JUEVES Ť 14 Ť JUNIO Ť 2001

Armando Bartra

Megaplanes y utopías

Los proyectos gubernamentales para el sur combinan demagogia, contrainsurgencia y llamados a una nueva colonización, y su ideología se balconea desde la torpeza en nombrarlos. La iniciativa que el Presidente de México bautizó Plan Puebla-Panamá (PPP), por ejemplo, debiera llamarse México-Panamá, o en todo caso Puebla-Darién, pues esta última es la provincia más sureña de Panamá; a menos que el señor Fox suponga que el estatuto de los países centroamericanos es el mismo que el de los estados de la República Mexicana. En cuanto a la porción mexicana del proyecto, la consigna que lo promueve no puede ser más reveladora. Proclamar la marcha al sur-sureste es sugerir que los guerrerenses y oaxaqueños se tiren al mar y los chiapanecos y tabasqueños se vayan a Guatemala, aunque más bien es un cínico llamado a que los norteños organicen la nueva colonización del trópico. Y la designación está norteada hasta en las latitudes, pues cuando el proyecto habla del sureste obviamente busca incluir la península de Yucatán, pero resulta que los habitantes de Mérida son unos 150 kilómetros más norteños que los chilangos, y aunque le duela al Presidente, el estado de Yucatán es tan centro-norte como el de Guanajuato.

Denominaciones y consignas aparte, las intenciones del PPP han comenzado a cobrar forma, sobre todo en lo tocante a su porción mexicana. El llamado Documento Base es una suma de estadísticas y vaguedades, pero en entrevista publicada el 16 de abril de 2001, Florencio Salazar, responsable del programa, trasluce sus verdaderos motivos: "...no podemos tener una región tan atrasada que tarde o temprano represente un amago serio a la integración nacional... Quien está... abandonado, no tiene por qué sentir una adhesión al país... No debe haber motivo alguno para que alguien no se sienta suficientemente mexicano". Es decir, que los norteños del "verdadero" México temen que los del llamado sur-sureste no tengan "adhesión al país", les preocupa que el suriano "no se sienta suficientemente mexicano". Sin duda el regionalismo discriminador de raigambre panista es contagioso, pues en boca de un guerrerense, los norteños secuestradores de la patria le tienden un lazo a los sudacas, no sea que se les ocurra "algún amago serio a la integración nacional".

Otro prejuicio subyacente en el PPP y el PSS, es el de ver en la convención geográfica que nos divide en una porción norteña y una sureña, la expresión de un dualismo socioeconómico y hasta civilizatorio que fractura la nación entre los ganadores de arriba y los perdedores de abajo. Así, en la ceremonia de presentación del gabinete de Vicente Fox, Florencio Salazar dijo: "una simple mirada de lo que somos, evidencia dos Méxicos: el que mira, y participa, de Estados Unidos, y el que está atado a su atraso, junto con nuestros vecinos del sur".

Debatir en serio estos planes es definir el perfil de la nación. En un sentido profundo, no puramente geográfico, todo México es sur, y su identidad cultural gravita sobre la porción equinoccial del territorio. La articulación nacional no puede consistir, como el viejo indigenismo, en una pretendida integración del sur demorado y marginal, a la presunta modernidad norteña. Ni tampoco a la inversa. Necesitamos una integración en la que de verdad quepamos todos en plano de igualdad, una integración económica, pero también social y cultural. Y con base en ella habremos de profundizar nuestra inserción en el mundo. Sin olvidar que nuestras iniciativas estratégicas debieran privilegiar el sur sobre el norte; promover alianzas con nuestros pares en vistas a fortalecer la posición sureña en el asimétrico y norteado concierto de las naciones. No propongo renunciar a los acuerdos con países y bloques más desarrollados, cancelando los tratados comerciales con Norteamérica y con la Unión Europea. Afirmo, sí, que en los convenios debemos asumir nuestra condición sureña y negociar el reconocimiento de las asimetrías. No hacerlo condujo a que el TLCAN fuera profundamente injusto, al no prever -como sí lo hicieron los constructores de la Europa unida- tratamientos, recursos y acciones destinados a reducir la disparidad, promoviendo el desarrollo del socio más débil. Pero el problema de fondo es que los tratados comerciales no son más que las patentes de corso que demanda el gran capital, cartas magnas supranacionales repletas de garantías para los inversionistas, pero omisas en cuanto a los derechos laborales, migratorios y ambientales. Sólo la presión desde abajo puede incorporar la agenda social en los convenios mercantiles, y mientras esto no suceda, los programas nacionales o multinacionales que se encuadran dentro de los convenios serán simples subastas de nuestros recursos humanos y naturales, llamados a una nueva colonización, tan salvaje como las anteriores.

