domingo Ť 17 Ť junio Ť 2001

Guillermo Almeyra

Guatemala, la herida abierta

ƑCómo escribir sobre el horror sin que las palabras suenen falsas? Pero también, Ƒcómo olvidar la más dolorosa de todas las heridas que conforman el mapa torturado de nuestra América Latina? Colombia conoció la llamada "violencia", con su terrible secuela de decenas de miles de muertos y centenares de miles de refugiados, y conoce la más larga y tenaz de las luchas guerrilleras en el contexto de una guerra civil rampante que ha provocado cientos de miles de víctimas y destrozado la vida de millones de fugitivos. Pero incluso el horror colombiano palidece frente al guatemalteco, porque aquél es resultado de la histórica carencia de un poder estatal reconocido y real, basado en el consenso, lo cual dejó en primer plano sólo a la coerción y a la violencia ilegítima, mientras que el último lo es del terrorismo de Estado, de la utilización del aparato estatal para hacer una política racista y clasista, de salvaje represión y de exterminio.

Por supuesto, las dictaduras que se sucedieron en Guatemala tienen en común con las otras dictaduras latinoamericanas del último cuarto del siglo pasado la utilización del ejército para una acción semiclandestina destinada a eliminar a víctimas seleccionadas (dirigentes de los grupos de izquierda o revolucionarios, delegados obreros, estudiantes activistas, religiosos o intelectuales comprometidos con sus pueblos respectivos). Pero en Guatemala, por la historia y la composición étnica del país, a esa represión brutal de masas con métodos fascistas se unió el racismo desenfrenado de las clases dominantes y de sus servidores mestizos que ocupan u ocupaban cargos en las fuerzas armadas. Y la resistencia guerrillera antidictatorial de hijos de la casta gobernante y de destacados militares -el chino Yon Sosa, entrenado en la escuela antiguerrillera de Panamá y líder del MR13 de Noviembre, Turcios Lima o el ex director del Colegio Militar, entre otros- agregó al odio antiindio el odio aniquilador de quien se siente traicionado por sus pares. Desde el golpe militar de Castillo Armas, sólo posible por la intervención descarada de Estados Unidos y por la solidaridad de casta de los mandos militares con los golpistas, contra el gobierno del coronel farmacéutico Arbenz, que se apoyaba en los comunistas y los campesinos indios o mestizos desarrapados contra la "gente bien", ese clasismo feroz, ese racismo genocida marcó los decenios de dictadura y fue la base de los horrores que aún no han sido totalmente develados ni empezados a castigar.

El mal infame corre desde hace siglos, desde la Conquista, como veneno por las venas de la sociedad guatemalteca y no es sólo patrimonio de algunos dictadores y sus séquitos. Además, el racismo y la violencia de las clases gobernantes ha sido organizado, fomentado y utilizado por Washington, que sobre esa base creó las unidades de choque (kaibyles) de las fuerzas armadas. Por eso el genocida general Efraín Ríos Montt, dictador, golpista, puede circular aún por las calles de Guatemala y ser presidente del Congreso, aunque será investigado por genocidio al igual que su colega y ex presidente de facto Romeo Lucas y otros generales. Por eso también el retardo en condenar los crímenes y asesinatos, incluso en el caso del arzobispo de Guatemala, Juan Gerardi, que sólo pagan los peces medianos o, de plano, chicos.

No se trata pues sólo de imponer castigos a los asesinos, sino también, como en buena parte de nuestro continente, de combatir el racismo reconociendo al indio, su cultura, sus derechos, su autonomía, y de educar a la sociedad criolla para que le haga justicia. Pero el racismo, en Guatemala, es también una política de clase, ya que los campesinos y artesanos y los trabajadores en general son indios. Por lo tanto, la lucha por la democracia -el reconocimiento, al menos, de la igualdad formal en el disfrute de sus derechos de todos los habitantes del país- se une al combate por dar un contenido social a esa democracia, de modo de sacar a Guatemala del medioevo que marca poderosamente la cultura de los gobernantes. La sola lucha por la democracia formal no basta, aunque sea fundamental, porque la existencia de las instituciones legales y el juego de poderes no es en sí mismo una garantía suficiente, como lo prueba la presencia obscena de Ríos Montt en la presidencia del Poder Legislativo. Lo que se hace necesario es modificar las relaciones sociales e incluso la visión de sí mismos y de los otros que tienen hasta las víctimas de la opresión y la dominación. La simple denuncia de las atrocidades y la participación en la vida institucional no bastan: es necesario difundir conciencia y autorganización si se quiere cambiar la sociedad.

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