MARTES Ť 5 Ť JUNIO Ť 2001
Quinn, el rostro de mil caras
Javier González Rubio Iribarren
Anthony Quinn fue, sin duda, uno de los rostros más reconocibles del cine. No había nadie que se le pareciera, y tres generaciones, por lo menos, lo vieron en buena forma en cantidad de superproducciones. Además, se hacía notar porque era un actor sobreactuado, pero quizá esa era su característica más valiosa para nunca pasar inadvertido. Nunca fue un ídolo ni era una garantía por sí solo para la taquilla, pero la gente disfrutaba viéndolo excepto, claro, los críticos exquisitos.
Quiso, en la vida real, ser también un personaje. Por eso se casó tres veces y tuvo hijos por aquí y por allá, seis en matrimonios y la otra en andanzas. Tiene el récord de haber sido padre, abuelo y bisabuelo en el mismo mes. Y no ha habido actor que haya trabajado con más directores que él, desde Fellini hasta Alfonso Arau.
Hiperactivo, cuando vio descender su fama, se dedicó a pintar y a escribir. Hizo dos libros, el más exitoso de ellos fue El pecado original, una feliz autobiografía de un hombre que se justifica a sí mismo y cuenta lo que el lector quiere, además de despilfarrar vanidad. Si su capacidad de seducción machista lo llevó a conquistar a la hija adoptiva de Cecil B. De Mille, a ese papel se apegó toda su vida real y ficticia.
Su mayor desgracia fue perder un hijo que a la edad de 3 años se ahogó en la piscina del trágico comediante W.C. Fields. La segunda fue haber hecho algunas películas tan malas como Los hijos de Sánchez, de Hal Bartlett, con lo que quedaba de Dolores del Río y una actriz en plenitud de su mediocridad: Lucía Méndez.
Dos fueron sus papeles magistrales: como Zorba el griego en la versión fílmica de la exultante novela de Nikos Kazantzakis, dirigida por Michael Cacoyannis, en la que contagia vida y esperanza a un parsimonioso y tímido inglés, interpretado por un Alan Bates excelente. Después de ver la película, todo el mundo quería bailar como Alexis Zorba Quinn, y qué más hubiera querido cada espectador que alcanzar esa idea de libertad incondicional, de amor a la vida, que el personaje transmitía. Pero ya había sido griego antes, en Los Cañones de Navarone, una superproducción de acción en la que compartió créditos con Gregory Peck y el insufrible David Niven. Años más tarde, lo volvería a ser al protagonizar una de sus mejores películas y menos famosas Sueño de reyes, dirigida por Daniel Mann: la historia de un griego de Chicago, Andrea Stavros, sin oficio ni beneficio, vividor y consejero sentimental, que tiene un hijo enfermo y tiene la certeza de que si logra llevarlo a Grecia se curará. A pesar del tema melodramático, la película se sostiene gracias precisamente al personaje de Quinn, orgulloso, vital y amoroso.
Trabajó con algunos de los más grandes directores de cine: Howard Hawks, George Cukor, Elia Kazan, que lo llevó a ganarse un Oscar por su interpretación de Eufemio, en šViva Zapataš, David Lean y Federico Fellini, quien le dio el otro papel más importante de su vida: Zampanó en La strada, pareja perfecta de la actriz, Julieta Massina, en el papel de la dulce Gelsomina. Esta es una película que no admite calificativos. Con mucho una de las mejores de Fellini, se convirtió en un emblema de la tragedia de los sueños, del hundimiento en la mediocridad, de la fuerza de quienes aman la vida y de quienes apenas la soportan porque no les queda de otra.
Ningún actor tuvo un rostro tan multifacético y por ello ninguno interpretó tantos papeles tan disímbolos. Fue el gran jefe Crazy Horse en Murieron con las botas puestas, la visión idílica de Hollywood a la gran derrota que sufrió el general Custer -Errol Flynn- en su afán de exterminar con los indios. Y ni quien dudara que era el papa en Las sandalias del pescador, basada en la novela de Morris West. Y si había sido el sumo pontífice, pues pudo hacer un muy creíble Barrabás, en la película del mismo nombre, dirigida por Richard Fleischer, que a pesar de su gran reparto -incluía a Ernest Borgninne, Vittorio Gasmann y Katy Jurado- no logró alcanzar la profundidad moral de la novela original de Par Lagerkvist. Pero Quinn fue también el violento y leal sheik de Lawrence de Arabia, un boxeador de peso completo, Kublai Kahn, un bucanero, un guerrillero filipino para que se luciera John Wayne, un jefe mafioso en El don ha muerto, un intento torpe por aprovechar el éxito de El Padrino. Y hasta el Quasimodo de una hermosísima Gina Lollobrigida. Y si había sido tantas veces un griego pobre, también le tocó hacerla de griego rico al interpretar a Aristóteles Onnasis en El gran magnate.
Los directores apenas podían controlarlo, pero cuando lo lograban, sacaban lo mejor de él y entonces sí actuaba de maravilla, malo cuando él era más fuerte que el director y se empeñaba en gesticular y manotear y alzar la voz y soltar sus carcajadas.
En la infinidad de papeles que protagonizó, nunca fue el héroe romántico que se queda con la chica, lo que también le sucedió siempre a su amiga Katy Jurado, siempre en el papel de la mala. Pero en la vida real tuvo muchas mujeres y se ufanaba de ellas. Su hijo más pequeño estará por cumplir siete años. Amaba a la familia y todo lo que había fuera de ella. Le gustaba comer y beber bien y una operación de corazón hace 10 años no lo venció.