LUNES Ť 4 Ť JUNIO Ť 2001

Ť Hermann Bellinghausen

El halo del ganso

Estaba ese pintor sin horario, Abelardo, que por temporadas desaparecía, y luego se dejaba ver diariamente una semana. Tan impredecible su presencia como la técnica con que acudía al paisaje del lago. Seguido cargaba mochila, caballete, frascos de solvente, botes de pinceles y un lienzo; el óleo se le daba. Si venía portátil, sólo el cuaderno de dibujo, las plumas, la tinta oscura. Carbón para trazar los rápidos rostros de los paseantes, pues no sólo el fotógrafo observaba al personal y lo retrataba. De hecho, Abelardo fue el primero en descubrir al fotógrafo, siempre sembrado allí en la misma posición, aguas de por medio; una tarde le tomó una serie a lápiz.

Hipócritas testigos uno del otro, ocasionalmente intercambiaban vagas señales entre amistosas y de ándale, condenado, con que ahí estás. Pero sus diferencias saltaban a la vista: Abelardo iba cuando le venía la gana; el fotógrafo diario, y por lo visto con horario. Abelardo miraba en distintas direcciones, cambiaba de ubicación y ángulo; el fotógrafo, unidereccional, engarrotado, se confundía con la magra vegetación del bosque. Si Abelardo resultaba un farero de múltiples giros, el fotógrafo era un faro varado.

Una mañana, el fotógrafo acaba de colocar el tripié, Abelardo hace aparición con un tubo de papel estraza entre el codo y las costillas, un morral de hilo y un maletín de madera cargado de colores. Se instala, apoyado contra el relativamente joven ahuehuete que da sombra a la banca, desocupada de momento. Hombres y mujeres semiviejos trotan en shorts de marca o enfundados en sudaderas gris claro. Poco público renta lanchas. El fotógrafo hace tomas rutinarias para la agencia, atento a duras penas. Abelardo experimenta extrañeza y desilusión del papel y la mente en blanco.

En esas, cruza escena un hombre que toca la guitarra para nadie en una lancha a la deriva. Un ganso nada, pierde el garbo cuando alcanza la orilla y sale, sacude culo y alas en un salpicadero que los rayos del sol convierten en halo, y el tiempo se detiene en el país encantado de las diez de la mañana.

El escozor de una grabadora encendida ocupa la banca y sin demasiado trámite los muchachos y muchachas de La Cárdaba forman círculos y los desforman, en lo que se antoja un ensayo general in situ. Abelardo resiente la música (si eso que sale de las bocinas puede considerarse tal) y las enfáticas presencias de los danzantes como brusca invasión, pero a poco, seducido, desliza su mano a los pinceles, se deja llevar por la revereberación del halo del ganso en el movimiento de los cuerpos de La Cárdaba y para empezar por el fondo traza extensas regiones que van del cobalto al azul más claro.

El fotógrafo en su mirador, oportunamente apercibido, no pierde detalle: el guitarrista flotante, el ganso y su resplandor, la aparición súbita y eficaz de La Cárdaba, la transformación del hastío otoñal de Abelardo en una febril ejecución de _'action painting' que se incorpora a la danza que lo agita. El fotógrafo, lo bueno es que tiene acumulada una reserva suficiente de película, obtiene el reportaje completo que confirma la existencia de la inspiración colectiva. El sol levante ilumina la cara de las cosas, y con tan buena inclinación de la luz que también las fotos van de gane.

Los muchachos de La Cárdaba visten ceñidos y convencionales trajes de danza, lo mismo que dos de las muchachas, llamativamente esbeltas y sin embargo dando sólidos pasos sobre la tierra. Las demás ondulan saris de colores tenues y mezclan bufandas, mascadas, cintas, banderas. Abstraídos en el vínculo que los armoniza, los danzantes no dan muestras de interesarse en Abelardo. Salvo Noemí, de sari rosado, que en amplias brazadas gira y mira al pintor pintándola, sonríe con toda gracia y sigue girando.

Telefoto mediante, a pesar de la distancia el guiño de Noemí no escapa al fotógrafo. Y no sólo eso: le provoca envidia el jugueteo del pintor y su modelo. Interrumpidos, corredores y transeúntes fungen a manera de público. El hombre de la guitarra mira al cielo, los pájaros, las copas, los murmullos; es el único mortal a la redonda que trata a La Cárdaba como si no existiera.

Hacia el mediodía, tras dos horas de silencio en la voz y un puro parlotear de los cuerpos y la música de La Cárdaba, el ensayo, más que concluir, se diluye. Los muchachos se despiden amistosamente del pintor, a quien ya le duele el brazo, y caminan inmediatamente en dirección al estacionamiento llevando la grabadora con ellos. Noemí, lenta, se le coloca detrás y contempla sobre los hombros de Abelardo los retratos de su pasos. Sonríe complacida. Qué mejor aplauso para ella. Qué mejor aplauso para él, que recoge sus bártulos, levanta el pliego, más ancho que sus brazos completamente abiertos, y antes de enrollarlo lo extiende hacia el fotógrafo, en un fugaz gesto de complicidad, de saber que compartieron algo más que un ensayo de La Cárdaba.

El velo de Noemí roza las sienes de Abelardo y las arrugas del ahuehuete al alejarse abrazada del aire.