LUNES Ť 18 Ť JUNIO Ť 2001

Ť Hermann Bellinghausen

Bebedores de ajedrez

Viernes otra vez. Los ajedrecistas pusieron a la sombra del ahuehuete su costumbre de mesita y silla. Sentados frente a frente, un-dos-tres por mí, hacen pensar a los bebedores de ajenjo de Cèzanne. Encorvadas espigas que empujan vientos opuestos, mueven con calculada, casi ceremonial lentitud, las piezas, las copas que vienen y van y se consumen.

Los músculos de la cara se les componen en concentración tranquila y articulada. Son cuatro: dos ancianos, un hombre de edad media y un mozalbete de pelos parados y absoluto descuido indumentario.

Los cuatro, maestros, entre ellos enconan batallas tremendas, y a la postre gozosas. Aunque parece un asunto interno, una especie de cuarteto de cuerdas, encuentran una especie de público eventual de aficionados que se atreven a retarlos. Variedad de sparrings. En ocasiones así, los nuevos contendientes aportan sus respectivas mesas, en una especie de torneo.

Pero no fomentan, nuestros cuatro, este intercambio con admiradores que vienen a ser vencidos, una situación embarazosa que sólo ocasionalmente ofrece algún reto de interés.

El mozalbete debe ser una especie de genio. Los otros tres le profesan un respeto deslumbrante, mientras él trata a estos mayores con la insolencia propia de la edad.

Al fotógrafo también le incomoda la eventual aparición de público. Le descomponen el cuadro. Mientras están solos, é y los jugadores, la composición es clásica, cumple con la regla áurea. Irreprochable todo de escasos elementos y combinaciones inagotables. Con la modestia del caso, el fotógrafo siente un poco estar en la piel de Cartier Bresson explorando escenificaciones perfectas sacadas del natural.

En su posición distante, tras la bahía del lago menor, el fotógrafo no sigue los juegos, sólo entiende los jaques, morosos, filosóficos, hasta llegar al mate, y el caído yergue la cabeza y aspira ávidamente las brisas del bosque, astillado en el orgullo.

De los ancianos, uno es matemático. El otro nada, es decir pasó su vida entera trabajando en lo necesario para mantener a la familia, su única pasión o debilidad el ajedrez, que nadie paga por ganar. El hombre de edad media, soltero irredento, escritor prácticamente inédito aunque ha hecho algo de periodismo cultural, y colaborado en revistas o secciones de ajedrez, cuando las hay.

El chamaco surca a trompicones la preparatoria a bordo de una patineta, mismo medio de locomoción que emplea para llegar aquí. Desde la primaria juega en Internet, venciendo maestros y computadoras por igual. Su otra pasión, además de la patineta y el ajedrez, es el basquetbol. Su estatura chocomilk le ayuda.

Los cuatro son altos, por encima del promedio de la población, si bien los dos viejos han encogido un poco, como ocurre pasada la setentena.

Estatuas cambiantes, volumen y sombra, los ajedrecistas ofrecen al fotógrafo un momento, por lo general improvisado y pasivo, un momento de reflexión visual; los ajedrecistas lo promueven, por así decir, a un nivel científico, le limpian de telarañas y mariposas el seso, y siendo que no es su fuerte, el testigo con lente logra pensar. Formado más en la lectura de cómics que de libros verdaderos, las narraciones se le dan por cuadros, descripciones y diálogos abandonados a lo circunstancial.

La historia que los ajedrecistas no cuentan sucede más allá de las estampas, sobre un tablero en línea con el horizonte, en los pensamientos combinatorios de los bebedores de ajedrez.

Con esas cuatro piezas, dos en blancas, dos en negras, el fotógrafo juega a la eternidad. Pero él, como suelen los de su especie, evita intelectualizar. Por lo tanto se le escapa lo que en verdad juega la invención de Cèzanne.