Jornada Semanal, 3 de junio del 2001 
Ana García Bergua

Dos monstruos
del siglo pasado

para Fernando

Suelo trabajar frente al facsímil de un cartel de boxeo del año 1916. En él se anuncia la pelea que sostuvo el poeta boxeador Arthur Cravan, anunciado en el cartel como el campeón europeo –“blanco de 105 kilos”, aunque la impresión del cartel lo ha dejado más bien rojo–, contra el campeón mundial, ese sí nada poeta y muy boxeador, Jack Johnson, “negro de 110 kilos”. La pelea sucedió en Barcelona, por eso el cartel está en español, y Johnson noqueó a Cravan en el primer round. La vida y el destino de Cravan forman un rompecabezas de lo más curioso: fue sobrino de Oscar Wilde y se presentaba como tal ante el mundo; era –como dije– boxeador profesional, poeta, ladrón, editor, viajero incansable y pobre y, sobre todo, provocador; un hombre deliberadamente desadaptado cuya rebeldía casó muy bien con el movimiento dadaísta al que transitoriamente perteneció. Si entendí bien la página de internet que consulté, además de la hermosísima revista madrileña Poesía que me regaló mi amigo español, lo más probable es que Cravan haya muerto ahogado en una barca en el Pacífico mexicano, cuando se dirigía desde Salina Cruz a comprar un barco a Puerto Ángel, Oaxaca, para zarpar en él a Buenos Aires en pos de su esposa embarazada, la pintora inglesa Mina Loy. Cravan pretendía subsistir boxeando en México, pero ambos decidieron que ella fuese a la Argentina a tener a su hija. Existe una versión más poética de la muerte de Cravan creada por William Carlos Williams, en la que Mina Loy, embarazada, ve partir y desaparecer a su esposo en la barca, pero se trata de una imagen ideal y extraña, más aún si pensamos que Cravan medía como dos metros, e imaginar a semejante figura en una barca, haciendo fade out hacia el horizonte, inevitablemente conmueve. Sin embargo, existe una leyenda alrededor de su muerte que, como todas las leyendas alrededor de la muerte, la niegan: es decir, hay testimonios de una posible huida de Cravan a otro sitio, donde comenzaría otra vida incógnita, pero el hecho de que aquella especie sea bastante improbable no salva a Cravan de figurar en la galería de muertos dudosos, junto a Elvis, Pedro Infante, el emperador Maximiliano y el cómico Andy Kaufman, personificado de manera excelente por Jim Carrey en la película El lunático de Milos Forman. Entre este último y Cravan existen otras semejanzas: Kaufman no era propiamente un cómico; es más, era cómico para sí mismo, pues se burlaba del público, es decir que también era un provocador y de hecho se le llegó a considerar un dadaísta extemporáneo, o un artista de performance; fue capaz de leer completo El gran Gatsby a una audiencia sedienta de comicidad televisiva, y, si lo pensamos bien, es muy curiosa su afición por la lucha libre que de alguna manera es paralela a la afición al boxeo de Cravan, aunque Cravan ensalzaba la potencia física masculina y Andy Kaufman de plano peleaba contra mujeres y las vencía, y se jactaba de ello –lo cual, de algún modo, es parecido. Y ambos perdían al pelear con hombres. 

No sé por qué me llaman tanto la atención estos dos personajes, que pertenecen a épocas muy distintas y sin embargo coinciden en no haber querido hacer nada que el mundo comprendiera o incluyera en su bienes materiales y espirituales; más bien, en su caso, el mundo de las ciudades, el público de las salas de arte, el de la televisión, o el público fogoso de las luchas y el box, parecían alimentar en ambos un mundo interior que se bastaba a sí mismo, como si la obra verdadera se estuviese ejecutando en sus personas y el exterior fuera sólo un alimento, tan irreal como una novela o una película. Será que uno se siente ahora en las antípodas y dos artistas así, que en el fondo se solazaron como público de su propio público y que de alguna manera vivieron adentro de su obra, resultan de gran interés en una época en que muchas obras de toda índole nacen ya para ocupar un sitio deliberado, para que las reciba cierto público, para una transmisión por la red, o para una lectura apresurada más similar al escaneo, o a la fotografía visual que a la tradicional operación mental de leer y comprender, pero que las califica y las sitúa de una manera mercantil e instantánea. Será que a pesar de su carácter extremo y de que ciertamente sus obras palidecen frente a su figura, nos hacen falta ahora monstruos así, seres absortos en sus obras, como energúmenos ahítos de estética y, quizá, de rechazo. 
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Naief Yehya


