DOMINGO Ť 17 Ť JUNIO Ť 2001
MAR DE HISTORIAS
Padre
CRISTINA PACHECO
El internado era muy grande. Los corredores de la planta baja daban al jardín. Sobrio, con una palmera en el centro, se teñía de rojo en diciembre gracias a las plantas de Nochebuena que nos regalaban los benefactores. En fechas especiales el comité recorría las instalaciones. Siempre iban seguidos por varias Hermanas y los seis internos que hubieran obtenido mejores calificaciones. Nunca formé parte de esa guardia de honor.
Los cuartos tenían nombres de santos. Los cinco años que estuve en el internado me alojé en la Juan Bosco. Era idéntica a las demás: alargada, de paredes blancas, techos altos y muy luminosa. La claridad entraba por ventanas rectangulares orientadas a la calle de Otoño, estrecha y tranquila. Su quietud se alteraba los viernes a partir de las cuatro de la tarde, hora en que iban llegando nuestros familiares para reincorporarnos a la vida doméstica durante los fines de semana.
Sobre las puertas de las habitaciones se veía la imagen del santo cuya vida ejemplar nos guiaba. En las paredes no colgaban retratos porque las Hermanas nos lo prohibían. Con el tiempo he llegado a creer que era un recurso para no subrayar nuestras desigualdades. En el internado había huérfanos, expósitos, hijos de madres solteras. Para ellos, según el criterio de nuestras benefactoras, habría resultado triste ver que otros niños se acompañaran con fotos de sus padres.
II
Cuando salí del internado la Hermana Dolores me entregó, junto con el comprobante de estudios, mi historia personal. En el párrafo donde debían estar las circunstancias y motivos de mi ingreso encontré sólo una línea: "Padre herrero. Madre temporalmente desaparecida".
No asistí a la primera entrevista entre mi padre y la Hermana Dolores. Supongo que él le expuso las verdaderas razones por las que mi madre se había alejado de nosotros. A mí nunca me las reveló. Al terminar la conversación fueron a buscarme al jardín: "Veo que te gusta. Qué bueno, porque esta será tu casa mientras vuelve tu mamita", dijo la Hermana Dolores. "Tardará un año cuando mucho", afirmó mi padre, aunque su fingida sonrisa denotaba desesperanza. Simulé creerle. Mi instinto infantil me indicaba que sobre esa mentira podríamos rehacer nuestra vida.
Mi padre y yo fuimos mucho más que amigos: cómplices para inventar el posible retorno de mamá y también para reconstruirla, para darle otro giro a sus largos silencios, para borrar sus manifestaciones de rabia y desesperación.
En uno de aquellos arranques mi madre intentó quitarse la vida. Yo tenía seis años. Cuando regresé de la escuela nuestra casa estaba desierta. Una vecina me llevó a la suya y me explicó que mi padre había tenido que internarla en el hospital. Esa noche, cuando él fue a buscarme, antes de que se lo preguntara me explicó: "Se resbaló y se hirió una mano. Ya está bien, no te preocupes. Iremos por ella mañana".
Después de aquel día los arranques violentos de mi madre se hicieron más frecuentes. En sus gritos se ahogaban las súplicas de mi padre: "Por favor, Margarita, no me digas esas cosas delante de Angel". Entonces era demasiado pequeño para entender la intención de las injurias; luego, en solidaridad con mi padre, me esforcé por olvidarlas. Si él viviera me gustaría decírselo.
III
Los viernes, a partir de las cuatro de la tarde, mis compañeros se arremolinaban junto a las ventanas para saludar desde allí a sus familiares. Yo los veía como náufragos en espera del rescate. Cuando miraba a mi padre cruzar la calle permanecía quieto, observándolo, tratando de imaginarme su vida durante los cinco días de separación.
