JUEVES Ť 21 Ť JUNIO Ť 2001
Sergio Ramírez
El callejón más oscuro
Para los países del último mundo parece que el tiempo se acaba y la historia ya no existe, o poco importa que exista. Las catástrofes naturales y humanas que los sacuden sólo llaman la atención de manera fugaz en las pantallas de televisión, y cada vez de manera más intermitente. Genocidios, hambrunas, guerras crónicas, el tráfico de niños esclavos, las emigraciones masivas; terremotos, inundaciones, el desierto que avanza implacable borrando las tierras fértiles, el sida como epidemia despoblando comunidades enteras. Y el signo que el destino les marca, parece ser nada más la desesperanza. Y el olvido.
Es el caso, por ejemplo, de Ruanda y Burundi, esos dos países africanos gemelos, que alguna vez, en tiempos mejores, aparecieron como un solo Estado, y que a la llegada de las potencias coloniales estaban habitados por una tribu de mayoría, los tutsi, y otra de minoría, los hutu. Ahora, las guerras tribales entre tutsis y hutus han acabado allí con todo vestigio de viabilidad económica y social; y frente al interminable rosario de sus calamidades, los países europeos, que un día colonizaron Africa, muestran un creciente fastidio, y comienzan a preguntarse si no será mejor apagar los reflectores de una vez por todas, y dejarlos solos en la oscuridad, que es donde pertenecen.
En 1994, el ejército de Ruanda apoyado por las milicias hutu masacró a 800 mil tutsis, un bárbaro genocidio frente al que Bélgica, la potencia colonial de mayor influencia en Ruanda aún para entonces, cerró convenientemente los ojos; más tarde, el nuevo gobierno belga de mayoría socialista pidió perdón por la desidia, o la complicidad de sus antecesores. Ahora son los tutsis los que están en el poder tanto en Ruanda como en Burundi, y los hutsi, esta vez los perseguidos, abandonan sus aldeas y huyen a la selva para engrosar las filas rebeldes. Una historia de nunca terminar.
Nadie está reconstruyendo lo destruido por la guerra tribal en los dos países, y lo que queda de las escuelas y centros de salud, de miles de viviendas, de los viejos edificios públicos, son escombros que nadie remueve. Y queda el hedor de los cadáveres entre las ruinas. La guerra es un negocio cada vez más precario para quienes la promueven, aunque lo último en faltar sean las armas que siempre alguien está listo para vender, aún a gobernantes tan miserables como éstos, sean una vez tutsis y otra hutus, que ven disolverse la sociedad desde las ventanas de sus palacios agujereados por las balas. Es un proceso de descomposición en el que los vestigios del Estado y su aparato de legalidad se vuelven una frágil capa que recubre el tribalismo más feroz y primitivo.
Si las personas se suicidan, Ƒpor qué no los países?, se pregunta Bernard-Henri Lévy en un sombrío reportaje sobre Burundi publicado en Le Monde. Países que se suicidan por su propia voluntad, y a los que nadie quiere ya escuchar, que aburren a los poderosos con sus viejas historias de miseria, guerra y desesperanza. Cada vez menos la cooperación internacional se preocupará en proveerlos de dinero para que empiecen de nuevo, y su condena será deambular entre los escombros. Es la condena a que los somete la civilización occidental, que parece haber terminado ya para ellos.
Los que una vez estuvieron allí, e inventaron esos países dándoles unas fronteras arbitrarias, partiendo pueblos y tribus bajo el peso de esas rayas fronterizas que delimitaban enclaves más que naciones, son quienes ahora quieren saber poco de sus antiguas invenciones, que se hunden en la oscuridad, otra vez de vuelta a la noche original.
Joseph Conrad, que estuvo en el infierno africano del siglo XIX, comienza precisamente en Bruselas el relato de El corazón de las tinieblas, que es su viaje dantesco hacia las remotidades del Africa de los grandes lagos, los dominios del rey Leopoldo de Bélgica, uno de los más implacables monarcas coloniales. Y es en Bruselas, precisamente, capital de la Comunidad Económica Europea, donde, como paradoja, acaba de concluir el juicio a un grupo de hutus acusados de ser responsables del asesinato masivo de tutsis, entre ellos dos monjas católicas, sor María Kisito y sor Consolota Mukangango, quienes, entre otras cosas, suministraron la gasolina para que fueran quemados vivos más de 700 refugiados dentro de un garaje. Bajo esa misma ley, que extiende el brazo de la justicia belga a los criminales de guerra en cualquier parte del mundo, es que se trató de juzgar también al dictador Augusto Pinochet.
Genocidios, guerras sin solución. El hedor imborrable de los cadáveres, las aldeas saqueadas una y otra vez, la historia de Ruanda y Burundi copiándose en otros países africanos que se deshacen en el sopor de la desgracia. Y el sida, que afecta como una verdadera epidemia a más de 20 por ciento de la población de cinco países, entre ellos Zimbabwe y Namibia, de los que tanto se oyó hablar en un tiempo, cuando luchaban por su independencia. Infectados también por el autoritarismo y la corrupción, sus antiguos héroes libertarios cabalgan ahora entre los jinetes del Apocalipsis.
Mientras el mundo de la globalización se ilumina con sus juegos de bengala electrónica, Ƒhasta dónde alcanzará la oscuridad para quienes viven en el callejón sin salida? ƑFaltará más noche todavía?
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