Arde nuevamente el medio oriente


El eje Tel Aviv-Pretoria

En los años más oscuros del apartheid, el gobierno de Sudáfrica tenía muy poco amigos, pero contaba con Israel, una nación con la que compartía una sensación de vulnerabilidad. Ambas se consideraban rodeadas por estados hostiles que amenazaban su supervivencia y se sentían acosadas injustamente por gran parte de la comunidad internacional. Los regímenes de Pretoria y Tel Aviv no sólo tenían lazos amistosos, sino que también eran estrechos colaboradores en materia de inteligencia y desarrollo de armas (se cree que Israel probaba sus bombas atómicas en Sudáfrica a finales de los años setenta). Las políticas del gobierno israelí para resolver “el problema palestino” están influenciadas por la cruel herencia colonial británica pero también por la experiencia del apartheid. De hecho, el acuerdo de paz de Oslo fue un esfuerzo israelí por dar legitimidad a un sistema de apartheid que condenaba a los palestinos a vivir en territorios independientes que, como los bantustanes de Sudáfrica, nunca podrían dar lugar a una verdadera nación debido a que no tenían continuidad territorial, a que eran completamente dependientes de la economía y la autoridad Israelí, y a que el destino de los “ciudadanos” de estos fragmentos de país era trabajar como empleados migratorios. Tanto el caso de Israel como el de Sudáfrica muestran las inevitables aberraciones que ocurren en los estados cuya nacionalidad se basa en la etnicidad, la religión o cualquier otro criterio segregacionista, que siempre parten de la supremacía de un grupo sobre el resto de la humanidad. En un artículo reciente en The Guardian, Liz McGregor compara la experiencia israelí y la sudafricana, además de que señala que los afrikaners, como los sionistas, creían ser el pueblo elegido por dios. Los primeros, conocidos como boers, creían que el éxito de su Gran Marcha de escape del mandato británico en 1836 y su victoria al desplazar a numerosas tribus para ocupar sus tierras, eran una señal de que dios estaba de su lado. Más tarde, las derrotas de los boers en las guerras contra Gran Bretaña añadieron un elemento de paranoia a sus dogmas. Los blancos de Sudáfrica temían ser aniquilados por el “peligro negro” o swart gevaar; por su parte, los israelíes se sentían también amenazados por sus vecinos árabes, quienes guardan un profundo resentimiento y creen que Israel es una herramienta militar y geopolítica de las potencias occidentales. Por supuesto que el sufrimiento de los afrikaners es una caricatura si se le compara con el holocausto judío; no obstante, este capítulo oscuro de la historia de Sudáfrica engendró un severo fundamentalismo que condujo a la introducción del apartheid en 1948. Por esas mismas fechas, en Israel se estableció un orden étnico jerárquico que se hacía eco de las divisiones sudafricanas entre blancos, negros, asiáticos y de color. Ahí el dominio económico y político estaba en manos de los judíos askenazi, seguidos de lejos por los sefarditas, y en el fondo de la sociedad estaban los árabes. Estas similitudes causaron que las Naciones Unidas determinaran que el sionismo era una política racista. No obstante, a diferencia de Sudáfrica los israelíes contaban con el apoyo de Estados Unidos, además de que supieron navegar con habilidad los tormentosos océanos de la política internacional proyectándose como una sociedad de supervivientes en riesgo de ser exterminada. Mientras tanto los palestinos, como los negros, eran despojados de sus tierras, sometidos a un régimen opresivo y confinados en guettos miserables y sobrepoblados.

