Ť Le dirían en su cara, sin asomo de duda, "es él, responsable de lo que me sucedió"
Víctimas de Cavallo, dispuestos a encararlo
Ť Me torturaban con una picana y la materia fecal la pasaban por mis ojos, narra Ana Testa
BLANCHE PETRICH
Los sobrevivientes de una guerra de exterminio, los que han sido torturados, podrían llegar a los 90 años. O a los 100. Y cada vez que recuerden y hablen de lo que fue la tortura y el sometimiento, la denigración física, la angustia por un ser amado desaparecido, así lo hayan externado mil veces, serán desbordados. Les temblarán las manos, sentirán la garganta atenazada. Pero vuelven siempre sobre esas historias. Las cuentan frente a jueces y abogados, ante organismos de derechos humanos, ante funcionarios y legisladores, ante periodistas.
Cuatro de ellos han viajado desde Buenos Aires hasta la ciudad de México para repetirlas una vez más. Lo hacen porque los cuatro podrían ver a la cara a Miguel Ricardo Cavallo, hoy preso en el Reclusorio Oriente y en proceso de ser extraditado a España, y asegurar sin la más mínima sombra de duda: "es él, y es responsable de esto que me sucedió a mí".
Listo el cenicero, los pañuelos desechables, la grabadora. Respiran hondo y empiezan.
Soy Ana Testa, de Santa Fe. Tenía 25 años en noviembre de 1979. Mi marido se llama Juan Carlos Silva, él estaba en el exterior cuando a mí me detienen en Buenos Aires. Yo llevaba a mi hija a la peluquería a cortarse el pelo y ahí entran cuatro tipos. Paulita tenía tres años. Me resisto y la abrazo con todas mis fuerzas. Me sacan a la calle -me parecía que había como miles ahí afuera- y después de un forcejeo me arrancan a la chiquita, me tiran dentro de un auto, un Ford Falcon, y dos tipos se sientan encima de mí.
De mi llegada a la Esma recuerdo escalones y empujones, hasta bajar a un sótano, el sector cuatro, la sala de tortura. Después de pegarme me ataron a ese camastro. Contar esto me pone mal. Rápidamente yo no pude controlar los esfínteres. Mientras me torturaban con la picana eléctrica tomaban la materia fecal con la punta de la picana y me la pasaban por los ojos, por la boca, la vagina. Todo el tiempo tuve la capucha en la cabeza, nunca vi si era Cavallo quien físicamente me aplicaba la descarga. Pero él dirigía la tortura. Su voz la tengo tatuada en la memoria, por todo lo que me pasó con él después. Esa voz la volví a escuchar todos los meses que permanecí en la Esma, diariamente.
No puedo precisar cuánto tiempo permanecí ahí, si tres o cuatro días. Finalmente me permitieron ir a un baño, pero el guardia no me dejó cerrar la puerta. Después supe: era precaución. Si una persona tan cargada de electricidad toma agua, se muere de un infarto. Eso ocurrió con varios.
Tirados en colchonetas
Esposados, con grilletes en las piernas y la capucha en la cabeza, los detenidos permanecíamos los días y los meses tirados en unas colchonetas de hule espuma, separados por tabiques de madera. Ahí conocí a Fernando Broski, de 17 años. Se encuentra desaparecido. Estaba, como yo, bajo la responsabilidad directa de Cavallo. Semanas después se enteran que yo era militante peronista universitaria y era secretaria general de mi centro en El Chaco. Me regresan a la tortura. Fueron días, no sé cuántos. Después me internan en una celdita en el sótano. A partir de ahí veo todos los días a Cavallo. Me dan para escribir una máquina y unos papeles para copiar. Ese era mi "trabajo".
En ese mismo espacio físico, también bajo el mando de Cavallo, estuvieron conmigo Josefina Villaflor y su esposo José Asán, Elsa Martínez, de nacionalidad española, y su marido Raymundo Miraflor, que murió en medio de la tortura. A Josefina y a Elsa, Cavallo las llevó a ver a sus hijas a sus propias casas. Y hoy no están, han desaparecido. Cavallo sabe qué fue de ellas.
A mí, a los 15 días de estar asignada en ese sector, Cavallo me sube a un coche y a una velocidad increíble me lleva a mi casa, a 600 kilómetros, en Santa Fe. Lo hizo unas cuatro veces. Comía en casa, con mis padres y mi hermano, en una relación de sometimiento absoluto. Para mi familia, ser gentil con él era la única posibilidad de que no me matara. Recuerdo que le pidió a mi mamá un postre, cassatta brasileira. Y ella siempre se empeñaba en hacerlo bien.
