del Quijote. Recuerdo por cierto que me molestó mucho que Cervantes se riera tanto de su héroe, y que lo expusiera a constantes burlas que en mi opinión no merecía o no eran de contarse, pues en la vida él había optado por "los afligidos" y no por los "contentos", y si lo que hacía era "disparatado y temerario", nada tenía de "tonto", como decía Cervantes, o alguno de sus personajes, y la prueba era "su manera concertada y elegante de hablar", que él mismo reconocía.

De España supe también por algunas novelas que mi padre me regaló, entre ellas El sombrero de tres picos, de don Pedro Antonio de Alarcón, y Peñas arriba, de José María Pereda, cuyos largos párrafos me quitaban la respiración, tanto, como saber que había osos en España. Mi padre me enseñó a recitar como en el teatro y me hizo aprender de memoria el monólogo de Segismundo. De él todavía está en la casa de Tepoztlán, donde vivo, un recuerdo inolvidable. La Biblioteca Rivadeneyra con sus 71 tomos de letra menuda, y con pastas que nosotros llamamos españolas, adornadas de cuero. Guardo la Rivadeneyra en un librero verdoso muy oscuro, hechizo, parecido al de un convento de Puebla de los Angeles. Tiene vidrios y naftalina para proteger ese tesoro.

De España supe también por un profesor nacido en Jalisco, autor de una hermosa novela que tituló Al filo del agua. Don Agustín Yáñez, como se llamaba, fue mi profesor de literatura en el último año del bachillerato. Con él aprendí a escribir en distintos estilos. Su autor preferido se volvió el mío, al menos durante varios años. Era Azorín, cuya frase corta me hizo amar tanto la lengua como los campos de Castilla. Después supe de otros autores, del cubano Martí y del mexicano Gutiérrez Nájera, que formaban parte de la inclinación de Yáñez por las innovaciones estilísticas del español o castellano, en las que Alfonso Reyes sería un verdadero creador, a decir de Jorge Luis Borges.

Pero si de todo eso me acuerdo, es porque de lo que más me acuerdo ahora es de mis profesores que salieron precisamente de esta universidad y que influyeron tanto en la formación de mis sentimientos intelectuales y de mi oficio. Uno fue don José Gaos, ex rector de la Universidad Central, que entonces así se llamaba esta casa de estudios; otro don José Miranda, secretario general de la misma. Ellos me enseñaron filosofía e historia y me aconsejaron y dirigieron en mi tesis de maestría. Con ellos tuve otros profesores españoles, como don Agustín Millares Carlo, de latín; Conchita Muedra, de paleografía; José Medina Echavarría, de sociología;gonzalez_casanova78 Manuel Pedroso, de ciencia política; Ramón Iglesia, de historiografía; Rafael Sánchez Ventura, de historia del arte. Todos ellos habían venido de España a la caída de la República, y con nuestro gran Alfonso Reyes y otros mexicanos entusiastas organizaron primero La Casa de España en México y luego El Colegio de México, donde yo estudié y donde fueron también mis profesores Silvio Zavala, historiador, y Pablo Martínez del Río, prehistoriador, entre otros de mi propio país y que eran lo mejor de lo mejor de aquel entonces y de ahora. Pero en la formación de mis sentimientos intelectuales influyeron más los profesores españoles y, extra cátedra, don Alfonso Reyes, quien durante varios años me invitó a comer con él y con doña Manuelita, su esposa, un sábado sí y otro no, o varios sábados seguidos.

Todos mis profesores españoles venían de vivir una inmensa tragedia y combinaban sorprendentes pasiones en el hablar, pensar y vivir con un pobre atuendo de sastres malos y paños buenos, y con una exigencia de rigor en el trabajo que eran todo uno, junto con la alegría de peñas a las que nos fueron invitando, y de fiestas a las que nos solían llevar. Su inmenso mensaje, auditivo por el español que hablaban, olfativo por el olor a baúl que sus ropas tenían, visual por sus desacostumbradas gesticulaciones, intelectual por sus emociones filosóficas y políticas combinadas con una perseverante precisión que imponían a sus razonamientos, a su lenguaje, al respaldo teórico de sus afirmaciones y sus dudas; sentimental por la metamorfosis viva de sus dramas y la fortaleza con que se empeñaban en trasmitirnos las armas de la cultura, en todo nos impresionó mucho, junto con cierto desdén por la pedantería y un sentido de comunidad con nosotros los estudiantes, que no acostumbraban tener los profesores mexicanos de entonces, y que ellos vivían sin traspasar nunca los límites invisibles del respeto mutuo.