Escalada tecnológica

Cuando esto se escribe, el Estado de Israel celebra su aniversario número cincuenta y tres y los palestinos marcan el duelo del nakba o la tragedia de haber perdido su tierra. Las hostilidades entre israelíes y palestinos han cobrado las vidas de cuatrocientos cincuenta palestinos, ochenta y siete israelíes y trece árabes israelíes. En esta fase del conflicto el ejército israelí ha asesinado a más de veinte militantes palestinos, seleccionados de manera aparentemente indiscriminada, desde simpatizantes del grupo Hamas hasta oficiales de los servicios de seguridad de la autoridad palestina. Los métodos usados van desde los autos bomba hasta los misiles, pasando por los cañones de los tanques, como el reciente ataque en contra de uno de los principales jefes de la seguridad de Yasser Arafat, Jibril Rajoub. Las autoridades militares israelíes han dado a sus tropas carta blanca para actuar a la ofensiva. Las hostilidades han aumentado al grado de que el ejército israelí ya no sólo emplea fuego vivo en contra de niños que lanzan piedras, así como helicópteros de combate, buques de guerra y tanques para disparar misiles en contra de cuarteles y edificios, sino que también han echado mano de sus aviones F-16 para atacar a un pueblo que no tiene ejército ni fuerza aérea, en un acto sin precedentes. Vale preguntarse: ¿con qué clase de armas arremeterá la próxima vez Israel en contra de la población en general por los actos de unos cuantos?

La guerra permanente

Aparentemente, la táctica del gobierno de Ariel Sharon sólo consiste en lanzar represalias tras cada atentado palestino y asesinar a “terroristas potenciales”, pero en realidad lo que hace es un esfuerzo sistemático para destruir a la policía palestina. Así, mientras por una parte el gobierno israelí exige a la autoridad Palestina que controle a su pueblo (de hecho la condición para reanudar las pláticas de paz es que antes se haya aplacado la intifada), por otra se dedica a diezmar sistemáticamente a sus oficiales, en muchas ocasiones sin provocación, como en la matanza del 15 de mayo, en que francotiradores israelíes asesinaron a cinco policías que cuidaban un puesto fronterizo. El ejército israelí aceptó que habían disparado a “cinco figuras misteriosas” pero después reconoció su “error”. Lo que quiere Sharon es extender la guerra en una verdadera cruzada, si no para exterminar a los palestinos, sí para hacerles la vida insoportable y obligarlos una vez más a huir, de preferencia hacia Jordania, Egipto y Líbano.
 

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Germaine Gómez Haro

Miguel Cervantes: Las voces de la luz

Miguel Cervantes es ampliamente conocido en el ámbito artístico por su desempeño en muy diversos terrenos de la creación. Además de ser un excelente pintor, su pasión por el arte lo ha llevado a incursionar en otros quehaceres como galerista, promotor, curador, museógrafo, editor de libros de arte, etcétera. También es ángel de la guarda y sabio asesor de muchos artistas. Ha destacado en la curaduría de magníficas y relevantes exposiciones como “Mito y magia en América: los ’80” (marco, Monterrey, 1991), “Homenaje a Rodolfo Nieto” (marco, Monterrey, 1995), “Abel Quezada. El mejor de los mundos imposibles” (Museo Tamayo, 1999), “Sergio Hernández” (Museo de Arte Moderno/Museo Tamayo, 2000), y “Juan Soriano: la creación como libertad. Homenaje nacional en su ochenta aniversario” (Museo Tamayo, 2000), entre otras. También organizó la muestra “Pasiones complementarias” que se presenta actualmente en la Fundación Octavio Paz.