Ante el PPP no basta resistir, y en este caso la simple oposición me parece una estrategia contraproducente. Sin duda es necesario cuestionar, develar las perversas intenciones más o menos ocultas, criticar paradigmas; pero lo fundamental es tomar la iniciativa proponiendo opciones. Porque en el sur las cosas no están como para preservarlas. El cambio es indispensable, urgente, de vida o muerte, y si al que anuncian los gobiernos no contraponemos otro, la nueva colonización se impondrá, pues muchas comunidades piensan que no pueden estar peor que como están.

Los apabullantes análisis de la nueva y amenazante colonización, que sin darse cuenta terminan diagnosticándonos cáncer terminal, resultan útiles para la denuncia amplia, pero entre los afectados generan pasmo y son contraindicados. Para empezar porque los surianos no somos pacientes sino actuantes, y también porque en este caso las metástasis depredadoras son controlables y quizá reversibles. En la lucha contra las nuevas oleadas de modernidad salvaje debe evitarse el neoluddismo; una rebelión ante el colonialismo bárbaro del nuevo milenio tan justificada como la de los seguidores del mítico capitán Ludd contra el régimen fabril, pero menos potente que aquélla, pues los tundemáquinas ingleses tenían amplio respaldo social y los globalifóbicos corremos el riesgo de no adquirirlo -o de perderlo entre los más pobres-, si a los males del presente sólo añadimos la denuncia de los males aun peores del porvenir. Y es que en el sur la expoliadora renovación tecnológica y social no amenaza artesanos acomodados, como los ingleses de los siglos XVIII y XIX, sino a los más orillados y escarnecidos del siglo XX y XXI, comunidades que en el orden material no tienen nada que defender más que su marginación. Si ellos no se incorporan activamente a la resistencia, corremos el riesgo de que la rebelión corra por cuenta de una capa de la "sociedad civil" muy enérgica, aunque también muy delgada, los reactivos pero inestables radicales libres. Sin duda hay que impedir, por ejemplo, que en los corredores de maquila se instaure un orden tan inhumano y ecocida como el régimen fabril inglés del XIX. Pero también hay que evitar que la clausura de una planta explotadora y contaminante agrave aún más las dolencias laborales de quienes ahí encontraban trabajo. Hay que proponer, pues; plantear valores, criterios y métodos distintos a los del desarrollismo neoliberal. Y los conceptos alternativos pueden y deben respaldarse con experiencias en curso, modos diferentes de hacer las cosas que están demostrando su viabilidad.

En esta perspectiva, el Proyecto Panamá-México de los pobres deberá transitar sobre dos rieles: el autogobierno regional, dramatizado por la autonomía de los pueblos indios, pero generalizable al conjunto de la población; y la autogestión socioeconómica, encarnada en organizadores de pequeños productores del sur -proverbialmente las de los cafetaleros-, pero que puede abarcar el conjunto de la vida económica local. Democracia extendida que incluye trascendiéndola a la electoral representativa y economía moral que reconociendo la lógica del mercado la subordina a fines humanos.

La democracia radical y la economía del sujeto son alternativas que vienen del sur. No por algún privilegio ontológico de los trópicos o virtud intrínseca de las viejas civilizaciones equinocciales, sino porque ahí se concentran el despotismo y la injusticia; porque en el orden bárbaro de la periferia inventar opciones solidarias es de vida o muerte. Y las alternativas surianas no son ocurrencia de última hora, se han venido gestando en décadas de forcejeo social. El movimiento rural del último tercio del siglo XX recorre tres etapas claramente diferenciadas: durante los setenta renace y cobra fuerza la lucha por la tierra, maniatada durante más de 40 años por la interminable reforma agraria mexicana; en los ochenta se despliega la economía asociativa autogestionaria de los campesinos; en los noventa se desata la insurgencia ciudadana por la democratización de los gobiernos locales, cuyo núcleo es el movimiento por los derechos autonómicos de los pueblos indios. Vertientes que se despliegan en sucesión, pero también se traslapan como secciones de un catalejo: en el centro del trajín rural la ancestral lucha por que la tierra sea un bien colectivo al que se accede por el trabajo, sobre ella el combate autogestionario por reducir la asimetría de la producción campesina respecto de la economía global, y envolviéndolas la reivindicación de la autonomía política, entendida como libre determinación india, pero también como democratización de todos los gobiernos locales. O, para resumirlo en tres palabras que pudo haber usado Zapata: tierra, equidad y libertades.