Creo que toda su pedagogía se resumió en una búsqueda de sentido de la historia y en la enseñanza de un mirar a la vez emocionado y crítico, con ataque general al autoritarismo que los había vencido en las recientes batallas. Su lección fue también contra cualquier asomo dogmático por muy simpatizante que su autor fuera de la nueva España que ellos querían construir. Años más tarde, leyendo a Machado, vi renacer el rostro y las palabras de mis maestros españoles. Decía Juan de Mairena: "Nosotros nos inclinamos más bien a creer en la dignidad del hombre... No reparéis en el tono de convicción, sino en el pensamiento... Nadie es más que nadie, como se dice en tierras de Castilla... Desconfiad del tono dogmático de mis palabras... La pasión no quita conocimiento y el pensar ahonda el sentir... O viceversa... Si algún día tuvieseis que tomar parte en una lucha de clases, no vaciléis en poneros del lado del pueblo... No hagáis de Marx una nueva Biblia... Una duda integral no puede excluirse a sí misma..." Todas esas son palabras que me trajeron a la memoria a mis maestros españoles. Cuando terminé de leer el Juan de Mairena se me atragantó la saliva. Como si hubiera pasado para siempre una época que nunca volvería.

En la formación de mis sentimientos intelectuales también influyeron mi padre por lo que se refiere a los indios de México y a una visión del mundo muy abierta, un poco filológica, clásica y romántica, y don Alfonso Reyes con sus simpatías y diferencias hacia España, y su sentido de lo universal, heredero de Justo Sierra, y que no le impidió escribir sobre México algunas de sus mejores páginas.

No sólo era mi padre especialista en lenguas indígenas, y uno de los más connotados de su tiempo, sino universitario de cuerpo y alma, y en ambos terrenos me dejó sentimientos muy fuertes de identidad emocional e intelectual. Supe por él mirar, pensar y querer a los indios de México, muchos de los cuales tenían nombre y apellido, influencias en su infancia y en la mía, y a los que debíamos literalmente la vida por haber sido un indio zapatista quien salvó a mi padre de ser fusilado al identificarlo con quien realmente era, y con una familia --según declaró-- amiga de los zapatistas de entonces.

Mis sentimientos intelectuales por los indios se entrelazaron a los que cultivé por los españoles, en un acercamiento de iguales a iguales que vivieron los escritores hispanoamericanos y peninsulares desde la Generación del 98 y con ella. En los encuentros con don Alfonso no sólo me narraba conversaciones detalladísimas que había tenido 30 años antes, como una con Juan Ramón Jiménez, sino que transformaba abiertamente sus diferencias en rencores y sus simpatías en admiraciones, como cuando hablaba muy mal de Pío Baroja, y con un entusiasmo volcánico de Valle Inclán, en quien reconocía no sólo la originalidad de su prosa ("escribe en Valle Inclán", decía), sino su acercamiento a América y a la América hispana, a la que había venido, a la que había visto y sentido y sobre la que había escrito páginas magníficas.

Otras fuentes de mis sentimientos intelectuales llevarían mucho tiempo si intentara narrarlas aquí; pero de todas deduje un amor teórico y práctico por la democracia como poder, pluralismo y equidad, engarzados al proyecto socialista. Orienté mi obra hacia algunos temas obsesivos, como los estudios sobre la tecnología y sus límites, tema que hoy mismo investigo en las tecnociencias y el humanismo de nuestro tiempo y que sigo asociando a las relaciones de dominación, de explotación y de mediación. También enfilé hacia los estudios de la democracia en México, en América Latina y en Amerindia y realicé varias obras colectivas sobre los campesinos, los obreros, los indios, los Estado-nación, la liberación y el imperio, algunas con un profesor de esta universidad, el doctor Marcos Roitman. Fui en busca de una nueva universidad no excluyente, que articulara ciencias y humanidades, y combinara los métodos electrónicos con los clásicos del diálogo y el seminario. Y escribí varios libros de historia de las creencias religiosas y laicas, eclécticas y utópicas, cultivando el pensamiento crítico desde Marx hasta nuestros días.