Seleccionado por Juan García Ponce para participar en el proyecto “Serie: exposiciones de los críticos”, su primera exhibición individual tuvo lugar en 1969 en las llamadas Galerías del Palacio de Bellas Artes. Miguel era un joven desconocido y García Ponce lo describió “como un producto maduro y acabado que no busca, sino que ha encontrado”. Con el espaldarazo de este padrino, el artista incipiente se dio a conocer y su trabajo sorprendió a Rufino Tamayo, quien elogió el poderoso colorido de sus pinturas abstractas geométricas. Su siguiente exposición fue once años más tarde en la Galería de Arte Mexicano –“Una naturaleza muerta”– donde presentó una serie de evocaciones orgánicas inspiradas en imágenes captadas en un viaje por Marruecos, veladas reminiscencias de los estilizados diseños de las cerámicas de Fez, o las intrincadas celosías de la decoración bereber. 

Entre 1980 y 1989 Miguel se instaló en Nueva York. Ahí se relacionó con los expresionistas abstractos y entabló una cercana amistad con Robert Motherwell, que fue para él como un “tío” con quien intercambió ideas sobre su mutua pasión –la pintura– y compartió profundamente su gusto por la poesía francesa del siglo xix. Sin proponérselo, en esos años descubrió el universo egipcio en las fabulosas salas del Museo Metropolitano. De manera totalmente irracional, Miguel se sintió cobijado y abrazado por ese arte milenario que no conocía in situ, pero que le provocaba una extraña paz interior. En 1985 presentó de nuevo su trabajo en la Galería de Arte Mexicano: una serie de dibujos negros que marcaron un drástico cambio de rumbo en su devenir creativo. A partir de entonces, Miguel ha transitado por múltiples derroteros hasta consolidar la síntesis pictórica que, después de dieciséis años de silencio, presenta en la Galería López Quiroga bajo el título “El viaje a Egipto”.

A instancias de su amigo y colega Federico Amat, Miguel viajó en 1989 a Egipto. “Desde el primer día –comenta lleno de emoción– hubo síntomas de una profunda empatía.” Fue un encuentro irracional que desencadenó una pasión que se ha mantenido a lo largo de trece años, como se aprecia en decenas de cuadernos de apuntes que son el fiel registro de sus andares por esas tierras. Permanentemente sorprendido y erotizado por la magia del paisaje, la arqueología y esa cultura milenaria que se mantiene viva, Miguel se internó en una “egiptomanía inexplicable”, plasmada en una larga serie de pasteles sobre papel que revelan, además del pleno dominio de la técnica, su profundo conocimiento de la historia de la pintura. 

Para Miguel, “Luxor fue el deslumbramiento”: un lugar de encuentro, de reconciliación, de armonía. Ahí resurge su necesidad de pintar, de captar esas atmósferas que erizan la piel y aguzan los sentidos. “Navegar por el Nilo es un acto supremo de sensualidad”, comenta el artista con la misma pasión que se capta en esas bellísimas pinturas de las series Nilo (Azul ultramar), Paisaje (Azul ultramar), Orilla y Las cuatro palmeras, hilvanadas por una sutil fusión de azules acuáticos y etéreos que reflejan distintos momentos lumínicos. En Deir el Bahri, una delicada secuencia de las vistas del imponente templo enclavado en el Gorna, se respira el frescor de las primeras horas de la mañana, el sopor del mediodía cuando el deslumbramiento brutal desdibuja el paisaje, y los aires que corren sin prisa al atardecer, matizando la intensidad del desierto con difusos rosas y ocres tostados. La exuberancia pétrea del Gorna da lugar a otra serie de intención más telúrica, en la que el artista explota las formas caprichosas de la orografía para aventurarse en la conquista de planos y volúmenes que recuerdan el Mont Sainte-Victoire de Cézanne.

Paralelo al paisaje y a otras evocaciones simbólicas, se presenta una serie de retratos que atrapan por su fuerza expresiva y por las finas y variadas calidades de la técnica seca. Se siente aquí la presencia de El Fayún, tradición que Miguel conoce profundamente y que reinterpreta en su lenguaje personal en estas variaciones sobre el mismo tema. 

