La
imprenta, al llevar los textos a públicos diversos, provocó
un intercambio inusitado de puntos de vista y una alerta crítica
dominada por la polémica, la refutación y la corrección
permanentes (Figs. 3 y 4). Así, en la medida en que el relato histórico
le otorgó prioridad a la autenticidad del documento escrito, en
esa medida se alejó del arte literario. Asimismo, al depender cada
vez más de los testimonios escritos, se distanció de la frágil
memoria de los testigos contemporáneos del acontecimiento. Estos
cambios en las fuentes, el contenido y el análisis de los hechos
históricos suscitaron transformaciones profundas en la escritura
de la historia: inexorablemente el documento escrito se impuso sobre la
memoria oral, y el relato fundado en textos imperó sobre la memoria
basada en la observación y la veleidad del recuerdo subjetivo.
LOS CAMBIOS IMPULSADOS POR LA HISTORIA ACADÉMICA
En
el siglo XVIII los historiadores de la Ilustración, encabezados
por Voltaire (1697-1778), entablaron una inusitada batalla por la autonomía
de la historia. Como Voltaire, los historiadores de la Ilustración
eran burgueses que escribieron sus relatos inducidos por motivaciones propias,
no por mandato de los príncipes o de la Iglesia. En su Essai sur
les moeurs et le esprit des nations, Voltaire abandona la interpretación
teológica y la concepción eurocéntrica de la historia
y por primera vez intenta escribir una historia universal, un relato que
ordena los acontecimientos según su encadenamiento interno. Su anhelo
fue "hacer útil la Historia universal para la ilustración
del género humano". Voltaire quería [...] leer la Historia
como filósofo, ofrecer una 'filosofía de la Historia' --frase
[...] que estampó y lanzó al mundo por primera vez en 1756
en la introducción al Essai [...]. Filosofía de la Historia
significaba [...] nada más que el desglosamiento de las 'verdades
útiles' de la Historia".
The History of the Decline and Fall of the Roman Empire (1776-1778), la obra maestra de Edward Gibbon (1734-1794), no tuvo las repercusiones científicas de los escritos de Voltaire, pero desde su aparición fue aclamada como un libro clásico, admirado por sucesivas generaciones de lectores. La seducción que ha ejercido esta obra entre el público culto obedece, en buena parte, al hipnotismo que se desprende de su tema central: el ascenso y caída del imperio más poderoso de la antigüedad, una suma de civilización, épica conquistadora y perfección política. Gibbon consideró el Imperio romano como una de las grandes creaciones de la humanidad. Su libro fue el primero en trazar, apoyado en un abundante repertorio de fuentes, los orígenes del cristianismo, el ascenso del Islam y las aportaciones de la cultura Bizantina.
Recuperó, además, una de las cualidades del antiguo relato histórico: la virtud literaria. El profesor J. B. Blake, estudioso de la historia como arte, resume así la prosa que fluye en Decline and Fall of the Roman Empire:'
La sobriedad y la dignidad, la calidad y propiedad de la expresión corren paralelas con la grandeza del tema [...] Gibbon no relata los hechos tal y como los percibe. Por el contrario, los hace pasar a través de una serie de complejos y misteriosos cedazos que los pulen, refinan y enriquecen, hasta que finalmente emergen enjoyados y espléndidos [...] La fuerza y elegancia de su estilo tuvo la cualidad de convertir en narraciones fluidas temas tan abstrusos como las interminables guerras persas, las disputas teológicas de la Iglesia temprana o los aspectos técnicos de las reformas legales de Justiniano.
El gusto por la forma estética y el manejo riguroso de las fuentes alcanzó una de las cimas más altas en la obra del historiador alemán Leopold von Ranke (1795-1886). Su Historia de Alemania en la época de la Reforma (1839-1847) y la Historia de los papas (1878) le ganaron el título del "más grande maestro de la crítica filológica" y el prestigio de fino analista de la psicología de los personajes históricos (Fig. 5). "Poseía en grado sorprendente la aptitud para penetrar, como él decía, los pensamientos y los sentimientos ajenos". Estas cualidades se aunaron a su concepción estética de la obra histórica. Según Fueter, "Pocos historiadores han limado tan concienzudamente su estilo".
