Jornada Semanal, 3 de junio del 2001

 

PARA BUSCAR EL PARAÍSO (I)

La nave de Odysseas Elytis, uno de los pocos poetas mayores del siglo pasado, se detiene a un paso de la Acrópolis ateniense. De repente, sopla el viento del sur y las velas se tensan y retumban. El capitán, en el puente, comunica su confianza a los tripulantes. Su confianza y su aceptación de lo que la vida ordene (“la vida tiene siempre razón”, decía Vinicius, el carioca). Cuatro ojos insomnes lo vigilan: los de Friederich Hölderlin, encerrado en el bosque en llamas de su cuarto y de su mente, y los de Dionisio Solomós, el joven padre de la poesía en lengua demótica. Estas presencias, la necesidad del viaje, el llamado del mar y la pasión por las palabras son la sustancia de seis libros en prosa de Elytis que fueron traducidos al español con inmenso afecto, talento y pericia, por el poeta Francisco Torres Córdova.

Contienen valiosos testimonios de un viaje por la literatura, la pintura, la mitología, la Grecia clásica y “la poca Grecia que nos queda”, pero que es suficiente para que nuestras almas puedan navegar y hacer el viaje de regreso a esa Grecia llamada por Michelet, “la eterna primavera del espíritu”.

Elytis nos advierte que no es crítico ni prosista. No le interesan ni el análisis psicológico ni la observación y mucho menos la descripción. Por eso elige un tema y al escribirlo lo vive, por eso no nos entrega hermosos y yertos cadáveres diseccionados, sino fragmentos de vida y de literatura ocultos “en los rincones más oscuros”. Se trata de una prodigiosa tentativa de “ver” que no siempre se cumple, pero, al menos, le permite “rozar y reconocer” los temas esenciales de una filosofía y de una poética siempre renovados y renacidos cada vez que se piensan y se cantan.

Elytis nos entrega su testimonio de admiración por los pintores. Al pasar frente a las costas de Kitnos, en pleno estruendo de agosto, el escritor siente “la felicidad de los ojos, que es también del oído, del tacto y de la mente”. Ve a las recolectoras de azafrán, sus velos negros, los dorados bizantinos, las alas multicolores de los ángeles, el sol unánime de Teóphilos, los diversos colores de la tierra y el mar. Por todo eso, Elytis vivió agradecido con los pintores: “por el agradecimiento que también muestran ellos ante la materia y las posibilidades que les ofrece de transfigurarla y conferirle un aire de –no temamos el término– inmortalidad”. El poeta se asombra y celebra todos los momentos de la historia del arte. Ahí están los murales de la cultura cretense, cuadros del Picasso azul y del cubista, caballos y elementos industriales de Léger, el “ascetismo” de Braque, Juan Gris y sus guitarras tañidas por manos azules. Toda esta transfiguración, esta milagrosa manera de fijar en el tiempo y en el espacio un momento de la luz y de la materia, ilumina los días de Elytis y concita su asombro y su agradecimiento. Por eso nos deja ver la figura de “una muchacha que apenas toca el suelo, que lleva una cesta de flores y avanza hacia ti sin alcanzarte nunca”.

Algunos momentos de estas prosas tienen un carácter autobiográfico parecido al de las memorias de Turguéniev, pues habla más de los otros, de sus admiraciones, de algunas discrepancias, y crea un conjunto de observaciones que con frecuencia revisa y, si es necesario, rectifica. Se trata, en suma, de una especie de diálogo consigo mismo que abarca todos los campos del conocimiento y del arte. La Grecia de siempre, las bellas muchachas, las estaciones, los goces y deslumbramientos del espíritu y de la carne, dan a sus reflexiones un calor humano que no es muy frecuente en la literatura moderna en general y en particular en este tipo de textos casi siempre dependientes de otros propósitos y más cercanos al puro juego intelectual, a la demostración de erudiciones tumultuosas o al cumplimiento de los designios de la política cultural. Elytis nunca hizo concesiones a la fama, la popularidad, los homenajes, los reconocimientos y las admiraciones. Tenía un “camino privado” que siguió sin desviación alguna. Por eso, al ser fiel a su pensamiento, sirvió a los otros y afirmó que la belleza terrible del mundo es nuestro patrimonio, nuestro dolor, nuestra alegría y nuestra manera de rendir homenaje a la vida.

Los seis libros traducidos por Francisco Torres Córdova tienen un hilo conductor que los recorre, organiza y dota de una serie de claves indispensables para abrirse camino en los meandros de un discurso lleno de claridad que exige una lectura cuidadosa en la que puedan intervenir en armonía el pensamiento y la emoción, pues estas sólidas construcciones reúnen la profundidad de una filosofía vivida con la aérea belleza de la lírica pura.

Elytis enfrenta en su ensayo titulado “Antes que nada la poesía” el problema del poeta dotado de talento crítico, y el del “que jamás se sale de los límites que le ha puesto la poesía”. Xavier Villaurrutia, Jorge Cuesta y Octavio Paz son un buen ejemplo del primer caso, mientras que Pellicer, Sabines y Becerra ejemplifican la segunda opción. Elytis se reconoce como un caso especial que combina las dos posiciones, sin pretender alcanzar la condición de ensayista. Es decir, escribe ensayos desde su perspectiva y su aliento de poeta, pero sabe muy bien cuáles son los límites entre la prosa crítica y el poema en prosa. Para nuestra fortuna, esos límites son tan flexibles que con frecuencia un género invade al otro. El resultado final es la unión estrecha entre la vida y la literatura, la indecisión entre la realidad y el sueño, una mirada al misterio del mundo y de los hombres que, como decía Shakespeare, “están hechos de la materia de los sueños”.
 

Hugo Gutiérrez Vega
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