domingo Ť 10 Ť junio Ť 2001

José Agustín Ortiz Pinchetti

Jaime González Graf

Las cosas que voy a escribir ahora son de las que me hubieran gustado decirle en persona a Jaime González Graf, muerto el miércoles pasado después de una lucha encarnizada contra la enfermedad voraz que duró año y medio.

Me mueve a escribir esta nota el haber percibido claramente la presencia de Jaime después de su muerte. No se trata de un fantasma. Es algo muy sutil. Se parece a la visión oblicua que tenemos cuando en un lugar intuimos la presencia de un amigo íntimo al que no alcanzamos a ver. Mis amigos ateos dirán que es una ilusión, un desplazamiento psicológico por el dolor de la muerte de mi amigo. Los católicos pensarán que Jaime está demasiado ocupado en preparar las cuentas que va a rendir al creador judiciario para ponerse a hacer "presencias" con sus amigos. Mi experiencia es intransferible pero muy clara. Se ha repetido en la muerte de tres amigos cercanos.

Recupero con facilidad la imagen de Jaime flaco, alto con el pelo y la barba gris muy revueltos. Con sus lentes y una sonrisa clara e infantil encantadora. Resulta inevitable asociarlo con Don Quijote. Fumaba puros e inventó una caja de plástico con un humidificador rudimentario para preservarlos. Era un futurólogo. Le gustaba prever el devenir nacional. Nos pasábamos horas fumando puros y tomando cerveza e inventando lo que sucedería. A veces discrepábamos y alguna vez hicimos apuestas que luego se negó a pagarme. Sus profecías sobre los tapados fueron correctas, pero sus vaticinios sobre la recuperación económica del país resultaron demasiado optimistas.

Era un ingeniero humanista, politólogo y sociólogo con planteamientos rectilíneos. Casi nunca lo veía agitado. Pero sí lo percibía en un estrés permanente. Trabajaba en exceso, en un activismo que cubría todos los días de la semana. Fundó y sostuvo el Instituto Mexicano de Estudios Políticos. Explicaba cómo andábamos en una carta semanal que enviaba a sus selectos suscriptores. Cada año al día siguiente del Informe presidencial presentaba una síntesis de la vida pública de México. Produjo numerosos libros sobre los escenarios de la política. Participó en programas de radio y adquirió fama en la "Mesa Política" de Monitor en Radio Red. Escribía una columna dominical en El Universal. Trabajaba como consejero ciudadano en el Instituto Electoral del Estado de México donde tuvo una participación relevante. Los fines de semana vigilaba la salud de su rancho, finca que cumplió hace poco 100 años dentro del patrimonio de la misma familia. No era una casa de descanso, se empleó con esfuerzo inaudito para sacarla adelante ahí en una época en que las autoridades parecían conspirar para arruinar la economía agrícola de México. Lo que (habrá que reconocerles) lograron en sexenios.

Amaba los bosques, estudió la economía forestal y obtuvo un premio en ese tema. Su melodía favorita era una cantata a los bosques de Shostakovich. Su análisis político estaba teñido por sus experiencias agrícolas. De ahí, quizás, su originalidad y perspicacia. Recordemos que el contacto con los ciclos y la vida del campo afinan el instinto político. Jaime tomaba el pulso al otro México conversando con los campesinos.

Aunque él mismo era empresario y los empresarios lo conocían y escuchaban como a ningún otro experto, fue muy crítico respecto del neoliberalismo. En realidad era muy progresista en los temas políticos y sociales.

¿De dónde sacó tanta energía para hacer tantas cosas? La fuente estaba en sus convicciones religiosas, era un católico practicante y leal aunque muy crítico. Un día comentó a un cardenal arzobispo primado de México que era su amigo, la trágica incongruencia de que para ser buen cristiano muchos debían dejar de ser católicos. El cardenal lo acusó de hereje y lo previno de que podían excomulgarlo. Jaime le contestó con una sonrisa.

Muchos activistas que han luchado por la democracia y que ahora luchan contra la discriminación y la desigualdad tienen un aliento cristiano. Muchos de ellos fueron educados en ese catolicismo criollo telebrista, que satura a la gente de culpa y que tiene respuestas muy conservadoras y a veces absurdas. Pero como sea hay en ellos un cristianismo esencial saturado de pasión que contiene una enérgica demanda de justicia y no para la otra vida, sino aquí y ahora.

El elemento de la personalidad de Jaime que lo hacía profundamente respetable en todos los ámbitos y que hoy lo hace inolvidable (como apunta Adolfo Aguilar Zinser) fue su carácter virtuoso. Una integridad de ánimo y vida que se convierte en hábitos indestructibles y genera acciones que se "ordenan a la bienaventuranza". En Jaime su carácter virtuoso era viril e indomable, en abierta contradicción con el cinismo individualista que parece ser espíritu de esta época y que se ha impuesto hasta convertirse en la medida de todas las cosas. La vida de Jaime resplandece ejemplar en un panorama de decadencia ética y de pérdida de sentido de la existencia colectiva.
 
 

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