Entre sus méritos más notables figuran sus métodos de crítica interna de los documentos, "su innata necesidad de pulcritud frente a los testimonios de la vida humana [y] una necesidad absoluta de las fuentes más auténticas y originales". A esto hay que agregar su famosa prédica por el tratamiento objetivo de los asuntos del pasado, resumida en la sentencia siguiente:
Se ha atribuido a la historia el oficio de juzgar el pasado y de enseñar a sus contemporáneos en beneficio de años futuros; el presente ensayo no pretende tan altos designios: solamente quiere mostrar lo que realmente ha sucedido.
Sus críticos señalan que la influencia que ejerció como maestro de las nuevas generaciones fue probablemente más decisiva que sus propias obras y contribuciones metodológicas. En 1833 Ranke fundó el primer seminario de estudios históricos, una institución académica innovadora que formó una pléyade de historiadores procedentes de toda Europa, quienes a su vez difundieron los métodos y enseñanzas del maestro e impulsaron el desarrollo de la escuela alemana de historia, quizá la más influyente entonces en el mundo (Figs. 6 y 7).
El seminario de historia fundado por Ranke y las "escuelas" de historiadores que surgen en Alemania, Inglaterra, Francia e Italia entre mediados y finales del siglo XIX, anuncian la conversión del antiguo artesano de la historia en profesor universitario, en profesional dedicado exclusivamente a enseñar, estudiar y difundir el conocimiento histórico. En esos años se fundan en las universidades las primeras cátedras de historia, se forman archivos y bibliotecas que acumulan y ordenan el conocimiento del pasado, y la historia cambia otra vez de rango epistemológico: su lugar como una rama de las Bellas Artes se transfigura en disciplina emparentada con las humanidades y las ciencias sociales.
Así, mediante el examen cuidadoso de los vestigios históricos, sometiendo los testimonios a pruebas rigurosas de veracidad y autenticidad, el relato histórico se transformó en un saber crítico, en un conocimiento positivo de la experiencia humana. La investigación histórica estableció entonces la regla que dice que "una afirmación no tiene derecho a producirse sino a condición de poder ser comprobada", y nos advirtió que "entre todos los venenos capaces de viciar el testimonio, el más virulento es la impostura".
En la medida en que el historiador puso mayor cuidado
en la crítica y selección de sus fuentes, mejoró sus
métodos de análisis y sacó provecho de los métodos
de las ciencias y las disciplinas humanistas, en esa misma medida se transformó
en un impugnador de las concepciones del desarrollo histórico fundadas
en los mitos, la religión, los héroes providenciales, los
nacionalismos y las ideologías de cualquier signo. De este modo,
en lugar de buscarle un sentido trascendente a los actos humanos, de legitimar
el poder o de ponerse al servicio de las ideologías, la práctica
de la historia se convirtió en ejercicio crítico y desmitificador,
en una "empresa razonada de análisis", como decía Marc Bloch.
LA REVOLUCION PROMOVIDA POR LA HISTORIOGRAFIA FRANCESA
Y EL ASCENSO DE LAS CIENCIAS SOCIALES
Entre fines del siglo XIX y los años que siguen
a la Segunda Guerra Mundial, al estudio de la historia se convierte, por
efecto de la formación de los estados nacionales, en materia ineludible
en los niveles de la enseñanza básica, media y superior de
los países del mundo occidental. La formación de los nuevos
ciudadanos y la exigencia de fortalecer la identidad nacional le confirieron
al estudio de la historia un lugar privilegiado.
Bajo estos auspicios, entre 1960 y 1980 ocurrió en Francia una transformación radical de las formas de investigar, pensar y escribir la historia, que en pocos años se expandió a la mayoría de los recintos universitarios. La escuela francesa (Fig. 8), llamada de los Annales por el nombre de la revista que difundió sus concepciones acerca de la tarea del historiador, inició un acercamiento a los métodos desarrollados por las ciencias sociales (economía, demografía, geografía, sociología, antropología), que en pocos años produjo una renovación de la historiografía académica, un racimo de obras maestras y una reconsideración de la escritura y los fines de la historia.
