DOMINGO Ť 20 Ť MAYO Ť 2001
Ť Carlos Bonfil
El segundo aire
ƑEl segundo aire, la empresa más reciente de Fernando Sariñana (Todo el poder), es tal vez la cinta que mejor resume el cine que nos deparan estos tiempos de dogma neoliberal y privatizaciones a ultranza? Una campaña publicitaria exitosa, un manejo eficaz de respuestas condicionadas en el público (a mayor número de palabras fuertes, mayor número de risotadas contagiosas), la identificación popular más rudimentaria ("Ƒde verdad somos así los cuarentones clase media en esta ciudad en crisis?"), y un humorismo de estudio televisivo con la autocomplacencia como punto de partida y de llegada. Todo esto parece ser, aquí y ahora, el valor más seguro en la taquilla, el horizonte inevitable para el cine nacional en esta década. De algún modo el guión de Carolina Rivera habla de esta aclimatación forzosa a los nuevos tiempos, del sacrificio de todo idealismo, y del abandono de las últimas exigencias críticas. Por su parte, Fernando Sariñana, director y productor, ilustra con el espíritu y resultado de su propia cinta, la vocación y alcances de esta mercantilización satisfecha.
De entrada este cine retoma una de las manías favoritas de la vieja industria fílmica, la de inventarse un público a la medida de sus propios intereses. Según su lógica imperturbable, ese público sólo tiene un deseo en mente: divertirse sin complicaciones, sin quebrarse la cabeza con cine de autor ni con productos deprimentes --en definitiva, el público al que Hasta morir, primera cinta de Sariñana, no habría interesado en absoluto. El fallo es inapelable: si la película es entretenida, es necesariamente buena; si aburre, apenas vale la pena tomarla en cuenta. Lo que queda es encontrar fórmulas humorísticas eficaces, sin rebuscamiento ni ingenio, actores populares y personajes que no soporten jamás (por más de un minuto) el peso de una complicación psicológica. Habrá que integrar la galería idónea: el macho insufrible pero finalmente querendón (Jesús Ochoa), la mujer infiel que se arrepiente en el último rollo (Lisa Owen), el cuero de telenovela en situaciones comprometidas (Jorge Poza), una música sugerente hasta el empalago, y la pareja que al final redescubre el entusiasmo y el candor de su primer noviazgo. Y por supuesto la niña (Ximena Sariñana) que con el ingreso a la pubertad descubre, para tortura del espectador, una insoportable madurez doméstica. Como antes en Cilantro y perejil, de Rafael Montero, o en la propia Todo el poder, de Sariñana, el objetivo central es entretener a toda costa, sin que el éxito de tal empresa dependa de la calidad de los diálogos o de la realización, ni del óptimo aprovechamiento de buenos actores (reducidos a repertorio de gesticulaciones o a protagonistas ideales de alguna comedieta de Julián Pastor). Tampoco importa la sutileza humorística (siempre un estorbo para la eficacia), sólo el efecto inmediato de la caricatura, los clichés culturales y el chiste grueso.
El segundo aire aborda temas muy diversos y en principio interesantes: el desencanto generacional, el activismo ecológico, las tentaciones de la carne, la infidelidad conyugal, la crisis de la pareja y, como corolario, la crisis de oportunidades sociales, con el miedo al desempleo y un heroísmo tardío como esfuerzo, poco convincente, de liberación personal. Temas que finalmente abordó con mejor tino En el aire (1994), de Juan Carlos de Llaca. Sariñana combina estos temas e ingredientes sin permitirse ahondar un instante en uno solo de ellos -como si alejarse un milímetro del slapstick y del chiste ramplón sellara para siempre un divorcio con el público conquistado, o como si de esta manera incurriera en el mayor riesgo concebible, el de ser confundido con un autor de cine, precisamente esa categoría con la que alguna vez se le quiso definir, tal vez aventuradamente, a partir del vigor y la frescura de su primera cinta, Hasta morir.