“Se dice que el paisaje es un estado del alma, que el paisaje de fuera lo vemos con los ojos de dentro”, escribe José Saramago en La caverna. Algo así se percibe en la obra reciente de Miguel Cervantes, pintor sereno y dueño de sí. Sus paisajes ensimismados revelan un estado anímico, vivencias de instantes inaprehensibles que dejan su huella en obras íntimas e intimistas, fragmentos de una historia personal narrada con las voces de la luz. La calidez prístina y la belleza cristalina de estas pinturas remite a los valores sublimes de los impresionistas, aquellos remotos visionarios que el poeta Azorín llamó “desposados con la luz”.



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Javier Sicilia

Poesía y mística


Cuando Charles Baudelaire formuló por vez primera el sentido fundamental de la poesía: la exploración de los misterios del espíritu, pareció que la poesía se presentaba como un sucedáneo de la mística. De hecho, a partir de Baudelaire, Rimbaud, a través de su “desarreglo sistemático de los sentidos” (línea que llegaría hasta los surrealistas) y Mallarmé, a través de una paciente ordenación de la experiencia del espíritu (línea que llegaría hasta Valéry y la poesía pura), intentaron vivirla en esa dimensión. La consecuencia fue el naufragio. Rimbaud abandonó amargado la poesía; varios de los surrealistas terminaron por frisar la locura o suicidarse; Mallarmé concluyó con ese luminoso galimatías que es Un coup de dès y Valéry con una declaración de impotencia: “La realidad es absolutamente incomunicable.”

¿Se habían equivocado? No, en el sentido de que el conocimiento poético es, como el de la mística, del orden del espíritu; sí, en el sentido en que trataron de sustituir la mística por la poesía.

En realidad, como lo mostraron Jacques y Raissa Maritain en Situación de la poesía, el poeta y el místico beben de la misma fuente sagrada, pero su relación con ella es distinta. Uno y otro develan el misterio infinito de Dios imitándolo. Sin embargo, el poeta lo hace a través de la belleza, aumentando el tesoro de la creación. Es “el imitador del Dios creador”; el otro, en cambio, es llamado “para entrar en el misterio de la Divinidad misma y para dar a conocer en este mundo (...) la santidad de Dios a imitación de Jesucristo. En la experiencia mística el objeto tocado es el Dios salvador y unificador (...), mientras que el conocimiento oscuro, que es el del poeta, fluye de una unión de otro orden (...) hasta el Dios creador y organizador de la naturaleza”.

En este sentido, la mística y la poesía son experiencias distintas del mismo principio. No son, como lo creyeron Baudelaire y sus discípulos, sustituibles entre sí, pero sí complementarias.

Cuando el poeta es solicitado por algo que lo trasciende, pero del que no puede elucidar por completo su rostro, se interna por los laberintos del espíritu con sus propios medios y recursos y al hacerlo trata de decir la experiencia de la que fue objeto. Si da cuenta de ella e ilumina a través de la belleza del poema esa dimensión oscura, no sabe con toda plenitud lo que ha revelado en su obra, a tal grado que, a veces (según la dimensión de su exploración), su vida vacila. En cambio, el místico, iluminado por la gracia, entra en la intimidad de aquello que lo solicita, lo descubre y al intentar imitarlo se convierte en poesía en acto, es decir, en mostramiento del ser de Dios a imitación de Jesucristo.

La poesía está llena de luz espiritual, pero para encontrar el profundo misterio que revela, y ante el cual la vida del poeta se encuentra en vilo, es necesaria una luz de orden místico.

Una anécdota, que he contado en otra parte, puede aclararlo.

En 1924, el poeta Jean Cocteau, despedazado por la muerte del joven novelista Radiguet y sin encontrar alivio en ninguna parte, llega hasta Jacques Maritain buscando sanar su alma “hecha pedazos”. La cura que le tenía deparada Maritain era la lectura de un místico gemelo de su obra sobre Santa Gertrudis que “sabe –le escribe– reconciliar la santidad y la belleza en la pureza del más ardiente y pacífico amor”. Cocteau, a través de Santa Gertrudis, logró encontrar la luz que estaba en su obra, pero no en su alma.

