miercoles Ť 20 Ť junio Ť 2001
José Steinsleger
Retrato de un genocida pragmático
La aprehensión y comprensión política del mundo moderno suele resultar una tarea ímproba y engorrosa. A menudo se fracasa en el intento. Esa búsqueda de coherencia y de racionalidad, aquella sensación de que todo carece de sentido. Esta confusión y aquel escepticismo que alimentándose de la impotencia espiritual programada concluyen con frases de aparente sabiduría: el mundo es una mierda. O lo que es igual: este mundo que a mediados del siglo XX cimentaron los nazis y en el medio siglo restantes intelectuales como Karl Popper (1902-94) y Henry Kissinger (1923), "el alemán más poderoso que ha existido desde la desaparición de Adolfo Hitler", según se decía en los años setenta.
Profesor de Harvard experto en geopolítica, Kissinger fue llamado a última hora para sacar al imperio de los pantanos de Vietnam. Los presidentes Nixon y Ford lo pusieron al frente del sórdido Comité de los 40, poder tras el trono desde donde supervisó todas las actividades terroristas de Estados Unidos en el mundo.
Frente al torpe aislacionismo de Washington, Kissinger parecía decir: "olvídense de la ideología, de las fobias y pasiones perentorias. La revolución es una realidad. Trabajemos con sus contradicciones. No al debate ideológico. Sí al interés nacional, a la fuerza real de los Estados, a la razón de Estado. Nosotros somos el sistema internacional".
La periodista italiana Oriana Fallacci consiguió de Kissinger una frase para el bronce: "La inteligencia no sirve para ser jefe de Estado. Lo que cuenta en un jefe de Estado es la fuerza..." (1972). ƑA qué tipo de "fuerza" y a qué jefes de Estado se refería el tenebroso personaje que, al conjugar fuerza e inteligencia, se convirtió en presidente virtual de Estados Unidos?
Pensamiento que requería de "...nervios de acero y el cerebro de un jugador de ajedrez" (Fallacci), nutrido de Spinoza, Kant, Toynbee, Spengler y Klemens Metternich (1773-1859), aquel enemigo del liberalismo y de los movimientos independentistas de América hispana, jefe de la reacción absolutista de Europa y reconstructor del orden internacional desintegrado por la Revolución francesa.
El respeto de Kissinger por Mao Tse-Tung y por los generales vietnamitas -a quienes nunca pudo doblegar- fue inversamente proporcional al desprecio por quienes manejó a su antojo: jefes de la Casa Blanca, políticos del Congreso y líderes de la ex Unión Soviética, de los países árabes y de Israel, su identidad cultural, menos obsesiva que su identidad con el poder total.
Ahora, documentos secretos desclasificados de la CIA, en los que de puño y letra aparece la firma del ex secretario de Estado autorizando asesinatos y masacres en varios países del mundo, revelan lo ya sabido desde que la prensa estadunidense informó sobre su papel "...como responsable directo del plan de la CIA para derrocar el gobierno de Salvador Allende" (Chicago Sun Times, 14/9/74).
Frente al mundo que no era el suyo, Kissinger observó el desprecio absoluto. La anécdota que aparece en El precio del poder: Kissinger en la Casa Blanca (Summit Books, 1983), libro del periodista Seymour Hersh, lo revela tal cual es. Al canciller chileno Gabriel Valdés dijo en 1969: "América Latina... Ƒa quién le importa eso? Nada importante puede venir del sur. El eje de la historia pasa por Bonn, cruza hasta Washington y de aquí va a Tokio. Lo que ocurra en el sur no tiene importancia alguna".
Conviene preguntarse: Ƒcuán distinto fue el pensamiento de Kissinger frente al de quienes aniquilaron a sus parientes en los campos de concentración de Alemania, obligando a su familia a buscar refugio en Estados Unidos (1938)? Asignatura pendiente.
A fines del mes pasado, invitado por la UNESCO, el ex secretario de Estado estuvo en París como presidente del jurado del Premio Houphouet-Boigny, nombre que evoca al sátrapa que fue seis veces presidente de Costa de Marfil (1960-1993). Recordemos que el día de la proclamación de la independencia del país africano, Houphouet-Boigny exclamó una frase a la medida de Kissinger: "No decimos adiós a Francia, sino hasta luego".
El galardón se lo llevó Mary Robinson, alta comisionada de Derechos Humanos de las Naciones Unidas, quien aceptó el premio de manos del genocida. Obviamente a la señora Robinson no se le ocurrió rechazarlo, siguiendo el ejemplo ético del vietnamita Le Duc Tho el día en que supo que debía compartir el Premio Nobel de la Paz con Henry Kissinger, genocida de su pueblo (1973). ƑPara qué? ƑAcaso el mundo no es como dijimos?
Bueno, a veces el mundo no es como parece. Así, cuando al terminar la ceremonia Kissinger regresó al hotel Ritz, se encontró con policías de la brigada criminal de París que le entregaron una citación del juez Roger Le Loire para que se presentara en el Palacio de Justicia.
Al juez Le Loire le interesaba saber si el todopoderoso señor del genocidio, la tortura y los asesinatos en el Cono Sur de los años setenta, podía arrojar datos sobre el destino de cinco franceses que desaparecieron en Chile, víctimas de la operación Cóndor. Kissinger huyó de París y se convirtió en prófugo de la justicia francesa.