SABADO Ť 2 Ť JUNIO Ť 2001

Ť Adolfo Sánchez Rebolledo

La ley del talión

Una de las consecuencias más graves de la inexistencia del estado de derecho en que hemos vivido durante mucho tiempo es el temor y a la vez el desprecio por la ley. La acción de la justicia se concibe como un ejercicio elemental de venganza, exento de consideración hacia el inculpado, quien, por definición, carece de derechos o dignidad humana. No son infrecuentes las quejas de policías ante la prohibición de seguir usando los métodos tradicionales de la tortura para obtener información, ni tampoco los casos de linchamiento multitudinario para "hacerse justicia" contra delincuentes sorprendidos in infraganti. En ambos casos se niegan los derechos humanos de quienes cometen un delito, aun sin saber a ciencia cierta si éstos son culpables o inocentes.

Detrás de las campañas a favor de la pena de muerte subyacen ideas muy parecidas sobre la ley y el delito que inspiran a esos vengadores elementales. Y es que nadie puede pedir, fuera de cierta perspectiva religiosa, que la víctima compadezca a su victimario, sobre todo si éste es responsable de abusos execrables contra la vida y la integridad de las personas. Resulta comprensible que el asesino o el secuestrador merezcan el desprecio de la gente. Sin embargo, la ley existe, justamente para tomar distancia de esos sentimientos individuales legítimos, dejando al juez ponderar la causa y el castigo. En otras palabras, la justicia no puede anular los derechos humanos de los delincuentes.

No obstante que en México existen diversas instituciones públicas y privadas dispuestas a velar por los derechos humanos ante su continua violación, la idea de la justicia sigue medida a nivel popular por esa vieja concepción. Ultimamente hemos podido ver en la televisión escenas de la vida interna en el penal de alta seguridad de La Palma, mejor conocido como Almoloya, lo cual es ya una irregularidad, así como imágenes del ingreso de importantes reclusos que son, por lo menos, denigrantes.

Mucha gente piensa, no sin razón, que tales tipos se merecen ese trato, pero las autoridades no pueden proceder con ese criterio sin poner en riesgo la justicia. A fin de cuentas se ofrece como castigo lo que no es más que un procedimiento de rutina, que no afecta al proceso ni tampoco, como pudo comprobarse en Puente Grande, la vida de los grandes delincuentes en el interior del penal.

Vimos hace unos meses cómo los medios se volcaron a lograr exclusivas con El Mochaorejas, quien, no obstante ser quien es, se explayó en detalles morbosos de sus atrocidades para beneficio exclusivo del rating. Esta noción del delito como mercancía mediática ha sido el gran descubrimiento de la Tv, que sigue al pie de la letra la fórmula del Alarma! de otras épocas. Pero si la explotación del delito es buena para el negocio, no lo es para afirmar eso que con tanta pompa llaman el estado de derecho.

El caso más reciente ha sido el del ex gobernador Mario Villanueva, sobre quien pesan acusaciones variadas de ser un pillo de a kilo, pero la verdad es que se le exhibe como un condenado antes del proceso y de que el juez hubiera dictado sentencia.

Es urgente (con plan de desarrollo o sin él) que demos pasos para comenzar a entrar en un verdadero estado de derecho. Y eso supone moderar los juicios de alzada que se levantan en los medios, atendiendo mucho más al ajedrez del poder que a la verdad. A final de cuentas, la justicia debe ir más allá del bíblico "ojo por ojo".