El último mensaje de España lo recibí en la Lacandona. Lo leí y escuché en medio del drama de los pueblos indios, como expresión de su imaginación y de su esperanza. El obispo don Samuel Ruiz, digno sucesor de fray Bartolomé de las Casas, me había invitado en octubre de 1994 a formar parte de la Comisión Nacional de Intermediación que él presidía, y que se propuso lograr la paz entre el Ejército Zapatista de Liberación Nacional y el gobierno de México, una paz con los pueblos indios que hoy está más amenazada que nunca al haberles negado el actual Congreso los derechos con que se habían comprometido el gobierno anterior y éste.

El drama de la Colonia que lleva más de 500 años, 200 de los cuales son responsabilidad nuestra, de los "blanquitos" y "mestizos" nacidos en México, llevó a una gran rebelión de los tzeltales, tzotziles, choles, tojolabales, todos herederos de los pueblos mayas. Esa rebelión fue encabezada por los zapatistas y apoyada en sus demandas no sólo por el Congreso Nacional Indígena, sino por grandes contingentes de la sociedad civil. Las acciones armadas se detuvieron unos días después de iniciadas y se abrió un diálogo de paz que hoy amenaza con cerrarse. En medio de ese drama reencontré a España, a la España de los ideales y de las batallas generosas.

La filosofía de los zapatistas es una de las expresiones más elevadas del ser humano. Manifiesta confluencias de la cultura maya, de la española y de la universal, de la moderna y la posmoderna. Amerita un amplio reconocimiento y profundos estudios en que se van a encontrar las voces del Popol Vuh, de Shakespeare, de Lewis Carroll, de Bertholt Brecht y de Franz Jung, con otras extrañas coincidencias.

Pero limitándome al tema de que dije les hablaría, quiero referirme a los discursos del subcomandante Marcos, que rompen los géneros acostumbrados y entrelazan denuncias y proclamas con narrativas y con cuentos. En esos cuentos aparecen dos personajes, uno llamado "el Viejo Antonio", que representa la memoria histórica de los pueblos mayas y también la autocrítica de sus propios dioses y de un pasado que no se toma como el único admirable, que es "un antes para poder ir más lejos en el después". El otro es un escarabajo de nombre Durito, que representa a la cultura occidental en su lado bueno, en sus utopías y en sus sueños. A diferencia del cuento de Kafka en que un hombre se convierte en escarabajo, Durito es un escarabajo que se convierte en "caballero andante". En el imaginario de los indios se me apareció Cervantes, con ese Durito que no habla "castilla", como le llaman al español de los nativos, sino un castellano al que incorpora los modismos del castilla, y expresiones poco usuales en México, como el dirigirse de "vos" a la persona o personas a las que nosotros tuteamos o ustedeamos (y no con el "vos" de los chiapanecos sino con el de vosotros...).

El español de Cervantes en boca de Durito me hizo pensar que Durito leyó el Don Quijote y que como él se volvió loco. En su calidad de escarabajo, Durito se trepa al hombro de su autor, lo desconcierta, lo critica y lo inspira. En su calidad de personaje pasa de un cuento a otro, y como pertenece a la caballería andante, se dedica a "desfacer entuertos", a "luchar contra el neoliberalismo y deambular por el sureste mexicano creyendo todavía que no hay mejor empresa que combatir la injusticia, ni premio mejor que la femenina sonrisa..." Durito pertenece a una época en que no sólo se sueña con deshacer entuertos sino con cambiar las relaciones sociales que hoy existen, con cambiarlas por otras más justas y más libres. Como Marcos dice: "hay que reír mucho para hacer un mundo nuevo".

Durito es el símbolo de que "lo pequeño sostiene a lo grande en la historia y en la naturaleza". Es una invitación a todos los científicos para que recuerden que "la música, el baile, la comida y el sentimiento son ingredientes fundamentales para la construcción de eso que llaman utopía, pero que es posible y necesario: un mundo nuevo, es decir, mejor". "ƑTenemos una ideología?", pregunta Durito. "No, no tenemos una ideología --contesta--, tenemos un puente, un puentecito."

Es un puente de quienes quieren construir un mundo mejor. En la Lacandona también están Don Quijote y la España que nos educó con nuestros maestros.

Ť Palabras pronunciadas con motivo de la obtención del doctorado honoris causa otorgado por la Universidad Complutense de Madrid, 20 de junio de 2001