La noche de Año Nuevo, de 1979 para 1980, me llevó a mi casa. Nos obligó a compartir con él la mesa; con tu propio torturador. ¿Te imaginas lo que es eso? El mantenía siempre una actitud muy parca. Con la intención de sacarlo de ahí, mi hermano propuso ir hasta Paraná en auto. En la carretera, mi hermano saludó con las luces del auto a un vecino, y Cavallo, que iba en el asiento de atrás, sacó una pistola y se la puso en la nuca. Le dijo: "si vuelves a hacer esto, te vuelo la tapa de los sesos".
Buscaba información que lo condujera a mi marido. Hasta que un día me dijo: "tu marido cayó. Está en Ejército". Eso me lo tiene que explicar todavía. ¿Dónde está Carlos?
Redondeando: con la reconstrucción que hemos hecho los sobrevivientes, Cavallo estuvo desde el principio hasta el final en la Esma y tuvo responsabilidad. Era un hombre de confianza, bien conceptuado dentro de la fuerza naval.
En ese lugar pasaron cinco mil personas. Sobrevivientes somos poco más de 120. De cada 100 que pasaron por ahí, 97 están desaparecidos. Y Cavallo conoce el destino de cada uno.
Un bebé en la tortura
Soy Carlos Gerónimo Lordkipanidse, nacido en Buenos Aires en 1952. Fui aprehendido en noviembre de 1978, el mismo día pero en un operativo distinto y a diferente hora de la detención de mi esposa Liliana Pellegrino y mi hijo Rodolfo, que entonces tenía 20 días de nacido. En un Peugeot gris soy trasladado a un sitio donde, sometido a golpes, me llevan a un sótano. Escucho los gritos de mi mujer, los llantos de mi hijo, los gritos de otros más. Tengo en la cabeza una capucha. Una voz me dice: "Hola Carlos, perdiste. Tenemos a tu mujer, a tu hijo. Tu hija está en casa de tu mamá, que vive en tal lado".
Me atan a la cama metálica con unas cámaras de llanta de bicicleta. Me quitan la capucha. Por primera vez vi una picana eléctrica. Uno de ellos me aplica electricidad en el estómago. Es un terrible dolor, se arquea el cuerpo, los músculos parecen estallar, es una intensa luz blanca durante el momento del shock. Hay risotadas mientras el que actúa se ensaña. "¿Vas a cantar o no vas a cantar?", insisten. En un momento escucho el grito de mi mujer: "¡No, no! ¡El nene no!" Un grito muy profundo. Aparece en la habitación un tipo vestido de civil, como los demás. Después lo identifico como subprefecto Asic, de la prefectura naval, con mi hijo en brazos. Lo agarra de los pies y me dice: si no cantas le reviento la cabeza contra el piso.
Luego lo ponen sobre mi cuerpo y me pasan la picana; le pasa la electricidad a mi hijo. Al menos yo tenía el aislador de hule atado a la pierna. Mi hijo no tenía ni eso.
Lógicamente el nene se pone a llorar, insólitamente poquito y bajito. Y siento de golpe que entra el que después identifico como el agente de policía Federico González, y se queda en la puerta como que de verdad no sabe. Me quitan a mi hijo y se lo llevan. Yo después me enteré que se lo dan a dos compañeros que están detenidos desde antes, la primera pareja sobreviviente de la Esma. Están vivos y radican en la provincia de Santa Fe. Lo cuidan muy bien. Los militares deciden liberar al primo de mi mujer y a mi hijo. A mi hijo lo lleva en brazos una detenida hasta la casa de mis suegros. Esta compañera, Larralde, sobreviviente, me cuenta que quien devuelve a mi hijo es el que en ese momento era el teniente Astiz (más tarde teniente Alfredo Astiz).
Me recluyen en la zona de altillos que llamaban capuchita, una habitación grande, con un tinaco al centro. Había una cantidad importante de detenidos de mucho tiempo atrás. Después supe que todos fueron trasladados; es decir, asesinados, arrojados al mar. Pude extraer muy pocos detalles de ellos. Supe que estaba Darío y un muchacho que llamaban Yacaré. Había un señor muy mayor, Mario, que lo habían secuestrado para tratar de capturar al hijo. Los mataron a todos.
Les aplicaban una inyección de pentotal, pentonaval, le decían, que sedaba a los prisioneros que eran cargados a los aviones y después arrojados al mar. Con este señor Mario practicaban a aplicarle la inyección con un dardo, en vez de aplicársela con jeringa. De cuando en cuando lo bajaban, le tiraban dardos, a ver cuánto tiempo le duraba la dormidera. Finalmente lo trasladaron, lo mataron.