Bajo la influencia de las ciencias sociales la historia comenzó a cambiar de rostro y de vestidos. Súbitamente la investigación histórica se contaminó de crisis, ciclos, coyunturas y transformaciones económicas, demográficas, sociales y políticas. Los historiadores se apropiaron las técnicas cuantitativas y con esos utensilios reconstruyeron impresionantes series de producción, precios, salarios y flujos comerciales y demográficos que iluminaron las estructuras sobre las que reposaban las sociedades preindustriales y las líneas de fuerza que impulsaban su dinámica. Lo que antes era un campo ignoto se tornó una lectura persuasiva de la estructura económica y social, de las fluctuaciones económicas y de las desigualdades entre las clases sociales.
El pasado adquirió una dinámica y una complejidad insospechadas. De pronto, la cronología política construida por los antiguos historiadores fue desafiada y reubicada por los tiempos largos que registraban la lenta formación a lo largo de los siglos de las estructuras demográficas y los sistemas económicos, por el tiempo convulsivo de los ciclos y las crisis demográficas, agrícolas y comerciales, y por el tiempo rápido de los acontecimientos cotidianos. Estos nuevos registros de la temporalidad arrojaron luz sobre otras contradicciones del desarrollo social. La dinámica histórica dejó de ser una trayectoria lineal ocasionalmente alterada por los cambios políticos y adquirió el perfil de un devenir desigual, continuamente interrumpido o alterado por las diferentes fuerzas que intervenían en la formación de la fábrica social.
El éxito que saludó a estos nuevos métodos se extendió a otros campos del pasado y a otros países. El análisis histórico basado en técnicas sofisticadas abarcó tanto el examen de la antigüedad como el de los tiempos modernos y contemporáneos. Incluyó el estudio de las representaciones de la conciencia colectiva ("mentalidades"), como el análisis de la religión, los mitos, el poder, el desarrollo urbano, el discurso del historiador, los sistemas educativos y alimentarios, el cuerpo, la locura, la sexualidad... Nuevos temas que a su vez estimularon la aparición de otros métodos y de nuevas preguntas al pasado.
Al revisar el alcance de estos logros Peter Burke comentaba
que en la última generación "el universo de los historiadores
se ha expandido a un ritmo vertiginoso". La marcha conquistadora de la
historia en campos hasta entonces ignorados no dejó de sorprender
a los mismos cultivadores de Clío. Casi todos celebraron la tendencia
de los estudios de la religión la literatura, las ciencias, la política
o del arte a explicar un mundo más amplio mediante el estudio en
profundidad de conceptos globales: lo sagrado, el texto, el código,
el poder, el monumento. Otros destacaron la audacia de una disciplina que
se atrevía a incorporar temas y sujetos que hasta entonces habían
permanecido fuera de su órbita. En las numerosas publicaciones que
inundaron el mercado universitario se advierte que los historiadores se
sentían orgullosos por la extraordinaria dilatación de su
disciplina y su ventajosa relación con las ciencias sociales.
LA NUEVA HISTORIA
Se trata entonces de una nueva historia que ha modificado
los cánones de la historia tradicional. En contraste con la historia
que privilegiaba el análisis de las instituciones y de la vida política,
la nueva se interesa por casi todos los ámbitos del pasado. Si la
historia tradicional tenía por cometido la narración de los
acontecimientos, la más reciente se ejercita en el análisis
de las estructuras y prefiere la explicación. Mientras la antigua
historia se centraba en las hazañas de los grandes hombres y en
los acontecimientos espectaculares, la nueva se interesa por los sectores
populares, por los rincones olvidados de la vida cotidiana, así
como se ha explayado en historiar la vida de los marginados y de los "pueblos
sin historia".
Finalmente, frente a las pretensiones de la escuela positivista que ambicionaba contar la historia "como realmente ocurrió", las nuevas corrientes asumen un moderado relativismo cultural. En lugar de pretender ser la "Voz de la Historia", la historia que hoy se practica se define como un conjunto de "voces diversas y opuestas" que concurren en un escenario polifónico.
El lector al que se dirige esta historia es un público
académico, pero considerablemente ampliado por el crecimiento ininterrumpido
del sistema universitario, los medios de comunicación masiva y las
redes de difusión del conocimiento especializado. Se trata de una
historia que se lee simultáneamente en los principales centros científicos
e intelectuales del mundo, y que dispone de medios de difusión de
una proyección incomparable con respecto a los que había
hace tres décadas. En los días que corren el nombre de los
historiadores y su pensamiento circulan más allá del ámbito
del aula y los libros. Están presentes en revistas de difusión
mundial, en las páginas culturales de los diarios, en el radio,
las pantallas de televisión y el internet.
