jueves Ť 7 Ť junio Ť 2001

Adolfo Sánchez Rebolledo

Guerrilla urbana. Silencio e impunidad

Todavía no tenemos a la mano una historia fiable de la guerrilla urbana de los años setenta en México. El único ensayo de conjunto sobre ese periodo lo escribió Gustavo Hirales en 1978 bajo el titulo evocador de La guerra secreta en México, y aunque abundan los artículos y reportajes periodísticos posteriores, lo cierto es que ese capítulo de nuestra historia reciente se ha investigado muy poco, fuera de los trabajos de Carlos Montemayor y otros estudiosos que se refieren fundamentalmente a la guerrilla rural en Guerrero y Chiapas.

Existe un centro de estudios creado ex profeso por antiguos militantes del movimiento armado con el fin de reunir, ordenar y digitalizar todos los documentos y testimonios de esa época, pero hasta ahora los resultados consultables, a pesar de sus esfuerzos, son más bien magros. En cuanto a los archivos oficiales más importantes, sobre todo los relacionados con la "guerra sucia" realizada por diversos cuerpos de seguridad, aún siguen resguardados por el secreto de Estado que a más de treinta años protege la impunidad e impide conocer la verdad sobre los hechos.

En vez del balance histórico necesario, tenemos una mitología que no aclara las circunstancias que llevaron a miles de hombres y mujeres a las armas y, más tarde, al infierno de la represión. Se ignora casi todo sobre la naturaleza y las características de los grupos armados, sobre sus concepciones y diferencias políticas e ideológicas, que no fueron pocas, y se desconocen sus acciones militares --"expropiaciones", secuestros, propaganda armada y "hostigamientos" contra las fuerzas del orden-- que marcaron con su huella todo el periodo.

Sin embargo, lo más grave es que a estas alturas todavía no existe un informe oficial sobre las actividades de la tristemente célebre Brigada Blanca, organizada y dirigida personalmente por Miguel Nassar Haro, quien ha sido reiteradamente señalado como el responsable directo de las torturas y desapariciones de cientos de activistas y ciudadanos sospechosos de mantener vínculos con los grupos armados durante los años setenta. Parece innecesario recordar que el gobierno de la República en funciones tiene la oportunidad única de saldar cuentas con esa historia abriendo los archivos a su cargo.

No obstante, gracias a la labor de las organizaciones pioneras de los derechos humanos, disponemos hoy de numerosos testimonios sobre las atrocidades cometidas por los cuerpos de seguridad contra los infortunados que caían en sus manos, pero ignoramos cuál fue el paradero de cientos de personas desaparecidas. Más de 500 expedientes integrados pacientemente por Eureka, la organización que encabeza Rosario Ibarra de Piedra, dan cuenta de la verdadera dimensión del problema y confirman la naturaleza ilegal y genocida de las desapariciones forzadas en México.

Tampoco el Ejército ha ofrecido la explicación que se requiere sobre las diversas campañas realizadas en Guerrero, las cuales dejaron un rastro de violencia que aún no se olvida. Resulta una paradoja cruel que los generales Acosta Chaparro y Quirós Hermosillo, cuyas manos se mancharon de sangre en defensa del Estado, sufran ahora la acción de la justicia por actividades relacionadas con el narcotráfico, pero no por aquellos crímenes.

Ante esos hechos, numerosos ciudadanos han pedido al gobierno la integración de una Comisión de la Verdad que garantice la completa investigación de todo ese capítulo oscuro de nuestra historia. Un grupo de ex guerrilleros de la Liga Comunista 23 de Septiembre ha planteado la necesidad de "enjuiciar a los criminales de guerra responsables de tortura, asesinato, 'desaparición' de revolucionarios y demócratas, durante la llamada guerra secreta o guerra sucia del gobierno contra la sociedad mexicana, desde los años sesenta a la fecha", así como la indemnización a "los damnificados de guerra".

La cuestión es si esta investigación corresponde a una comisión ad hoc o son los órganos jurisdiccionales del Estado los que, en todo caso, debían ocuparse de todos los delitos que, al menos en el derecho internacional, no prescriben. Si la democracia exige la consolidación del estado de derecho, la restauración de la verdad histórica es la base moral para enfrentar el pasado sin ánimo de revancha. La guerra sucia de los años setenta no debe ni puede quedar en el olvido porque sacraliza la impunidad. Pero recordarla exige decisión, madurez y responsabilidad.