La casa siempre estaba impecable: "No quiero que tu mamá la encuentre desordenada. Ya sabes cómo se pone cuando las cosas están fuera de su lugar". Esa frase, que mi padre repitió durante años, era el recordatorio de que yo debía seguirle el juego. Para demostrarlo sacaba de mi mochila alguno de los trabajos manuales hechos durante la semana. El único realmente bonito fue un joyero. Lo hice con una caja de galletas y lo forré con tela azul. Mi madre tenía los ojos de ese color.
Cuando quise entregárselo a mi padre él me pidió que lo pusiera en la mesa y se sentó a mirarlo. Notó mi desconcierto, se miró las manos y me dijo: "Las tengo muy sucias. No quiero mancharlo". Esas palabras me recordaron una de las más frecuentes reclamaciones de mi madre: "No me toques. Tienes las manos puercas". "ƑQué quieres? Soy herrero", le decía él disculpándose.
En aquella ocasión sentí con más fuerza la soledad de mi padre. El debió experimentar lo mismo porque el domingo en la tarde, antes de que nos despidiéramos a las puertas del internado, me dijo: "Este viernes no voy a venir por ti, pero al otro no te fallo". Así fue. Cuando llegamos a la casa vi que la puerta estaba pintada de azul, como el joyero, como los ojos de mi madre.
Me gustó aquella modificación y se lo dije a mi padre. El me sonrió: "Quiero que Margarita, cuando regrese, encuentre todo esto mejor, más alegre". En la noche lo oí llorar y adiviné el motivo: había ido a Chilpancingo con la esperanza de que alguno de mis tíos le diera noticias de ella. No sé qué le habrán dicho, pero durante mucho tiempo mi padre dedicó parte de su tiempo a repintar la puerta. Dejó de hacerlo cuando perdió toda esperanza. De todas formas seguimos fingiendo. Le mostraba mis calificaciones y él me decía: "Qué bien. Cuando tu madre las vea se va a sentir muy orgullosa de ti".
La falta de dinero limitaba nuestros paseos a largos recorridos por la ciudad. Los puntos de partida eran la Basílica, la Alameda, la Catedral. De allí nos íbamos sin rumbo fijo. Caminábamos uno muy cerca del otro, casi siempre en silencio. De pronto mi padre se detenía o se alejaba de mí unos pasos llevado por su ansia de búsqueda. Después aquellos altos en nuestro camino tomaron otro rumbo: las cantinas.
Aunque parezca absurdo, yo anhelaba la ebriedad de mi padre. El aturdimiento vencía su temor a referirse a mi madre. La recuperé a través de aquellos monólogos que terminaban cuando, avasallado por sus sueños, mi padre insistía en ponerse a repintar la puerta. Lograba que desistiera con mentiras torpes: "Ya es muy noche. A lo mejor mi mamá no se da cuenta de que la pintura está fresca. Cuando toque se va a manchar las manos y eso la pone de malhumor".
Los últimos tiempos en que mamá vivió con nosotros la veía lavarse las manos con frecuencia. Cuando me acercaba a ella para besarla, lo primero que hacía era cerciorarse de que yo también tuviera las manos limpias.
Al regresar por última vez del internado encontré la puerta de la casa con la pintura descascarada. El cuarto estaba en desorden y en el tallercito descubrí, entre la herramienta de mi padre, botellas vacías. "Mi mamá se va a enojar mucho cuando vea todo esto", dije. Mi padre levantó los hombros y sonrió. Luego empezamos a reírnos juntos, como locos, a carcajadas. Recuerdo aquel momento como nuestro gran acto de sinceridad. Desde entonces no volvimos a hablar de mi madre. Sin la falsa esperanza de su retorno la vida se volvió difícil. En las mañanas iba a la secundaria. Por la tarde, cuando había trabajo, ayudaba a mi padre, que se volvió cada vez más silencioso. Para animarlo me ponía a limpiar la casa. Pronto desistí. El desorden se adueñó de todos los espacios. Lo único que permaneció en su sitio, protegido por un capelo de vidrio, fue el joyero.
El día en que enterré a mi padre, al volver del cementerio, lo único que se me ocurrió fue repintar la puerta de azul.