MARTES Ť 19 Ť JUNIO Ť 2001

Vilma Fuentes

Cómo reconocer a una ''mujer de letras''

Uno de los peligros más graves que corre el común de los mortales es encontrarse frente a una literata. Es un riesgo del cual nadie está exento. De ahí la absoluta necesidad de reconocerla de lejos, antes de caer en sus hechiceras manos y bajo el encanto de su voz de sirena.

De ahí la importancia de las siguientes observaciones.

Una mujer de letras camina de frente. Me dirán que esto lo hacen todos. Pero sólo se trata de un disfraz, pues ella sabe que pertenece a una especie especial. Sin mirar de lado, cazadora sagaz, busca de reojo a sus incautas víctimas incluso en la calle. En esto se distingue de las literatas menos impúdicas de siglos pasados, quienes esperaban posadas con delicadeza en un diván, un día fijo de la semana por la tarde, a sus visitantes, conocedores del suplicio al que se sometían por su propia voluntad: lecturas de poemas, representaciones del último drama de la autora, conversaciones cargadas de espirituales y crueles alusiones a propósito de otras literatas, desde luego ausentes.

Además, como el teléfono no existía, quién sabe por qué atrasos tecnológicos en esos países del pasado, el único riesgo en esos remotos ayeres, era una voluminosa correspondencia cuya respuesta siempre podía posponerse a pesar de la brutalidad que marginalizaba de la sociedad al grosero individuo. Acaso por este motivo, sólo queda memoria de personajes como el señor Arouet, más conocido con el nombre del sillón Voltaire, quien respondió sin tregua, durante toda su vida, sacrificando parte de su obra, las cartas de decenas de literatas de su época. Ejemplo: dos volúmenes de su correspondencia con la señora de Defands, donde se relatan con minucia qué se hacen leer mientras comen, qué escriben, qué proyectan, viajes, jardines, vinos, chismes, rumores, calidad de los criados, etcétera, etcétera.

La mujer de letras actual, en cambio, no anuncia sus celestiales talentos sino cuando ya cayó usted en la trampa. Es raro que escriba cartas -e incluso su obra-, pero se la pasa colgada al teléfono y no precisamente para hablar de literatura. Sus temas principales: su propia vida, la concurrencia, la industria editorial, quién es la estúpida que pasó en un programa de televisión al que ella no fue invitada, el dinero que gana con sus libros, los nombres de los jurados de un gran premio o, en el peor de los casos, de los de unos juegos florales de un pueblo desconocido.

Posee la virtud de saber de memoria tres o cuatro versos de los poetas vivos famosos y algunas líneas de los escritores más influyentes, virtud que aúna con sutileza al valor de declamar con entusiasmo versos o prosa al oído del halagado autor en el feliz caso de encontrárselo.

Aparte de caminar de frente, padece de ceguera momentánea cuando pasa junto a otra mujer de letras, de sordera súbita cuando alguien alaba a una congénere y de hipertrofia del olfato al sentir penetrar en sus narices el vulgar perfume de una más de las literatas que pululan en cocteles, presentaciones y mesas redondas. Porque nadie reconoce mejor y más rápido a una mujer de letras que otra mujer de letras. Sin embargo, en el caso de no poder evitarse, caen mutuamente en besuqueos, abrazos, elogios, deseos de verse y seguirse leyendo una a otra.

Muchas de ellas traen anteojos que acentúan su intelectualidad y la vista cansada por las noches en vela de lectura y trabajo literario. Otras, en cambio, parpadean abanicando la mirada con sus largas pestañas, sin duda para demostrar el talento innato, de inspiración divina, que hace de ellas y a pesar suyo auténticas poseídas. Lánguidas, nerviosas, masculinas, femeninas antifeministas, feministas machistas, las variedades son múltiples y se prestan a confusión. Porque, por desgracia, no caminan hacia atrás ni de lado. Así, cuando ya está usted enfrente de una mujer de letras, fíjese bien en estos otros signos: algunas cuentan sus amores y su vida sexual de entrada, antes de enumerar su numerosa obra en proyecto.

Otras comienzan por citarse antes de narrar sus amores. Las que ya publicaron algo relatan al mismo tiempo sus aventuras y novelas, puesto que ya las narraron en sus libros cuando no las narraron antes de vivirlas. Y casi todas utilizan la primera persona del singular tanto cuando platican como cuando escriben. En fin, de pelo corto o largo, sus ideas son anchas. Y no podrá usted escapar a la invitación de colaborar, sobre todo económicamente, en una nueva revista literaria, una pieza de teatro, la edición de una plaquette de poemas...

En fin, no hay nada más peligroso que una mujer de letras. Excepto un hombre de letras. Aunque Jacques Bellefroid me diga que lo contrario es lo mismo.