LAS INSTITUCIONES ACADÉMICAS MEXICANAS Y EL
NUEVO CANON PARA RELATAR EL PASADO
En la segunda mitad del siglo XIX la prolongada tradición
historiográfica mexicana ascendió a niveles de excelencia
en la crítica y selección de las fuentes básicas para
reconstruir el fragmentado pasado de la nación. Un pequeño
grupo de historiadores conservadores y liberales, bajo las influencia de
las escuelas francesa y alemana, se esforzó por aclimatar en el
país los paradigmas de la historiografía europea (Fig. 9),
y por fomentar una recuperación del pasado más objetiva,
menos inclinada a tomar partido por los grupos políticos en pugna.
Esta tradición confluyó en la primera mitad del siglo XX
con las nuevas corrientes historiográficas europeas y norteamericanas,
y con el establecimiento en México de instituciones académicas
dedicadas a fomentar los estudios históricos.
La fundación de institutos, escuelas, licenciaturas, maestrías, doctorados, cátedras y seminarios dedicados a formar profesionales de la enseñanza y especialistas en la investigación histórica cambió la forma, el contenido y los fines del relato histórico (Figs. 10 y 11). En adelante, para ser profesor o para dedicarse a la investigación histórica será imprescindible poseer esa especialización y acreditarla con el título correspondiente. Poco más tarde la profesiqonalización de los estudios históricos dio lugar a los claustros de profesores, que a su vez constituyeron los colegios académicos, los organismos normativos que definieron una separación neta entre el especialista acreditado y el historiador aficionado. Así, al crear la institución académica un espacio físico donde se concentraron recursos económicos y administrativos, profesores, investigadores y estudiantes, bibliotecas y medios de difusión, fundó un establecimiento poderoso, que a partir de entonces tuvo la capacidad de generar sus propias interpretaciones de la historia, de manera semejante a como antes la polis, el Príncipe o el Estado impulsaron interpretaciones del pasado que resultaron ser las más duraderas e influyentes.
La concentración de estos recursos en la institución académica la indujo a crear un modelo o canon del relato histórico y le proveyó los medios para reproducirlo y expandirlo en forma acumulativa, mediante la enseñanza, la investigación, la publicación de revistas y libros y los congresos y coloquios dedicados al análisis de las producciones y tendencias historiográficas. En la construcción de ese paradigma las instituciones mexicanas imitaron el modelo ya probado en las instituciones europeas.
Las
prescripciones de la vida académica europea se trasladaron a las
universidades mexicanas a través del sistema escolar y los métodos
de investigación. Los cedazos para formar profesores e investigadores
fueron las licenciaturas, las maestrías y los doctorados establecidos
tiempo atrás en las universidades del viejo mundo. El paradigma
donde confluían las diversas vertientes de esa tradición
era la confección de la tesis, el artículo o el libro que
resumían un largo entrenamiento cuyo fin último era presentar
una contribución importante, una revisión del pasado, formular
una perspectiva diferente o iluminar un trasfondo escondido de ese legado
(Figs. 12-17). Además de demostrar las habilidades adquiridas en
la profesión, la tesis debía fundarse en archivos ignorados,
en documentos no visitados antes, refutar antiguas interpretaciones o renovar
el conocimiento sobre un personaje, tema o época considerados decisivos
en el devenir histórico de la nación. El marco de estas investigaciones
fue la nación; la historia nacional vino a ser el escenario privilegiado
de la historiografía académica.
LA DIVISION ENTRE LA HISTORIOGRAFIA PROFESIONAL Y
LA MEMORIA COLECTIVA
Este
modelo para interrogar al pasado, al fundarse en el escrutinio de documentos
inéditos, métodos refinados y teorías sobre el desarrollo
humano, propició un rompimiento funesto entre la historiografía
académica y la memoria colectiva. La memoria que recogía
el pasado en forma de mitos, remembranzas legendarias, ritos, tradiciones
orales y creencias derivadas de un pasado remoto, cayó en descrédito
y fue arrumbada en el cajón de los testimonios fantasiosos. Los
historiadores egresados de la institución académica decretaron
que la fuente idónea, objetiva e irreprochable para recuperar científicamente
al pasado eran los documentos, el texto, la escritura.
