martes Ť 5 Ť junio Ť 2001

Luis Hernández Navarro

Maíz Frankenstein

En 1998 Sanidad Vegetal acordó suspender la experimentación con cultivos de maíz transgénico en el campo mexicano. La medida no fue del agrado de las grandes empresas productoras de semillas, pues afectó sus intereses. Desde entonces han querido echarla para atrás, y rápido.

En el marco del primer Foro Trinacional sobre Biotecnología en la Agricultura, realizado en Guadalajara la semana pasada, José Luis Solleiro, director de AgroBio México, señaló que abriga "la esperanza de que en un par de años estemos en condiciones de hacer por lo menos siembras experimentales de maíz modificado genéticamente" y en tres más tener extensiones comerciales en el país.

Su opinión dista de ser desinteresada. No busca preparar la agricultura de nuestro país para enfrentar retos como la desertificación, sino abrir un mercado, hasta ahora está cerrado, sin importar costos ambientales y sanitarios que se deba pagar por ello.

AgroBio México es una asociación civil de las grandes empresas que controlan la producción mundial de semillas transgénicas: Novartis, Monsanto, Savia, Aventis y Dupont. Funciona como un grupo de cabildeo a favor de la agricultura genéticamente modificada. Estas compañías controlan 75 por ciento de las patentes agrobioteconológicas en el mundo.

De paso, se trata de resolverle un grave problema a Estados Unidos, donde los cultivos genéticamente modificados se han desarrollado aceleradamente y sin las regulaciones adecuadas. Pero se ha topado con un obstáculo: no puede colocar su producción excedente. Sus principales socios comerciales, Europa y Japón, cerraron sus mercados o han puesto condiciones muy difíciles de cumplir.

La Unión Europea prohibió las importaciones de soya y maíz transgénicos hasta que se legisle sobre el tema. Se trata de una moratoria de facto. Japón exige que se etiquete y especifique la naturaleza del producto. En las condiciones actuales de la producción estadunidense esto implica comenzar de nuevo. Hacerlo es complicado y costoso.

En ambas partes del mundo existen fuertes movimientos rurales y de consumidores en contra del uso y consumo de semillas genéticamente modificadas. En Europa, la crisis de las vacas locas ha sensibilizado a la población sobre los riesgos para la salud humana de transgredir las reglas de la naturaleza sin más fin que obtener ganancias privadas.

México y América Latina son los nuevos mercados donde Estados Unidos puede colocar su producción excedente. En las 5 millones de toneladas de maíz que nuestro país importa cada año de su vecino entra regularmente grano genéticamente modificado para su consumo, aunque no para utilizarse como semillas. El Imperio no quiere toparse con sorpresas desagradables.

Entre 1995 y 1998 se permitieron cultivos experimentales con maíz transgénico en el campo mexicano. Se trataba de ensayos inofensivos en la medida en que se realizaban en superficies de 50 metros cuadrados y sólo se permitía crecer a las plantas hasta las seis hojas, es decir, se impedía su maduración. Su objetivo era evaluar la resistencia de la gramínea a los insectos, y medir los efectos de asociación del maíz con el teocintle.

A fines de 1998 y 1999 Sanidad Vegetal decidió, en parte por las opiniones de la sociedad de agrónomos, que las siembras de maíz transgénico tenían riesgos y que era necesario esperar para decidir sobre su futuro. Durante 1999 no aceptó solicitudes de experimentación en campo. Se estableció así una moratoria de facto. Desde entonces, el único cultivo de maíz genéticamente modificado que se autoriza es el destinado a la investigación en ciencia básica realizado en laboratorio y en invernadero biocontenido (con grandes medidas de seguridad).

Las grandes empresas agroalimentarias justifican el uso de transgénicos bajo la bandera de la lucha contra el hambre y la producción de alimentos. En los hechos, lo que quieren es legitimar el avance de los intereses privados sobre los públicos. Las bondades que pregonan son inexistentes. Su verdadera intención es producir variedades comerciales más resistentes a herbicidas, insectos y virus, no producir más o mejores alimentos o hacerlo con menos dependencia.

México es cuna del maíz. Existen aquí 50 razas y miles de variedades. Autorizar la producción de maíz transgénico, como quieren los grandes monopolios, sería muy grave. Su cultivo a cielo abierto (así sea experimentalmente) contaminaría sin remedio, por vía de la polinización --al menos que se inventen condones para plantas--, esa riqueza generando efectos imprevistos y no controlados y un irremediable daño ecológico. Además, la toxina Bt de algunas de estas plantas permanece en ciertos suelos periodos prolongados, manteniendo su toxicidad.

Aunque aún se requiere de mucha investigación científica, hay evidencias serias de que el consumo de la "comida Frankenstein" puede provocar alergias. Quienes objetan su utilización argumentan sensatamente que la manipulación genética puede alterar de forma imprevisible los procesos metabólicos de la planta y de la composición de los alimentos, provocando trastornos en el ser humano.

El próximo 24 de junio se efectuará en San Diego, California, la Conferencia Mundial de Biotecnología. Miles de gentes que se oponen a los OGM realizarán allí una protesta. En México, organizaciones como el CNI, la UNORCA o la ANEC, al lado de ambientalistas como Greenpeace y diversas ONG rechazan el uso de semillas genéticamente modificadas. Se enfrentan a los intereses de las grandes empresas y sus amigos en el nuevo gobierno.

En los próximos meses se definirá el futuro de los transgénicos en México. De un lado se encuentra la salud, la defensa del medio ambiente y la no dependencia alimentaria del país; del otro, los negocios de cinco compañías disfrazados de modernidad y "ciencia". Como acostumbran decir los tzeltales: "es en la semilla donde todo comienza y termina; es el principio y el fin". En la disputa por las semillas hay mucho dinero en juego. Ya lo escucharemos sonar.