DOMINGO Ť 17 Ť JUNIO Ť 2001

Jenaro Villamil Rodríguez

Programación vs rating

Durante el segundo día de Espacio 2001, organizado por Televisa, el productor Raúl Araiza lanzó una auténtica perla de la filosofía televisiva: "Nosotros respetamos lo que la sociedad quiere. Antes hacíamos cosas artísticas, como el ballet de Amalia Hernández, pero antes no existía el rating. El público es el responsable de la mala calidad de los productos que se ven".

Araiza remató con sorna: "Yo admiro mucho la programación que tienen los canales 11 y 22, pero los niveles de audiencia son mínimos; entonces, Ƒdónde está todo ese público que añora la televisión cultural? Insisto, para mí el rating no es la palabra de Dios, pero sí marca una tendencia; nosotros somos una televisión comercial, no la SEP".

El planteamiento de Araiza no sólo es tramposo. Revela uno de los argumentos centrales que esgrimen los teleproductores para justificar sus programas: el rating manda y eso demuestra que a la gente le gusta lo que tiene mayor audiencia, como si los productos televisivos tuvieran que definirse sólo por la cantidad de audiencia, confundiendo cantidad con calidad, gusto con audiencia, "culto" con aburrido y otras cosas que a los productores les gusta señalar para justificar la falta de creatividad o la ausencia de ética en la pantalla.

Lo novedoso del argumento está en el siguiente punto: para las empresas mediáticas lo importante es el sistema de medición de audiencias que ellos adoptan para comercializar sus espacios. Es decir, ni lo estipulado en los artículos 58 al 80 de la Ley Federal de Radio y Televisión (referentes a la programación) ni la constante demagogia que defiende la autorregulación ni los pronunciamientos "a favor de lo mejor" opacan el criterio del rating. Peor aún cuando nos damos cuenta que ni un solo artículo de esta ley ni de su reglamento plantea regulación alguna a los excesos que provoca este mecanismo hacedor de la televisión y la radio.

Y aquí está el punto medular: el vacío normativo existente ante el poder sin contrapesos del rating.

Por ejemplo, todos los artículos referentes a los contenidos televisivos y radiofónicos de la Ley Federal de Radio y Televisión son una carta de buenas intenciones sin aterrizaje real:

a) En el artículo 5 se estipula que ambas industrias tienen la función social de "contribuir al fortalecimiento de la integración nacional y el mejoramiento de las formas de convivencia humana". Específicamente se señala en el apartado III que las transmisiones procurarán "elevar el nivel cultural del pueblo y conservar las características nacionales". En el apartado I se estipula que deberán también "afirmar el respeto a los principios de la moral social, la dignidad humana y los vínculos familiares". Seguramente, programas como Tómbola, La Botana y Ventaneando -definidos como de alto rating- y el talk show de Rocío Sánchez Azuara procuran el respeto a la dignidad humana promoviendo el chisme y el pleito como una nueva forma de diálogo nacional.

b) En el artículo 59 se establece la obligación de transmisiones gratuitas diarias, de hasta 30 minutos continuos o discontinuos, dedicados a difundir temas educativos culturales y de orientación social. Es decir, cuando Televisa transmitía el ballet de Amalia Hernández simplemente cumplía con la ley, no era un favor gracioso. El problema es que ningún artículo estipula la posibilidad de que estas transmisiones "continuas o discontinuas" se realicen en el horario triple A. Algo similar sucede con relación a lo dispuesto en el artículo 60, que obliga a la difusión de comunicados oficiales en casos de notoria emergencia.

c) Existen otras disposiciones que facilitan la censura política, como aquella que prohíbe transmitir "noticias, mensajes o propaganda de cualquier clase que sean contrarias a la seguridad del Estado o el orden público" (artículo 64). Esto se explica en el contexto que fue aprobada la ley (1960), cuando el régimen priísta alcanzó su máximo esplendor y todo se explicaba en función de la "razón de Estado" y la protección al sistema. El problema ahora es cómo compaginar la programación con demandas sociales sentidas, como el derecho a la información, la libertad de expresión y el derecho de réplica, cuyas principales amenazas ya no son la censura ordenada por el poder político, sino la autocensura que se escuda en el rating.

d) Los artículos restantes regulan el contenido de la publicidad comercial que debe ser autorizada por la Secretaría de Salud, de los programas de concursos y sorteos, ordena la transmisión en vivo para estimular los valores artísticos locales y nacionales y las expresiones de arte mexicano, así como los aspectos para la programación infantil. Todo esto deriva en facultades para la Secretaría de Gobernación, pero en ningún momento se establece la posibilidad de intervención de organismos sociales distintos a las instituciones del Estado. Sólo se contempla una relación bipolar entre gobierno y concesionarios. No existen mecanismos que incorporen a la sociedad civil a las instituciones académicas o a los grupos de productores independientes en la programación televisiva.

Por supuesto, bajo esta lógica, "el público" puede ser el responsable de la mala programación. El problema es que nunca existe ni la más mínima intención para tomarlo en cuenta antes, durante o después de la definición de programas, salvo cuando el rating disminuye y la publicidad se ausenta.

Los mecanismos de consulta y participación existen en otras televisoras del mundo que no se guían sólo por el rating. Por lo menos en la BBC de Gran Bretaña, en la NHK de Japón o en la NRD de Alemania funcionan consejos de programación y operación donde participan organizaciones de la sociedad civil y se estipula un porcentaje de producciones independientes. Y, hasta donde se tiene conocimiento, estas empresas también logran un alto rating en sus programas culturales, educativos o artísticos.