En un piso más abajo, donde hay como 70 prisioneros, entre ellos mi mujer, permanezco meses, hasta que viene un suboficial de la Marina. Me llevan al sótano, nuevamente me atan a una cama, nuevamente me torturan y me preguntan por un automóvil de la empresa para la que trabajaba y que habían encontrado una copia de las llaves en mi casa. Lo querían para robarlo, simplemente.
Otro día me levantan la capucha y me ponen un pasaporte delante. Yo en ese tiempo era fotocromista, una especialidad dentro de la industria editorial. Me preguntan si yo podía hacer ese trabajo. A partir de ese momento me bajan a trabajar en una parte del sótano que llaman laboratorio. Había trabajo de esclavo que realizaban los presos durante el día, y de noche los regresaban a la capucha. Cuatro meses después liberan a mi mujer. A mí me tuvieron dos años más.
En el sótano elaboraba cédulas de identidad, tarjetas de identificación naval, credenciales de la policía federal, del Servicio de Inteligencia del Estado, pasaportes, tarjetas de circulación de automóviles, certificados de defunción o nacimiento. Ahí dentro nacía, vivía y moría en papeles cualquiera.
En el sector de falsificación de documentos, antes de que yo ingresara, se había hecho una credencial del SIDE, un organismo estatal independiente de las fuerzas armadas, para Ricardo Miguel Cavallo, que nunca había pertenecido al SIDE. Víctor Bazterra, un compañero con que estuve preso año y medio en el sótano, rescata y logra retirar de la Esma esa credencial.
Mi testimonio corrobora tres elementos contra Cavallo: primero, que él era responsable de un sector importante del Grupo de Tarea (GT) 3.3/2 de la Esma que se llamaba La Pecera, y como tal tiene responsabilidad en la toma de decisiones sobre la vida y la muerte de los prisioneros. Mi sector de trabajo era el sótano y Cavallo trabajaba en La Pecera en el cuarto o quinto pisos. Varias veces lo vi ahí, en su oficina de vidrios.
En una oportunidad, en el sótano, en el lugar contiguo al comedor donde comían los oficiales de menor grado, estaba yo viendo la televisión. Mirá vos lo que son las cosas, miraba al Chavo del ocho. Sabía que en el cuarto de al lado estaban torturando a alguien, porque a ratos la imagen de la pantalla se distorsionaba, por la descarga eléctrica. En esos momentos había caído una señora que tendría 40 o 50 años, Telma Jara de Cabezas, a quien estaban torturando para que delatara a su hijo.
Se ensañaron especialmente con esta mujer. En ese momento siento que en la pieza donde se torturaba, la puerta ?que era muy ancha y hacía retumbar los muros de cartón revestido de todo el sótano?, se abría. Inmediatamente después se abrió la puerta de la pieza donde estaba yo. Y entra un oficial, todo rojo, empapado, me grita "¡dame una Coca Cola! Esta vieja de mierda no quiere cantar". Y ¡bum! Cierra la puerta y se va. No hay la menor duda. Era Cavallo.
Otro día, en ese mismo sector, estoy acompañado de otros prisioneros. Se abre la puerta, entra Cavallo con una muchacha alta, encapuchada y esposada agarrada del brazo. Le quita violentamente la capucha y nos pregunta: ¿alguien la reconoce? Era irreconocible, tenía la cara deforme, destrozada, con sangre seca. Así fuera mi hermana, no la hubiera reconocido. Ninguno contesta y se la llevan. Más tarde supe que era Ana.
En 1981 me dicen que me voy a ir a mi casa. Ahí me controlan constantemente, tengo que reportarme, me citan y no puedo fallar. Así hasta 1983, en que decido fugarme con mi mujer y mis hijos hacia Brasil, y desde allí, asilado por la ONU, a Suecia, donde viví 12 años.
Soy Mario Enrique Fukman. Mi historia tiene elementos muy parecidos a las anteriores. La cabeza cubierta, la picana eléctrica, con una desesperación de no hablar, de no delatar a nadie. Los grilletes y los golpes. Seis meses permanezco ahí tirado. Ahí sos vos y tu capucha, nada más. Como el ciego, uno empieza a distinguir su entorno, sin verlo. A distinguir gente por los olores. Seis meses, con un pedazo de pan y una naranja al día, noche igual que mañana. Tres minutos para bañarse en la ducha. Cada mañana se escuchan las botas subiendo las escaleras. Llegan a la primera colchoneta y golpean al primero. Después al segundo. Y así a toda la hilera. Yo era el quinto. A veces en vez de patadas era con gomas elásticas en los testículos.
Había una compañera uruguaya, Teresa. A ella no la golpeaban. La violaban cada vez que iba al baño, invariablemente.