Después de aquella experiencia, una pléyade de poetas devastados por la experiencia surrealista lo siguen. Maritain, al igual que lo hizo con Cocteau, le recomienda a cada uno de ellos un místico. A André Grange, por ejemplo, cuya exploración poética lo había lanzado a la noche oscura y lo hacía debatirse entre el éxtasis de Dios y de la nada, le da a San Juan de la Cruz.

¿Se podría pensar que Maritain, en un sentido inverso a lo que hicieron Baudelaire y los poetas que lo siguieron, intentaba sustituir la mística por la poesía? No. Lo que buscaba era revelar al poeta el objeto verdadero de sus exploraciones y de sus revelaciones poéticas o, mejor, llevar al poeta a tomar conciencia de los orígenes profundos de la poesía en el alma y, dice Michel Cagin, “conferirle más fuerza, más humana sustancia y espiritualidad”.

Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés y liberar a todos los zapatistas presos.
 
 
 

     

Luis Tovar  

Un cierto aire familiar

Al momento de escribir esta columna, El segundo aire, tercer largometraje de Fernando Sariñana (Hasta morir, 1994, Todo el poder, 1999), se exhibía en ochenta y una salas del Distrito Federal y área metropolitana. Estrenada el pasado viernes 11 de mayo, hoy vive su cuarto fin de semana en cartelera. Un dato importante cuando se consideran algunos de los sucesos en torno a la suerte que, recientemente, ha corrido el cine mexicano.

Como se ha reseñado ampliamente, las dos incursiones anteriores de nuestro cinito en ese circo de leones y cristianos en el que las propuestas gringas han convertido la oferta cinematográfica, se han vuelto en un par de enigmas. ¿Por qué duraron tan poquito en cartelera? ¿Por qué pasaron de cincuenta o sesenta salas el primer fin de semana a la mitad en el segundo? ¿Por qué al tercer fin de semana ya era necesario sacar la lupa si uno quería averiguar dónde y a qué hora ir a verlas? Las respuestas, por cierto, no parecen tenerlas ni María Novaro, directora de Sin dejar huella, ni Ernesto Rimoch, autor de Demasiado amor, y sería bueno tener presente aquello de que “nada es verdad y nada es mentira: todo es según el cristal con que se mira”, pues aquí depende mucho de a quién se le pregunte. Desde la perspectiva de los realizadores no puede verse más que como una profunda injusticia (y no les falta razón). En cambio, la opinión de quien exhibe luce un intensísimo color taquilla: si la película en cuestión no mete una determinada cantidad de público a las salas desde su primer fin de semana, la guillotina es inevitable.

La casa del jabonero 
o un misterio llamado gusto

Pero la tercera visión siempre será la más importante, porque es la que le corresponde al público, ya sea considerado como un cinéfilo por los realizadores, como un “villamelón” por algunos colegas míos, o como una cifra por los contadores que administran la multisala. En este punto, como dice el refrán, el que no cae resbala: quién sabe (y el que crea que de verdad lo sabe está muy, muy lejos de Sócrates) cómo le hace el público en general para gustar o no de una película. Hay quienes creen que basta con lucir los blasones cinematográficos que un filme ha obtenido, esas leyendas al estilo “nominada para doce frambuesas”, “ganadora del conejo de oro” y demás. Otros lo apuestan todo a la publicidad de boca en boca, confiando en que la gente saldrá complacida del cine y se pondrá a recomendarle la película a todos sus amigos y conocidos; no se necesita ser genio para darse cuenta de que esta es una peligrosa arma de doble filo, porque habrá tantas malas recomendaciones como espectadores mal dispuestos, o simple y llanamente no complacidos con lo que vieron.

