lunes Ť 4 Ť junio Ť 2001
Iván Restrepo
Hacia un mundo con menos contaminantes
Hace casi 30 años, en 1972, Estados Unidos decidió prohibir en sus campos de cultivo un compuesto que gozaba de prestigio por haber sido durante varios años eficiente en combatir los mosquitos transmisores del paludismo y algunas plagas agrícolas. Me refiero al DDT. Pero luego de aplicarse indiscriminadamente para esos propósitos en todo el mundo, comenzaron a aparecer testimonios que demostraban que era origen de serios problemas de salud y contaminación, además de que las plagas y los mosquitos se hacían cada vez más resistentes a su efecto. Dicho compuesto figura en una lista de doce productos químicos muy peligrosos y de uso frecuente en la agricultura. Internacionalmente se les conoce como contaminantes orgánicos persistentes (COP), en los que también figuran toxafeno, aldrín, clordano, heptacloro, endrín, mirex, dieldrín, el hexaclorobenceno, dieldrín, los bifenilpoliclorados y dos subproductos de la incineración de basuras y materiales plásticos: dioxinas y furanos.
No obstante, la industria química trasnacional y no pocos gobiernos defendieron las bondades de esos compuestos y la imposibilidad de sacarlos del mercado por los desajustes que se causaría a la agricultura y a la salud pública. Pero la presión ciudadana, científicos y organismos internacionales vinculados con el medio ambiente y la salud fue tan vigorosa en los últimos años que obligó a buscar consensos para prohibir en el mundo los COP. En busca de una solución satisfactoria se celebraron reuniones internacionales en Montreal, Nairobi, Ginebra y Johannesburgo, en las cuales la industria química, sus aliados, y destacadamente Estados Unidos, buscaron por todos los medios a su alcance impedir un acuerdo como lo exigía el ambiente y la calidad de vida del planeta.
En efecto, dichos productos, utilizados por lustros en la agricultura mexicana, se caracterizan por su toxicidad y porque permanecen largo tiempo en el medio. Tienen la desventaja de bioacumularse en los tejidos grasos de los seres vivos (en particular de los peces y mamíferos marinos) y de concentrarse cada vez más a medida que se transmiten en la cadena alimenticia. De esa manera afectan gravemente a los grupos sociales, cuyo régimen alimenticio descansa fundamentalmente en el consumo de pescado. Otra desventaja es que pueden recorrer grandes distancias, a menudo muy lejos del sitio donde fueron aplicados. Ello explica que en los seres vivos de los casquetes polares se localicen tan indeseables compuestos.
En cada reunión, la estrategia de la industria química (que parecía concentrarse en reducir el problema a un asunto de seguridad y manejo de riesgos) fue perdiendo aliados y argumentos a favor de los COP. Hace casi dos años, se logró en Ginebra un acuerdo para eliminar sin excepción el clordano, el dieldrín, el heptacloro, el mirex y el hexcaclorobenceno. Además se fijaron las bases para que otros tres plaguicidas organoclorados siguieran esa misma suerte: aldrín, endrín y toxafeno. De paso se buscó la forma de que 2001 fuera el año que marcara el fin de los contaminantes orgánicos persistentes.
Precisamente hace unos días concluyó lo que ahora ya se conoce como Convención de Estocolmo, y en la cual 127 países acordaron por consenso prohibir las que se catalogan entre las doce sustancias más tóxicas que se utilizan en el mundo. Deberá entrar en vigor una vez que lo ratifiquen, al menos, 50 países, asunto que no se cree difícil habida cuenta que tan peligrosas sustancias no se producen en la mayoría de los países desarrollados, lo que puede explicar el compromiso del gobierno estadunidense de firmarlo.
Pero no se crea que en unos cuantos meses desaparecerán del planeta los compuestos orgánicos persistentes. Llevará años ratificar lo acordado en la capital sueca y poner en marcha estrategias para suprimir la elaboración, comercio y uso de los COP, además de otras sustancias altamente tóxicas que no entraron a la lista por diferencias entre Estados Unidos y la Unión Europea, así como para obtener apoyos a estrategias de control integrado y efectivo de plagas agrícolas y el paludismo que no descansen en el arsenal químico, como ahora. En todo ello será clave la participación ciudadana en la toma de decisiones sobre lo que a todos afectan, y que hasta ahora han estado en manos de las cúpulas burocráticas, a veces aliadas de las trasnacionales que producen fórmulas que inciden negativamente en la salud y el ambiente. De todas formas, Estocolmo marca un paso adelante en la lucha por lograr un planeta sano y más limpio.