viernes Ť Ť junio Ť 2001

Horacio Labastida

ƑHacia el primer mundo?

Los que hablan de nuestro inminente arribo al primer mundo, admiten implícitamente que las naciones ocupan distintas jerarquías en el desarrollo: las hay de cuarta clase, de tercera, segunda y la primera donde están el Tío Sam a la cabeza y sus acompañantes, la obediente Albión, Alemania, Francia y Japón; y partiendo de esta división muy de moda desde la segunda mitad del siglo pasado y ubicando a México, Argentina y Brasil entre los más industriales en América Latina, nuestros optimistas políticos celebran con alegría el próximo salto del tercer lugar al primero, una vez que hagamos lo que estos optimistas dicen que debemos hacer. Las cosas vinieron a cuento por los chistes que el Banco Mundial (BM) acostumbra expresar en hablando de nuestro futuro. Apenas ayer o antier esta organización multinacional, creada en la Conferencia de Breton Woods (1944), celebrada en las postrimerías de la Segunda Guerra Mundial, nos espetó el pronóstico de que en cuanto privaticemos la industria eléctrica, entregándola a la inversión privada, y eliminemos contratos colectivos y otros beneficios sociales, en un abrir y cerrar de ojos la tierra de Hidalgo y Morelos dejará atrasos, pobrezas, hambres y desesperaciones que hoy sufren las masas, y verá florecer en toda su extensión abundancias, bienestares, progresos y comodidades, que según el propio BM son los ajuares y adornos de las naciones avanzadas, sin contar por supuesto las colectividades desempleadas, agobiadas y angustiadas que llenan las barriadas y avenidas de las capitales y no capitales de las poblaciones prósperas. Pero no mirando lo negro y sí lo blanco de la realidad, siguiendo aquellos prudentes y sabios consejos del BM y socios, los mexicanos saldremos vigorizados de los laberintos que nos atrapan si dejamos que nuestras despensas nacionales sean administradas por los encumbrados señores del dinero.

Pero ese gracioso panorama que nos pintan financieros y políticos es erróneo a pesar de los altos estudios en que se inspiran, pues suponen algo aperplejante: que no estamos en el primer mundo donde en verdad sí estamos cumpliendo tareas que forman parte del acaudalamiento de los acaudalados. La certeza es clara. México siempre ha formado parte del primer mundo desde que fue colonizado por los reyes castellanos, porque a partir de entonces desempeñamos no sin penas el papel de primer mundo que en el marco del primer mundo se nos ha asignado en las distintas etapas históricas. Lograda la integración de España por los reyes austrias que suplieron a los católicos Fernando e Isabel, en el siglo XVI, una Nueva España ajena a la incomodidad de Hernán Cortés y los primeros colonos, muchos de estos miembros distinguidos de las escorias hispanas trasladadas al continente descubierto por Colón, tomó su lugar como consumidora de productos peninsulares y exportadora de riquezas a los tesoros reales. Fue nítido entonces que el virreinato inaugurado por Antonio de Mendoza y aplaudido por Luis de Velasco, entró de lleno a lo que fuera el primer mundo español, como un factor esencial de este primer mundo al consumar funciones económicas y políticas de primera magnitud: ayudar a mantener la supremacía de la Corona en América e ingresar en la contabilidad imperial con enormes cargas de oro, plata y otros materiales prístinos. Es decir, nuestro estar en el primer mundo de Carlos I y Felipe II consistía en ser vetas superexplotadas para el brillo y tonante mando de los austrias españoles; y no obstante que España cayó frente al poderío inglés y la borbónica dinastía francesa de Luis XIV, durante tres siglos nos mantuvimos flotando con tal monarquía en lo que del primer mundo le correspondió durante los siglos XVI, XVII y XVIII.

Consumada la revolución industrial que cambió los poderosos económicos y políticos al dinamitar a las viejas aristocracias y su mercantilismo, ya independientes de Fernando VII asumimos los quehaceres que nos asignaron los nuevos centros metropolitanos. En el juego del capitalismo creciente y avasallador, nos tocaría ser parte de sus grandiosos espectáculos al ubicarnos en el teatro universal con las vestiduras de una economía exportadora e industrial dependiente de otra economía principal y hegemónica, actuación que hemos representado bien desde los años del porfirismo limantouriano (1893 en adelante) hasta el presente, y de manera muy especial en la atmósfera de la Gran Depresión (1929-39) y de la última guerra mundial (1939-45), sin desconocer por supuesto la caída del socialismo soviético (en agosto de 1991 fue disuelto el PCS), aires que nos hicieron sentir casi industrializados y con potencial suficiente para invertir con el extranjero dentro del esquema del subimperialismo dependiente. Obvio resulta así que nuestra participación en el primer mundo no nos ha entregado papeles principales, sino los secundarios que corresponden a personajes desfalcados por los habilísimos operadores del capitalismo trasnacional que antes y ahora acentúa nuestro ser explotado al interior del primer mundo.

Las conclusiones caen por su propio peso. Nunca hemos dejado de ser parte del primer mundo, y dentro de sus circunstancias hemos sido activos colaboradores como naciones superexplotadas, sin las cuales muy probablemente el primer mundo sería arrastrado sin piedad a sus quizá no pomposas honras fúnebres.