Dónde, cuándo y cómo

Otros más, como Altavista Films, eligen fiarse de lo único que, en este mundo convertido en un gran centro comercial, ha probado que suele funcionar: la mercadotecnia. No siempre, pues Sin dejar huella de seguro les hizo perder billete, pese a que por promoción no paró la cosa. Y si algo ha distinguido a esta compañía no es precisamente el equilibrio fílmico, si se piensa en términos de calidad: hay un verdadero abismo entre Amores perros y Por la libre, para dar un ejemplo. Más bien el sello de la casa consiste en vestir a cada película con una estrategia de publicidad a la que el público puede responder en mayor o menor medida. Eso, como decíamos, seguirá siendo una incógnita.

En este sentido, El segundo aire no puede quejarse. Este pergeñador de columnas la vio el pasado sábado 26, a las cuatro y media de la tarde en la sala 13 del complejo ubicado en el World Trade Center. Antes de que piense usted: ¿y eso a mí qué me importa?, déjeme decirle por qué doy los datos: esa es una de las multisalas con mayor cupo y aforo en la Ciudad de México, el sábado es uno de los días de mayor afluencia a los cines, y las cuatro y media de la tarde es, digamos, el horario doble A de las funciones. La sala estaba a la mitad, lo que me hizo suponer que posiblemente las siguientes dos funciones contarían al menos con tres cuartas partes de las butacas ocupadas. Si algo parecido sucedió en los restantes ochenta sitios donde ese día se exhibió la cinta, significa que González Compeán, Sariñana y compañía tampoco podrán quejarse de que su producto no haya funcionado.

De qué va la cosa

Moisés (un Jesús Ochoa que así le demuestra a sus mal informados detractores que sí es capaz de hacer papeles que no sean de norteño), Julieta (Lisa Owen, con la solvencia que le dan sus muchos años de frecuentar más los escenarios teatrales que los sets de filmación) y Rodrigo (Jorge Poza, que hace lo que puede para no verse demasiado novato incluso ante Ximena Sariñana –que por cierto repite no sólo la aparición al mando de papá, sino también el perfil básico de su personaje) forman un triángulo amoroso. Moisés, arquitecto, y Julieta, profesora universitaria, llevan muchos años casados; Rodrigo es el amante de Julieta.

Una hora y media requirió Fernando Sariñana para, de algún modo, repetir la fórmula de Todo el poder: un conflicto básico (en El segundo aire se trata de la infidelidad), desarrollo de la acción muy centrado en los protagonistas (con cierto menoscabo de las subtramas) y, sobre todo, un tono que la mayoría define como superficial, a veces sin recordar que el grueso del género comedia por lo regular no pretende complejidad alguna. El verdadero sentido del título, descubierto hasta el final tras la pista falsa de los “cuernos”, habla de un atinado manejo metatextual. Para el gusto de un servidor hay un exceso de gags y, si nos ponemos exigentes, más bien podría hablarse de tics de dirección (sin embargo, el público se rió bastante incluso de los chistes más obvios, por lo que, supongo, Sariñana le ha tomado bien el pulso a su perfil de espectador). 

Es personal, pero no me convencen las “casualidades” en una trama cuando de ellas depende casi todo el resto de la historia, y eso es algo de lo que adolecen los dos últimos filmes de este director mexicano que, sin embargo, hoy por hoy está demostrando que sabe hacer películas que el público sí va a ver.


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Michelle Solano

De entre todos los géneros teatrales que pueblan la cartelera de nuestro país, la pantomima no es uno de los más socorridos. Tal vez esto se deba a las dificultades que conlleva para los actores trabajar con todo su cuerpo, con toda su fuerza y sin emitir palabra alguna. Desde hace algunos meses se está presentando un espectáculo de pantomima y máscaras llamado Misión secreta, primero en el teatro Wilberto Cantón y ahora en el Teatro Coyoacán, ambos pertenecientes a la Sociedad General de Escritores de México, sogem, dentro del ciclo Teatro Mexxicano, que tiene como principio básico apoyar las puestas en escena de los dramaturgos nacionales. Este montaje fue creado por el Grupo Tres Teatro, formado en 1980 por Eduardo Borbolla, Fernando Baena y Rafael Degar. Con un estilo que ya han hecho propio y basados en diversas técnicas del teatro-movimiento moderno, este trío de actores –en toda la extensión de la palabra– da vida a un montaje de ésos que pocas veces pueden disfrutarse en México; a menos, claro está, de que alguna compañía teatral extranjera los ofrezca.