Para Josef Yerushalmi, el historiador que mejor ha estudiado la oposición entre la memoria colectiva del pueblo judío y la historiografía moderna, este rompimiento se produjo cuando esa tradición comenzó a ser analizada bajo los paradigmas de la historiografía occidental. Yerushalmi sostiene que el fundamento de la memoria colectiva judía es El libro, la Torah, el conjunto de creencias religiosas, tradiciones, mitos y avatares que forjaron la identidad del pueblo judío, transmitidas cotidiana e incesantemente por las instituciones sociales y religiosas que eran parte orgánica de la sociedad judía. Cuando esta tradición fue revisada y puesta en duda por la historiografía occidental, la investigación académica acabó por volverse en contra de lo que hasta ese momento había sido el fundamento histórico más hondo del pueblo judío, su tradición milenaria. Según Yerushalmi, "Sólo hasta la era moderna encontramos, por primera vez, una historiografía judía divorciada de la memoria colectiva judía y, en algunos aspectos cruciales, totalmente contraria a ella."
Un
proceso semejante ocurrió en México cuando el canon de la
historia occidental se impuso en los centros académicos. Entonces
la tradición oral fue relegada por la investigación fundada
en documentos; los mitos, los ritos y las tradiciones que transmitían
la memoria colectiva recibieron el calificativo de leyendas, o fueron definidos
como testimonios sin sustento científico; y asimismo, el relator
de las gestas del pueblo, el recolector de la memoria local y regional,
fue rechazado por las normas académicas que decretaron que sólo
el investigador formado en sus recintos reunía las cualidades para
rescatar científica y objetivamente el pasado.
LAS DEFORMACIONES DEL CANON ACADÉMICO
Sin embargo, en el lapso que va de 1980 a fin del siglo
pasado se advierte una caída de los altos niveles establecidos por
la historiografía profesional, un deterioro alarmante de las instituciones,
fallas en la formación de profesores e investigadores y una pérdida
del vigor intelectual que animó la fundación de esos centros.
El primer indicador de esa debacle es la ausencia de liderazgo en las instituciones
dedicadas a conducir la enseñanza, la investigación y la
difusión de los conocimientos históricos. Al contrario de
la efervescencia de hace cuatro o cinco décadas, cuando esas instituciones
dirigían las grandes empresas de investigación, la formación
de los profesores y los planes de estudio, hoy ese impulso creativo se
ha desvanecido (Figs. 12 a 17). En la mayoría de estos centros una
idea equivocada del quehacer científico separó la investigación
de la enseñanza, de tal modo que la primera no apoya más
ni renueva a la segunda, mientras la investigación camina al garete,
sin programas ni metas, abandonada a los impulsos individuales de cada
investigador.
Otro signo negativo que se multiplicó en estas instituciones en las décadas de 1970 y 1980 fue la pérdida de los antiguos niveles de rigor y excelencia académica, y su sustitución por prácticas populistas, ideológicas, gremiales y burocráticas. Lo alarmante no fue la aparición de esas corrientes, sino la ausencia de crítica a sus propuestas, y la consiguiente imposición de sus contenidos ideológicos en la investigación y la docencia.
La obra misma del historiador es un espejo fiel de las transformaciones ocurridas en el sistema productivo y en la profesión. De 1940 a la fecha se han publicado más obras históricas que en todos los periodos anteriores, como consecuencia de la multiplicación de las instituciones, revistas y casas editoriales dedicadas a difundir los productos académicos. En una proporción semejante aumentaron las tesis de los historiadores, y aún más las reuniones, congresos y simposios.
Pero ocurre que la mayor parte de esta producción está representada por estudios especializados que sólo leen los mismos profesionales de la historia y sus estudiantes. Se produce más porque la obra publicada es el principal indicador de los méritos del investigador y un signo de prestigio; y porque, en fin, la historia es una profesión de letrados, y, sin obra, no hay historiador. Pero no se produce más para más gente o más lectores, como lo prueba el hecho devastador de que la institución académica tiene el récord mundial por concepto de almacenamiento de libros: ¡cientos de miles (algunos hablan de millones) de libros guardados en las bodegas!
