viernes Ť Ť junio Ť 2001

Jaime Martínez Veloz

Desprestigio y responsabilidad

El descrédito de la política en la cultura de nuestro país tiene la faz de los partidos políticos, desde donde se define el rostro fisiológico o singular del político, como un actor de pensamientos, metas e ideologías.

Los partidos políticos se dan el dudoso lujo de desgastar su imagen en una cultura que los excede y va más allá de sus perspectivas programáticas. Pero esto es consecuencia de una naciente participación popular que los partidos mismos conglomeran. Sin duda vivimos en México una nueva realidad partidaria y una conmoción interna en cada una de sus estructuras. Estamos viendo cismas de disputas inéditas, como la que protagonizan López Obrador y Rosario Robles, coaliciones inesperadas en el PRI con el ascenso de una corriente que sin duda tiene una carta en el juego de las ideologías revolucionarias (digamos que el nacionalismo ya de viejo cuño siempre será un valor alternativo y polémico en la propuesta de depredación que significa el foxismo) y el enfrentamiento entre Diego Fernández de Cevallos y el presidente Fox, como un arreglo de mampostería coreográfica, del cual, sin embargo, se sacan grandes dividendos como es la aprobación de leyes a gusto de los latifundistas que, más allá de las siglas en sus sacos, ven fundidos sus intereses.

Al ciudadano no le merecen confianza los partidos políticos. La expresión de la crisis en los partidos locales, estatales y nacionales tiene ese talante de urgencia ciudadana en la decisión que significa aportar el voto y dar poder a un hombre con relación a sistemas parlamentarios y de representación institucional que viven, a su vez, las tensiones del ejercicio no siempre estable y con urgencias de programar a plazos mayores.

El prestigio del político vive esta crisis en relación con la cultura ciudadana. La inestabilidad en las relaciones entre personas al interior de los partidos (o corrientes y grupos), los juegos sorprendentes por lo secreto (según se vio en el Senado con el voto del PRD a favor de la ley indígena, así como en el enfrentamiento de dos dirigencias: los chuchos y el cardenismo genealógico --recordemos que los cárdenas votaron por la abstención) y las prendas que ustedes quieran de cada partido, pues en esto hay para dar y regalar, lo cierto es que se vive una transición que desde los partidos políticos se deslegitima ante aspiraciones colectivas que quisieran y necesitan algo más allá de los plazos o reformas propuestos como degolladeros.

El foxismo, con sus fanfarrias bancarias, Banamex, el Plan Puebla-Panamá y demás realidades y sueños, quiere condenarnos al sometimiento que ya significa la proyección de población mundial que crecerá hacia el 2050 en 2 mil 900 millones, de los cuales solamente 49 millones habrán nacido en los países industrializados (Oficina de Referencia Poblacional. La Jornada, 22 de mayo).

La globalidad es la aceptación de una desigualdad planetaria que se asume como naturaleza del destino de la humanidad, en la gran marcha hacia la desaparición de las naciones (oh, pero si no nos habíamos dado cuenta los mexicas que tenemos nuestro propio traspatio hasta Panamá).

Ante este panorama los partidos políticos dirimen una lucha que en este tramo de la transición permitirá ver si los ciudadanos pueden esperar algo distinto en las propuestas desde el poder, que no sea más de lo mismo, pero ahora como caporales o capataces de esa cadena a la que nos quiere condenar el sentido global, foxista y panista, en la transacción que se pacta en las altas esferas que nos dan línea, o sea, Estado Unidos, el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional.

Desprestigio político va aunado, sin embargo, a una gran responsabilidad histórica en la vida política de México. Ser priísta, perredista o panista no tiene en ningún caso una garantía de virtud, pues en gran medida son los valores personales los que la ciudadanía identifica: trayectoria, discurso, palabras en los congresos y los foros públicos, con la esperanza de que prive un carácter suficiente para enfrentar estos retos tan grandes.

La desconfianza en los partidos políticos tiene distintos grados y van desde la franca suspicacia que linda con el narcotráfico, el lavado de dinero, el secuestro y el crimen, hasta los niveles más sofisticados de la moral pública como es la retórica de los jurisconsultos y personeros del régimen.

Desprestigio y responsabilidad, magra mancuerna que asumida con la pasión de la demanda que percibimos en las personas, las familias, los grupos sociales, quienes nos dedicamos a este oficio, podemos vivir como una condición y una rebelión: una condición del desarrollo político de nuestra hora y una rebelión contra esa asunción que propone ya no pensar al hombre público como un actor de la transformación, sino como un gerente. Allá, en la divina ley global está toda la estrategia, no debemos preocuparnos en la ejecución que nos condena a ser caporal, capataz o piloto automático.