LUNES Ť 4 Ť JUNIO Ť 2001
Ť Vilma Fuentes
Cadáver exquisito
Acaso la última de las mundanidades a las que uno puede presentarse, sin miedo al ridículo, con una jeta momificada por la seriedad y un buen olor a naftalina en cada gesto es un entierro. Ninguno de esos personajes, para quienes el irrespeto es el pan de cada día, podrá burlarse de usted, como hubiese podido hacerlo en otras fiestas: bautizos, quince años, matrimonios... si se presenta usted con sus mejores ropas, ésas que no pueden usarse a diario y que por una vez, en fin, uno tiene la posibilidad de sacar a relucir junto con un sombrero y la expresión, perdón por el pleonasmo, de entierro.
ƑPor qué este respeto inusitado en una época donde la ironía y el sarcaso han demolido nuestras mejores y festivas tradiciones, tal vez por un celo envidioso de la alegría ajena?
Para responder a esta grave cuestión, no nos queda más que recurrir a ejemplos vividos del evento en cuestión. Cabe señalar, para los lectores puntillosos, que un entierro puede reducirse a una incineración.
En efecto, para la festividad en cuestión, se necesita un cuerpo, de preferencia inanimado. Es decir, un cadáver en carne y hueso. Me dirá usted que, dado el número de habitantes del planeta, no pueden faltar los caros difuntos. Pero el muerto en cuestión es un ser al que, quién sabe por qué motivos, se le encuentran cualidades y virtudes que nunca se le descubrieron en vida. Así, se eleva un aura de respeto que le permite permanecer acostado mientras los pobres sobrevivientes no pueden sentarse a sus anchas a menos de diez metros. Se le permite también -al muerto- no responder a ninguna pregunta ni saludo, como si por el nimio hecho de morirse, acto irrisorio que todos llevan a cabo en mejores o peores circunstancias, hubiese adquirido el estatuto de un monarca.
Así, puede llegarse a la conclusión de que la muerte posee el poder de revelarnos la generosidad de un ladrón, la benevolencia de un asesino, la grandeza de un hombre oscuro.
En fin, la verdadera verdad aparece. Otra verdad, más ligera, pero que puede ayudar a la comprensión de este ilegítimo respeto del que sigue gozando una ceremonia fúnebre: cualquiera puede presentarse al entierro sin necesidad de ser invitado. Una buena cara de compunción, un sollozo y, de vez en cuando, sobre todo si las miradas de los otros asistentes se posan en uno, las muestras de un doloroso retortijón, bastan para justificar nuestra presencia y la oculta pero sincera, aunque naciente, amistad con el actual cadáver. Quedan así claras las ventajas, a veces incluso pecuniarias, de los entierros. Superiores en esto a las incineraciones que encierran a la asistencia en la sala de un frío crematorio sin dejarla comentar, saludar y expanderse a sus anchas con la voz baja del secreto indispensable a los buenos negocios. ƑQué mala lengua podría insinuar que la conversación no es sobre las calidades del difunto?
Sin contar con que a un entierro, y menos a una incineración -puesto aue cierran las puertas como en la Opera, nadie se permite llegar tarde. El respeto exige una puntualidad que todas las otras fiestas han perdido.
Esto explica, por ejemplo, la desesperada prisa de Jorge Camacho, acuciado por los gritos de su mujer Margarita, cuando veíamos avanzar las agujas del reloj hacia la hora en que se había anunciado el entierro del fotógrafo Jesse Fernández. Margarita, trajeada de negro Chanel y con un velito que caía sobre sus ojos desde el sombrero de plumas, indicó un cortejo que no era el nuestro a Jorge. Casi nos perdemos el principio del entierro... En fin, llegamos a tiempo y pudimos llevar a cabo las mundanidades convenidas :
El pintor Antonio Saura a Cioran: ''No nos veíamos desde el entierro de Cortázar''. ''No, no, nos vimos en la incineración de Michaux, a menos que me falle la memoria y...'', le respondió filosófico el filósofo.
Lugar de encuentros, sea para mostrar la salud rozagante que permitirá asistir a otros entierros, sea -caso de colmo de snobismo- para mostrar una salud tan acabada que parece anunciar que usted será el próximo. En cuyo caso se merecen ya todos los respetos debidos a la persona encerrada en un ataúd.