En el itinerario recorrido por la investigación histórica en los últimos 20 años no se distingue un programa, ni el seguimiento de metas precisas. Más bien semeja un mapa trazado por aventuras individuales, donde abundan los arrancones sin continuidad, las exploraciones aisladas, los empalmes fortuitos y las rutas zigzagueantes. La temprana iniciativa de los fundadores de la institución académica (Figs. 12-17), que en las décadas de los cuarenta y cincuenta quiso encauzar las tareas de la institución a través de seminarios con programas de corto y mediano plazo, acabó pulverizada por los intereses particulares de los investigadores. En los años sesenta éstos lograron imponer sus distintos proyectos individuales como equivalentes del programa institucional. Lo que hoy se conoce como tal es en realidad la suma de las investigaciones propuestas por cada investigador, definidas por su propia formación o por las modas provenientes del exterior. Desde entonces no hay un plan concertado por el conjunto de los investigadores, o ajustado a las necesidades de la institución, a la situación del país o a las demandas del futuro inmediato.
Bajo la bandera de "libertad de cátedra y de investigación", principios que antes defendieron la libertad de opinión y la pluralidad del pensamiento académico, hoy se protegen intereses corporativos que se oponen a cualquier intento de racionalizar la enseñanza y la investigación.
Un ejemplo devastador de despilfarro académico, que muestra los extremos a que puede llegar el uso de los recursos públicos para fines corporativos, es el altísimo costo que hoy tiene el área editorial de las universidades públicas. En primer lugar, la producción de libros académicos es más costosa que la comercial; en segundo lugar no llega al mercado al que estaba destinada porque la distribución es catastrófica; y por último, el costo mayor de producción es el que se eroga por concepto de pago de las bodegas donde esos libros pasan la mayor parte de su vida útil. Este fenómeno monstruoso ocurre, con leves diferencias, en la mayoría de las instituciones académicas y universitarias y continúa reproduciéndose con el consentimiento de sus miembros.
En él convergen la suma de intereses corporativos que hoy aplastan la institución académica. Participa el interés corporativo de los investigadores y profesores porque si no publican en las imprentas académicas no podrían hacerlo en las comerciales, donde sus productos no tienen atractivo ni demanda en el mercado. Interviene el interés de los directores y administradores de la institución, porque la "edición de las obras científicas y culturales" es uno de los argumentos que justifican el presupuesto que se les otorga. Y, finalmente, se suma a ellos el interés gremial de los trabajadores que laboran en las áreas editoriales y de difusión, porque si esas dependencias fueran cerradas por ineficientes quedarían sin trabajo. Así, la justificación última de la institución académica, "producir los más altos conocimientos y divulgarlos entre el público más amplio", ha sido desvirtuada por la intromisión sin freno de los intereses corporativos en la definición y realización de sus objetivos.
Quizá el drama mayor que enfrenta la institución académica es su envejecimiento, su obsolescencia como fatalidad. Por una combinatoria siniestra (crisis económicas, crecimiento constante de la población estudiantil y disminución progresiva de los ingresos, imprevisión programática..), la universidad pública y el aparato cultural del Estado dedicado a la investigación, son establecimientos envejecidos. La UNAM, el Instituto Nacional de Antropología e Historia, El Colegio de México y la mayoría de las universidades de los estados de la Federación, laboran con un personal que en su mayoría sobrepasa los 45 o 50 años de edad. Y aún cuando esta situación era previsible hace dos décadas, ni sus directores ni las secretarías correspondientes del gobierno, formularon programas de jubilación dignos para sus profesores e investigadores, seguidos de un programa de contratación para las nuevas generaciones. El resultado es ominoso: nuestras instituciones científicas y culturales más importantes y prestigiosas están amenazadas de muerte gradual porque el mal que las corroe está volviendo obsolescente su personal y sus conocimientos.
La generación que podía y debería sustituir a nuestros antiguos profesores e investigadores está presente, pero fuera de las aulas y los laboratorios de la universidad pública, en el desempleo, o trabajando en destinos que no había previsto ni imaginado.