JUEVES Ť 14 Ť JUNIO Ť 2001
Olga Harmony
Salón de belleza
Antes de entrar en materia deseo expresar mis mejores deseos para la nueva escuela actoral de la empresa Argos, bajo la dirección de Ignacio Flores de la Lama, quien tan buen resultado obtuvo al frente del CAEN tijuanense. Se dijo, y espero que así sea, que a diferencia de otras escuelas de origen televisivo -ahora que Argos cuenta con la concesión de un canal que todavía no echa a andar- en ésta se pretende formar actores que puedan enfrentar los lenguajes del teatro, el cine y la televisión sin que necesariamente sea este medio el único que se utilice. Y aunque está muy lejos de mi ánimo hacer publicidad a una escuela privada, no puedo menos que expresar mis parabienes a todo centro de formación teatral que pueda existir entre nosotros. Pasemos al tema de mi artículo.
Las dificultades para trasladar un texto literario (sobre todo uno con las complejidades y resonancias de la pequeña novela de Mario Bellatin) al lenguaje escénico no siempre son sorteadas por los encargados de la dramaturgia. Este es uno de esos casos. Israel Cortés, al frente de su grupo Circo Raus, ha dado muchas pruebas de que el quehacer dramatúrgico no es su fuerte, lo que incluye su gran éxito Erótica de fin de circo que presentaba imágenes de indudable belleza pero que poco se sostenía en la teatralidad. En Salón de belleza ni siquiera se ofrecen esas imágenes.
La novela de Bellatin, con ese salón convertido en una especie de moridero medieval, encerrado y asfixiante, en indudable decadencia, habla de una epidemia de la que no se dan mayores datos pero que nos hace pensar irremediablemente en el sida, tratada la terrible enfermedad en un tono que recuerda, también, las pestes medievales que devastaban poblaciones enteras. El autor hace un parangón con la destruida belleza de los acuarios que en un tiempo adornaron su salón y va logrando un inquietante paralelismo entre peces moribundos y hombres infestados, al tiempo que el narrador entrevera algunos recuerdos de sus correrías nocturnas como travesti.
Israel Cortés divide al narrador-dueño en tres personajes que son también el dueño, pero que pueden ser los otros peluqueros ya fallecidos. Los tres recitan murmurando partes de la novela, pero el moridero y la epidemia quedan en segundo plano, casi se suprimen. En paredes transparentes se ven a los actores en el baño de vapor, casi como peces en un acuario -en el único acierto junto al vestuario diseñado por Marina Meza- que es uno de los lugares que frecuentaba el narrador en sus correrías nocturnas. Y aquí viene una absurda traslación de significados. El baño de vapor era propiedad de un japonés. Entonces, el joven que aparece en la silla de la peluquería y al que se ha estado haciendo un tratamiento de belleza -lo que es un añadido escénico al texto literario- termina por ser convertido en una geisha: la relación es tan lejana, que apenas se entiende, excepto por un cierto afán efectista que permea toda la escenificación.
La traslación automática de elementos de un medio a otro se torna harto confusa. Se trata de uno de esos montajes que no se sostienen por sí mismos como un hecho teatral, sino que hay que conocer previamente la novela de Bellatin -lo que no está de más, porque es muy interesante- para lograr percibir algo de lo que está ocurriendo en escena, en primer lugar la enfermiza caracterización de los actores.
En mi artículo anterior hablaba de una obra traicionada al convertirse en espectáculo populachero. Ahora habría que hablar de otra traición en aras de una snob exquisitez.