JUEVES Ť 7 Ť JUNIO Ť 2001

Olga Harmony

Máscaras contra cabelleras

En principio, la idea de llevar un texto dramático serio a un teatro de revista, con los ajustes que requiere este género, resultaba muy atractiva por la posibilidad de acercar a un público diferente al fenómeno teatral. El montaje que hiciera en 1985 la Compañía Teatral de la Universidad Veracruzana, bajo la dirección de Enrique Pineda y con la escenografía y el extraordinario vestuario diseñado por Ernesto Bautista (qepd), ha quedado en la memoria de cuantos lo vimos; en ese momento yo escribí que el propósito del autor era una especie de Auto Sacramental en que se equiparaba a la lucha libre -''bien contra mal"- y la lucha sindical con la Pasión de Jesús, lo que en lectura posterior (Teatro del delito. Editores Mexicanos Unidos, 1985) resultaba todavía más evidente por ciertas acotaciones de Víctor Hugo Rascón Banda. Es un texto que se sostiene por sí mismo y, por ende, volverlo a ver bajo otra mirada estilística era una razón más para acudir al Teatro Blanquita a presenciar no ya a actores que luchaban, como en su primera versión, sino con luchadores que actuaban con toda la parafernalia que mi ingenua imaginación concede al teatro de revista.

Por desgracia, lo que se puede ver en esta versión dirigida por Benjamín Cann carece de brillo, de sustancia y de autenticidad. Los que conocíamos la obra estábamos dispuestos a presenciar malas actuaciones de los luchadores y un sinfín de ''morcillas" por parte de los imprescindibles cómicos. Pero esperábamos que a cambio se nos ofreciera algo fresco y diferente y que se lograra un encuentro genuino entre el público habitual de este teatro y la obra de un dramaturgo mexicano que corre esos riesgos en un muy legítimo afán de llegar a una gama de espectadores muy amplia.

Tal encuentro jamás se llegó a dar. La obra original quedó de tal modo mutilada que nunca se pudo ver, al extremo que la visita de las mujeres al sepulcro, al Semefo, y la desaparición del cuerpo del luchador Apolo -aquí convertido en Latin Lover- no se llega a entender, y si es aceptada por un público ingenuo es porque todo se convirtió en un gran relajo. Me equivoco: un relajo es algo divertido. Debería haber escrito que porque a nadie le importa nada de lo que ocurre en escena, empezando por el director (y si Benjamín Cann siente que condescendió a ocuparse del género, mejor lo hubiera rechazado para seguir dirigiendo óperas), siguiendo con los actores -se salva el borrachín que irrumpe y cuyo nombre ignoro- y siguiendo con la pésima escenografía de Félida Medina y la Ƒcoreografía? de Carlos de la Torre que logra volver aburrido el momento estelar de la lucha, esta vez con luchadores de verdad, aunque Latin Lover más parece, por sus movimientos, un muchacho chippendale que un luchador de verdad.

Para romper la monotonía y que nadie vaya a pensar que algo va en serio, tres cómicos -César Bono ''la Golondrina salvaje", Maribel Fernández ''La Pelangocha" y Roberto ''Flaco" Guzmán como invitado especial y que interviene poco- se distribuyen entre el público como si fueran parte de él para dialogar rutinas viejas y gastadas y, sobre todo, homófobas. De nada sirve la escenita lacrimógena en que el afeminado Bono recuerda a su madre muerta, la única que lo aceptaba como era, la homofobia está allí, para disfrute de un público que se solaza con ella, como lo hace con los conocidos albures y las escenas sexuales.

Pienso que es un abuso que el engendro lleve el nombre y el crédito de la obra de Rascón Banda.