domingo Ť 17 Ť junio Ť 2001

José Agustín Ortiz Pinchetti

Aquellos que no aman la capital

Muchos, quizás millones, que viven en la capital, no la aman. Es difícil que sean capaces de escribirle una Declaración de odio semejante a la de Efraín Huerta: no tienen ni el talento del poeta ni la cuota de neurosis depresiva suficiente, pero viven aquí a disgusto sin poderse ir y sin desear quedarse.

Aunque no comparto sus sentimientos, los entiendo. No es fácil amar esta ciudad como la pudimos amar en el pasado sus habitantes. Aquellos que pasamos la infancia en los años veinte, como José Iturriaga, o en los cuarenta o cincuenta, como el que esto escribe, disfrutábamos de una ciudad con contornos más o menos precisos. Con un núcleo central boyante, con cercanías rústicas muy afables. A partir de 1950 la ciudad creció y se deformó. Fue como una amiba que se extendía por toda la cuenca borrando los espacios campesinos. "El centro" perdió poco a poco su prestancia y después de los terremotos de 1985 entró en abierta decadencia.

Los barrios se multiplicaron por cientos y cada quien tuvo que vivir una vida en áreas urbanas sin personalidad. Y con condiciones cada vez más difíciles para prosperar. Muy pocos, expuestos a la dureza de una megalópolis, tienen la capacidad de aprender a vivirla y triunfar en ella como lo hizo Iturriaga, que al fin de cuentas se reconcilió a plenitud y aprendió a gozarla. Hoy por lo menos un millón de los 8.5 de habitantes viven en la miseria y dos más en una pobreza con pocos atenuantes, y la mayoría en un estrato mediocre en barrios de calles largas, grises, sin jardines en medio, de una confusión ensordecedora que recuerda inevitablemente el amargo poema de Huerta.

Es muy difícil hablar de gozar los rincones, la intimidad, las atmósferas, las calles y las plazas de la ciudad de México: Ƒde cuál ciudad? Pienso que muchos se sienten abrumados por la masa urbana y que pueden llegar a odiarla. Son pocos los que asocian su éxito a la capital y que la pueden convertir en aliada.

Tampoco es fácil conocerla. Un estudioso hace 30 o 40 años podía dedicar su tiempo libre e incluso su actividad profesional como periodista o como investigador a entender la ciudad, a descifrar el tejido de sus calles, el pasado de sus monumentos y palacios. Hoy nadie conocería la historia de las distintas avenidas, pueblos, colonias, ni sería capaz de repasar mentalmente sus calles. El hermoso y vital rectángulo del Zócalo es muy lejano para cientos de miles de jóvenes. Muchos de ellos sólo unas cuantas veces en su vida han ido hasta él, y muy pocos lo frecuentan. Así que no es fácil conocer a la ciudad, sobre todo los que la habitan abrumados por las dificultades de la época y porque las enormes distancias hacen difícil escapar más allá de los círculos de las relaciones íntimas y familiares.

También son pocos los que entienden que para amar a fondo algo no sólo hay que conocerlo y vivirlo, sino defenderlo y servirlo. 70 años casi completos de un estatus de inferioridad y control político mantuvieron a los habitantes de la ciudad en una condición de súbditos. Apenas a partir de 1997, y de modo incompleto, han llegado a vivirse a sí mismos como ciudadanos. El espíritu cívico y el interés por la polis no ha surgido a plenitud.

En fin, que al vivir en la ciudad de México, a una gran mayoría de pobladores, sobre todo jóvenes, les costará trabajo entender por qué la gente mayor o madura la amó y la ama tan intensamente. Habría que intentar ahora descubrir la forma en que los nuevos ciudadanos pudieran identificarse con esta "ciudad negra o colérica, mansa o cruel... o fastidiosa nada más: sencillamente tibia... pero valiente y vigorosa porque en sus calles viven días rojos y azules".

Y no solamente contentarse con vivir a la ciudad sus días, "días pesadísimos... como una cabeza cercenada con los ojos abiertos... estos días como frutas podridas... días enturbiados por salvajes mentiras..."

En una de las próximas semanas emplearemos este espacio para intentar contradecir la declaración de odio de Huerta e intentar convencer a los capitalinos de que todavía es posible amar a la capital y vivirla y servirla bien.

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