Sergio Ramírez
La noche de Oscar el Sonámbulo
Entre las masas simétricas de los edificios neoclásicos que forman la llamada Isla de los Museos en el corazón del antiguo Berlín oriental, los centenares de espectadores, que han hecho cola por horas, se apresuran en armar sus reposeras de lona sobre la grama del patio central, como en la cubierta de un gran barco, porque el espectáculo al aire libre en esta noche de primavera va a dar inicio. En la inmensa pantalla de cine que se alza frente a las escalinatas en sombras de la Vieja Galería Nacional, fulguran los primeros resplandores de la proyección y abajo, en el tinglado, se agitan las cabezas de los músicos de una extraña orquesta que arranca a tocar una fanfarría dodecafónica.
Estamos presenciando una exhibición de El gabinete del doctor Caligari, el clásico mudo de Robert Wiene, acompañado por la ejecución de la orquesta del grupo de teatro Samba-Ramba. Cuando Oscar el Sonámbulo se agita en la pantalla con su cuchillo asesino, un trémolo de violines sincopados va detrás de sus pasos, y un coro espantado lo sigue por las callejuelas cubistas del escenario de arriba.
La orquesta tiene en lugar de uno, dos directores, disfrazados con pelucas que los asemejan a aquellos detectives gemelos de las historietas cómicas de Tin Tin. Uno junto al otro, agitan sus batutas con movimientos falsamente majestuosos frente a los músicos vestidos de frac estrafalarios y sombreros de chimenea como los deshollinadores de las novelas de Dickens, los hombres; y en tules de novias de otro mundo las mujeres, princesas bailarinas de circo como dobles, o triples, de Giulietta Masina en Ocho y medio, de Fellini. Mientras tanto el recitador, que repite en alta voz los letreros de cine mudo de la película, es el Groucho Marx ateperetado y solemne de Duck Soup.
Toda esta fantasmagoría teatral tiene de Dickens, de Fellini, de los hermanos Marx, de Woody Allen, y por supuesto, del propio Wiene, porque lo que ocurre arriba, en la pantalla silente, resulta emparentado con lo que ocurre abajo, entre el gran alboroto de las improntas de la música: esperpentos que aúllan fingiendo que huyen, muñecas de nariz empolvada repasando el arco sobre las cuerdas del cello, payasos de caras de espectro. Y cuando arriba termina un rollo de la proyección, y siguen abajo las estridencias fantasmales de la música, desde el patio de las butacas playeras sube al estrado uno de los actores de cara enharinada para abrir el sarcófago de madera que guarda una réplica de carne y hueso de Oscar el Sonámbulo, vestido en malla de balletista, y que amenaza a la audiencia con su cuchillo antes de encerrarse de nuevo, como el pájaro asesino de un reloj de cu-cú.
No es un espectáculo cualquiera. Los músicos y los actores del Samba-Ramba son todos niños y adolescentes discapacitados -una madre se acercará al tinglado al final de la función llevando la silla de ruedas en que habrá de transportar a su hijo- muchos de ellos víctimas del síndrome de Down. No tienen una sola falla a lo largo de la representación, ni en la ejecución musical, ni en las salidas escénicas, y no hay por qué verlos con lástima. No será necesario aplaudirlos por piedad, ni ellos lo esperan. No necesitan de nuestra condescendencia. Son actores y músicos de verdad, y alcanzan la excelencia gracias a la disciplina y al trabajo de conjunto.
No es lo primero que hacen en teatro, acompañar una película muda como El gabinete del doctor Caligari; antes han puesto el Woyzeck, de Büchner, y Final de partida de Beckett, desafíos serios para cualquier grupo teatral. Su director, padre de un niño discapacitado que actúa también, es nada menos que Klaus Efort, dueño de una célebre historia de puestas en escena en el Berliner Ensemble y en el Deutsches Teather, y quien en los años setenta hizo época dirigiendo El círculo de tiza caucasiano de Bertolt Brecht; fue entonces cuando lo conocí, durante los años de mi primera estadía en Berlín.
El Samba-Ramba es parte del Taller Reloj de Sol (Sonneuhr), que ejercita a niños y adolescentes discapacitados en artes plásticas, cerámica, relato oral, teatro y música, para ayudarlos a encontrar un sentido permanente a sus vidas, de alguna manera rotas. No sólo darles cariño, sino hacerlos sentirse capaces de crear. He comprobado el éxito rotundo de este propósito al acercarme al final de la función a los actores, para felicitarlos. Sudaban a chorros en sus disfraces, orgullosos y excitados por el triunfo de su gran noche, cuando ya se dispersaba el público que los había aplaudido largamente de pie. Una ovación verdadera.