JUEVES Ť 31 Ť MAYO Ť 2001

Angel Guerra Cabrera

La paradoja de Israel

El conflicto israelo-palestino cumplió ya más de medio siglo sin que los acuerdos y negociaciones celebrados hasta hoy hayan contribuido en lo más mínimo a su solución. Al contrario, la asimetría respecto de los derechos palestinos de que han partido todos los planes de paz ha propiciado que se acumulen cada vez más frustraciones y enconos entre los dos bandos, y ha hecho más difícil aspirar a una auténtica salida pacífica, justa y duradera al contencioso en un futuro previsible.

Mientras tanto, ya se ha vuelto rutina enterarnos de que un civil palestino, con frecuencia un niño que lanzaba piedras contra los ocupantes israelíes, cayó fulminado por los disparos. Y no se ve el fin a esta espiral de violencia. No escucharemos ninguna condena del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, porque allí tiene derecho al veto Estados Unidos, el aliado de Israel por excelencia.

El fondo del problema es que todos los planes de paz han considerado a Israel como una entidad por encima del derecho internacional y requerido a los palestinos la aceptación de condiciones tan humillantes como probablemente no se le haya pedido aceptar nunca a ningún otro pueblo.

Los acuerdos de Oslo de 1993 fueron presentados ante el mundo como la llave que abriría la puerta a un arreglo definitivo. Aparte de algún cuestionable premio Nobel de la Paz, nada ha quedado de ellos. Hasta los mismos pulpos internacionales de la comunicación que los celebraron en su día, hace tiempo les extendieron el certificado de defunción.

Igual suerte corrieron las conversaciones de Camp David II, con las que William Clinton pretendió pasar a la historia como el arquitecto -ahora sí- de un entendimiento entre palestinos e israelíes. Se ha achacado todo el fracaso de aquel proceso a la visita que realizara entonces al Monte del Templo el ultra -y ahora primer ministro- Ariel Sharon.

Efectivamente, esta acción en extremo provocadora abrió la válvula a la ira contenida del pueblo palestino contra los acuerdos de Oslo y detonó una nueva rebelión popular, o intifada, que abortó las negociaciones. Pero éstas estaban en cualquier caso condenadas de antemano al fracaso.

El plan de Clinton dejaba en manos de Israel las mejores tierras de Cisjordania a cambio de un sector del desierto Neguev, utilizado como vertedero de desechos tóxicos, para los palestinos. También se le entregaba a Tel Aviv la administración del agua y bajo la forma de arrendamiento el control de todo el valle del Jordán. El Estado hebreo conservaba el control de las fronteras palestinas y de todas las carreteras y encima se anexionaba gran parte de Jerusalén oriental. Para colmo, se negaba a los refugiados palestinos el derecho a retornar a su tierra de origen. En suma, la propuesta estadunidense pretendía consagrar per secula la condición de paria al pueblo palestino.

El de los refugiados es un tema humano de gran magnitud que no se puede soslayar en ningún plan de paz serio. Arranca de un hecho en extremo paradójico, por cierto reconocido en la actualidad por historiadores israelíes. Se creó el Estado de Israel en 1948 para reparar la injusticia del éxodo milenario del pueblo judío, pero se hizo a expensas de obligar al éxodo de otro pueblo.

Alrededor de 700 mil palestinos fueron forzados en aquella fecha a dejar su tierra por una política aplicada deliberadamente por las fuerzas islaelíes que los llevó a dispersarse por varios países árabes. Hoy sus descendientes, que viven en campos de refugiados, suman cerca de 4 millones, si se incluye el millón y medio aproximadamente dislocado en la franja de Gaza, Cisjordania y territorios ocupados.

Es significativo que ningún gobierno en turno en Israel, sea de la ultraderecha del Likud, o de la izquierda laborista, haya estado nunca dispuesto a asumir que la paz pasa necesariamente por el retorno de los refugiados a su patria.

Sin embargo, las leyes de Tel Aviv establecen desde su misma fundación la prerrogativa de toda persona de origen hebreo en cualquier parte del mundo a vivir en el Estado de Israel. Nadie desde una posición humanista podría cuestionar la legitimidad de tal principio. Pero desde la misma postura tendría que reclamar igual trato para los refugiados palestinos.

Para alcanzar la paz, Israel no tiene otra alternativa que reconocer que en esta historia los palestinos han sido las víctimas y reparar el despojo en que ha basado la fundación y existencia de su Estado. Debe aceptar que los palestinos tienen también derecho a constituir un Estado nacional en condiciones dignas y con fronteras seguras.

No hacerlo podría prolongar al infinito el sufrimiento de ambos pueblos y, eventualmente, conducir a una conflagración en el Medio Oriente, que nadie en su sano juicio desearía.

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