SABADO Ť 26 Ť MAYO Ť 2001

SPUTNIK

Amores gatos

Juan Pablo Duch

Moscú, 25 de mayo. Según los estereotipos, esos grilletes mentales que nos hacen creer que si un chino en Pekín, por ejemplo, va a comprar arroz lo hace invariablemente en bicicleta, cada ruso debería de tener un oso en la azotea de su casa, encadenado para evitar que se meta por error en el elevador y mate de un infarto a los vecinos.

No carente de lógica, el propósito sería amenizar las fiestas familiares, haciendo bailar al oso a golpe de acordeón o balalaika, evitando a sus dueños hacer el ridículo como danzantes, pues no todos los rusos nacieron con el talento prodigioso de las estrellas del Kirov que hace poco triunfaron en México.

Sin embargo, por razones prácticas, entre otras, que no hay salario que resista comprar a diario 10 kilos de carne, tres litros de miel y cinco kilos de frambuesas para alimentar al condenado oso, los rusos prefieren tener en casa un gato o un perro.

Ello sucede, normalmente, cuando los ahorros no permiten comprar un papagayo que, al extrañar su tropical clima, aprende a mentar madres en varios idiomas y, con un poco de suerte, puede servir para contestar el teléfono (es cuestión de enseñarlo a pisar una tecla, aseveran los entendidos). A falta de contestadora automática, los papagayos parecen insustituibles, cuando los humanos de la casa están entregados a los placeres de la carne, ya sea esmerándose por alcanzar la petit mort, que dicen los franceses, o comiendo un filete con papas.

Al hablar de lo que significan los gatos aquí, hay que reconocer que el amor de los rusos por los felinos sólo es equiparable al que sienten por los perros, pero de estos últimos ya se hablará en otra entrega de Sputnik, sobre todo de los canes más tristes de Moscú: los tres ejemplares de xoloitzcuintle, el perro pelón mexicano, que alguien trajo por inconfesable vocación sádica o por interés científico, como parte de un experimento para medir la capacidad de resistencia al frío del encuerado animal, a probable solicitud de la Sociedad de Nudistas de Rusia.

Los gatos en este país, para envidia de sus After Van Gogh (Susan Herbe congéneres extranjeros, tienen incluso un museo, donde están expuestos los mejores representantes de todas las razas habidas y también por haber, esto último muy factible en un descuido nocturno de los cuidadores porque las piezas en exhibición, para tranquilidad de Brigitte Bardot y otros incansables defensores de los animales, no están disecados, sino vivitos y maullantes.

Entre los trabajadores del mencionado museo causó desazón y desánimo la reciente noticia de que un tal Spike, gatuno súbdito de la reina Isabel II de Gran Bretaña, cumplió 31 años de edad, ingresando al Libro Guinness de los Récords como el gato más longevo del mundo. Aseguran que, si consiguen patrocinadores, le darán caviar a alguno de los gatos siberianos que tienen, a ver si así logra destronar al patriarca inglés.

En cambio, se alegran los rusos, la famosa Tate Gallery de Londres no puede presumir que entre su personal figuran varios gatos. Hace poco, se hizo del dominio público que en los sótanos del no menos famoso El Ermitage, de San Petersburgo, viven no menos de 50 gatos, algunos de los cuales son descendientes en línea directa de los gatos del mismísimo emperador Nikolai II, cuando vivía en el Palacio de Invierno.

Resulta que, a diferencia del último zar ruso que tuvo la ocurrencia de asignar un salario a sus gatos, los felinos descendientes de éstos no cobran un rublo por ser parte del sistema de conservación del acervo y, además, hasta hace poco salía gratis alimentarlos. Como ya se embutieron todas las ratas, ahora los empleados de El Ermitage, los días de quincena, hacen cooperacha para comprarle a los gatos algo de jamar, que no jamón o hígado de pollo, porque son muchos.

Para hacerse de recursos, la Fundación de Amigos de los Gatos de El Ermitage puso su mejor empeño en organizar, por tercer año consecutivo, una muestra pictórica en uno de los sótanos del museo, cuyas paredes fueron engalanadas con retratos al óleo de los moradores, a cargo de los artistas Viera Pavlova y Yuri Liukshin.

No está de más recordar que, a comienzos del siglo XX, el gran pintor ruso Boris Kustodiev, por encargo de los ricos hacendados de entonces, no tuvo reparos en plasmar en sus cuadros a innumerables señoras regordetas con sus respectivos gatos. Aparte de los honorarios, para Kustodiev quizás fue determinante que el gato en Rusia, en la creencia popular, se identifica con cosas buenas. No en vano hay un añejo dicho ruso que sentencia: "Quien ama a los gatos, también amará a su esposa".

Y una de las costumbres locales más difundidas, y que practican todos los rusos sin excepción, convierte en protagonista al gato. En una mudanza, nadie se atreve a entrar en un nuevo departamento hasta que ponga un pie dentro un gato, propio o prestado para la ocasión. Se considera que, si el primero en entrar es un gato, la vida en esa casa será feliz. Esto último, a lo mejor, explica que aquí los gatos suelen pasarse el resto de su existencia cobrando la factura a sus felices y agradecidos amos.