El espectáculo está constituido de tres partes que sobreviven por sí solas y que en conjunto poseen una fuerza escénica digna de los mayores elogios: un trabajo actoral impecable, un hilo narrativo que discurre sin atropellamientos y que provoca en el espectador una cadena de carcajadas inteligentes, lejanas al pastelazo, pues.

Uno de los elementos indispensables de la pantomima es el trabajo corporal, el aprovechamiento al máximo de la gesticulación, ya que es a través de este material que el actor elabora el discurso dramático. Y en este montaje, además de la capacidad corporal, quedan expuestas también las capacidades vocal y musical que el Grupo Tres Teatro posee, ya que lejos de recurrir a la musicalización o los efectos sonoros grabados, echan mano de una serie de sonidos y onomatopeyas que acompañan a cada una de sus acciones, creando un vasto catálogo de “efectos especiales” si es que vale encasillarlos en dicha categoría. La parte primera –misma que da nombre al espectáculo– está basada en un marco referencial que no es ajeno al espectador: las misiones imposibles de famosos agentes como James Bond, el Superagente 86 y La Pantera Rosa, sólo que, en este caso, los tres agentes de Misión secreta no cuentan con sofisticadas herramientas al estilo Bond (artillería pesada, relojes parlantes o zapatófonos celulares), sino que son sus propias cualidades físicas las que sirven de vehículo para lograr las más descabelladas proezas, cuyo origen bien pueden inscribirse dentro del teatro del absurdo, pero del verdadero, no ése que, de tan manoseado, resulta absurdo que sea teatro. La segunda parte, ejecutada solamente con las manos, narra una leyenda, una historia mitológica de seres que en apariencia son de otro universo, pero que establece una metáfora exquisita de esa cosa loca que a nosotros nos da por llamar amor. Tercera –y lamentablemente– última parte de la obra: una cantata para tres instrumentos: aquí las máscaras (otro elemento teatral en peligro de extinción en los montajes nacionales) dan cuerpo a la materia de un desconcierto musical que fluye gozosamente; no hay trampas, mañas ni lugares comunes; si acaso, podría decirse que han revertido el efecto del lugar común para convertirlo en un hallazgo, en pre-texto de ese devenir anecdótico del que se sirven los actores para armar un conglomerado de situaciones y personajes entrañables, un acercamiento a la tragicomedia, a esa frontera casi invisible que separa lo cursi de lo sublime, el patetismo de la autenticidad.

Aquí, la cronista hace un apartado para referirse al ciclo Teatro Mexxicano, pues, a pesar de que las obras que lo conforman pasan por un exhaustivo dictamen para ser integradas, la difusión que se hace de ellas deja mucho que desear, apenas un anuncio o dos, que no consiguen salvarlas de la soledad. Lástima, en este caso, cuando de entre las muchas obras que conforman su programa, ésta tiene todo lo necesario para trascender. De por sí los tres teatros que tiene la sogem no son muy frecuentados por el público, y quien debiera ocuparse de ellos ha optado por quemar la pólvora en infiernitos; pareciera ser que, en este sentido, sí ha sido una misión imposible equilibrar calidad y cantidad. Más valieran dos o tres montajes que dejaran huella, que un puñado de obras que pasarán sin pena ni gloria por la cartelera y, peor aún, por la memoria teatral de nuestro país. Basta recordar que el teatro no existe si no hay público que lo avale... La difusión forma parte de una cultura teatral que todavía no entendemos muy bien.

De cualquier modo, Misión secreta es muestra fehaciente de que el buen teatro, a pesar de todos los avatares, es una feliz realidad.