A los seis meses me bajan al sector de oficinas, me quitan la capucha y veo sentado a la mesa a Schilling, un teniente de navío, y a otro oficial joven a quien le dicen Marcelo, y me dicen que él va a ser mi encargado. En condiciones de servidumbre-trabajo en La Pecera, archivaba recortes de diarios y revistas. El responsable era Cavallo, que tenía colgada en su oficina -la segunda- una tela con la inscripción de uno de los generales franceses que habían llevado adelante la represión contra el pueblo argelino, que decía: "si uno quiere vencer a un pueblo, tiene que estar dispuesto a meter la mano en la mierda". Más o menos.
Del 20 de junio de 1979 hasta el día que me liberan, 18 de febrero de 1980, a Cavallo lo vi diariamente. Era un oficial de Inteligencia, uno de los dos grandes grupos que integraban la Esma. El otro era Operaciones, el que salía a secuestrar. Inteligencia se encargaba de los interrogatorios, la tortura y reunir los datos así obtenidos. Lo que no impedía que Cavallo saliera alguna vez a secuestrar, porque un oficial de Inteligencia siempre iba en el grupo operativo.
Cuando la Comisión Interamericana de Derechos Humanos hizo una verificación en Buenos Aires, trasladaron a los presos de la Esma a una finca que se llamaba El Silencio, en la isla del Tigre, en el delta del río, cerca de Cachiminí. Para ocultarnos. Era una plantación maderera que los militares comercializaban. Los presos éramos sus esclavos. Se ensañaban particularmente con un muchacho grande y corpulento, El Topo Sáenz. Gran parte de su familia fue exterminada. El fue arrojado al mar. La decisión la tomó Cavallo.
Estando en La Pecera, un día Cavallo me trae para archivar un cassette y su transcripción. Era una conversación con un oficial del centro piloto de la Armada en París, en el que comentaban que una diplomática argentina en Suecia, Elena Holmberg, estaba coqueteando con Anchorena, el embajador, que era del Ejército. La consideraban peligrosa y había que tomar medidas. La llaman a Buenos Aires y al poco tiempo aparece muerta en el río de la Plata. También me da, personalmente, una carpeta con datos de las monjas francesas que Astiz secuestra en la iglesia Santa Cruz y que desaparecen. Y más: para fotocopiar me da material fotográfico de la casa donde fue secuestrado Raymundo Villaflor, fotos de él mismo dentro de la Esma. Por tanto, Cavallo es responsable del asesinato de Villaflor en la tortura. Y de todo los mencionados.
Quince meses después me llaman y me dicen: Cachito, te vas. Meses después Cavallo pasó a mi casa a tomar café. ¿Podés creerlo? Y hace unos meses, tomando mate en mi casa de Buenos Aires, hojeando el diario El Clarín, me topo con su cara nuevamente. Era él, sin asomo de duda. Había sido detenido en Cancún. Veinte años después.
Soy Cristina Muro de Ciapollini. El 26 de febrero de 1975 mi marido se va y no regresa. Yo había parido a mi hijo menor cinco días antes. A las 3, 4 de la tarde, termino de darle pecho a mi bebé, me acomodo el camisón y escucho una voz atrás de mí que me dice: quieta, arriba las manos. Era un hombre muy blanco, rubio, alto: Cavallo; era claro que era el jefe del operativo. Cuando digo mi nombre se da vuelta y dice: "es acá, procedan". Un montón de uniformados entran, me tiran al piso y boca abajo me pisan. El jefe me dice: "tenemos a tu marido". Me patean en la entrepierna y me hacen saltar los puntos del parto. De pronto veo que uno tiene a mi bebé de los piecitos cabeza abajo, con la pistola en la boca. Era para que me callara. Al final se van, dejando todo roto, tirado, revuelto. Entonces me doy cuenta que tengo el camisón ensangrentado, roto. Y el bebé tirado en el piso.
Después, a pesar del miedo, tuve que salir a buscar a mi marido. Y hasta la fecha sigo buscándolo. Cuando Ana Testa hace un documental sobre la represión, ya después de la dictadura, veo ahí una foto de Cavallo, en el auditorio de la Facultad de Ciencias Sociales. No me pude controlar, empecé a gritar. Me tuve que salir del cine. Finalmente me entero que mi marido había caído en la Esma y que el hombre que ese día entró en mi habitación y me dijo que mi marido había caído es Ricardo Miguel Cavallo.
Me falta saber la verdad. Cavallo me tiene que decir qué le hizo a mi marido y qué hicieron con sus restos. Me parece perfecto que haga uso de sus derechos constitucionales, que agote todas las instancias de amparo. Sin embargo, esperamos que una vez agotadas estas instancias comparezca, al fin, ante un tribunal. Porque nadie puede convivir con los genocidas.
Organigrama que operó en la Esma durante la dictadura militar argentina, según la reconstrucción de hechos que realizaron sobrevivientes