Ť Estrenó anoche El corsario en el Auditorio Nacional
El del Ballet Kirov es un arte que trasciende cataclismos
Ť Unica compañía en el mundo con esa obra en su repertorio
PABLO ESPINOSA
El corsario, ballet en tres actos con prólogo y epílogo, coreografía de Piotr Gusev a partir del original de Marius Petipa y un poema de Lord Byron, se estrenó anoche en el Auditorio Nacional.
Las razones de la alta densidad de la efeméride son varias: sus intérpretes, los integrantes del Ballet Kirov, son considerados los herederos directos y dilectos de la gran tradición baletística rusa en general y del genio de Petipa (petit pas pero que calza grande) en particular.
El corsario, además, es emblema de esta compañía suprema, su acabado, forma y estructura son como el anillo del dedo de dios: redondo y áureo e impoluto. Quien diga que es el mejor ballet del mundo tendrá razón. Ella, la razón, le asistirá con más caricias al mortal que detenga con mayor esmero sus asombros en todos y cada uno de los bailarines, a cual más perfecto.
Un dato, nada más un dato: el Ballet Kirov es la única compañía en el mundo que tiene en su repertorio esta obra maestra. Post datum: el de anoche fue estreno absoluto en México.
Es un arte que ha sobrevivido a cataclismos como ver desmoronarse, bajo sus zapatillas de baile, su país entero. Es de granito empero el poder de la belleza, que forma parte de la magia del Kirov. Hace unas horas volvió a poner el mundo de cabeza, como debe estarlo siempre en cuanto cosa humana, con una serie de alucinaciones en igual número de escenas, solos, pas de deux, combinaciones de conjunto, secuencias, quiebres y quebrantos, que constituyeron el estreno de El corsario.
En escena, los bailarines se desplazan a velocidades celestiales. El desencadenamiento de la historia se desliza, alternada, entre intervenciones solistas y marejadas de color y carne en cuanto el cuerpo de baile inunda el escenario. Vistas en conjunto, las bailarinas en sus tules giran igual que versos sonámbulos.
Virad la vista hacia lo alto: más que decorados, los elementos que pueblan la escenografía son obras de arte. Entre las piernas de la escena penden lienzos diríase pintados por Gustav Klimt en el primer acto, en el segundo los telones al fondo recuerdan a Georges Braque.
La correspondencia de las artes es sencilla: las bailarinas en sus tules bailan una ronda inclinando la cabeza hacia la izquierda. En la mente aparece aquel cuadro solemne de Matisse, y vemos entonces al viejo en su estudio de París recortando con tijeras papelitos azules, pegándolos con sus mismísimas manitas, y dando a luz al mundo un cuadro idéntico a la escena, la que aconteció anoche en el Auditorio Nacional.
Más: las doncellas griegas en sus tules, las bailarinas más jóvenes, son en realidad vírgenes pródigas y prófugas del fresco mural de Sandro Boticcelli que el planeta Tierra conoce como La Primavera. Llevan el regazo preñado de flores, sus labios soplan levemente vientos cálidos como palabras a punto de ser pronunciadas, sílabas a partir de ideas. Las dicen, las flores, las palabras, las sílabas y las ideas, con los signos sinópticos del cuerpo.
Ahora los pensamientos de las bailarinas se despliegan en pliés, demi pliés y saltarelli. En el foso de la orquesta el director, el ruso Boris Gruzin, parece muy emocionado, pues la partitura de Adolphe Adam, revisitada por Cesare Pugni, Léo Delibes, Ricardo Drigo y Pavel Oldenbourg, suena en este instante como una total exquisitez, es decir un guiño sonoro que se puede traducir por igual como una cita de la Sheherezada de Rismski Korsakov que, elijamos esta traducción, como una oda a las odaliscas que danzan en escena. Lo que puede una batuta.
Como batutas, las puntas de Tatyana Amosova, varas de carne enfundadas en zapatillas a punto de romperse por la intensidad del duelo, sostiene tour de force frente a Irina Zhelonkina. Ellas, primmas ballerinas, encabezan el reparto donde un muchacho, Evgueny Ivanchenko, sostiene en alto, blande, mantiene la razón de ser del Ballet Kirov como cuna de leyendas (George Balanchine, Rudolf Nureyev, Mikhail Barishnikov, entre otros), gineceo magnífico (Natalia Makarova), semillero de grandes bailarines y bailarinas legendarios, fuente nutricia de la poesía. De dónde si no de aquí, de estos portentos del ballet clásico en su máxima expresión, nació, por ejemplo, el verso aquel de Paul Valéry que describe el claro de Luna entrando en la estancia ''con la desfachatez de una Pavlova" con sus pies desnudos.
Las carnes pálidas de estos semidioses acusan belleza en dosis semejantes de dolor. Que lo nieguen los rictus en los rostros justo al término de lances alucinatorios y solistas. La altitud de la ciudad de México, su aire enrarecido son la causa de soponcios tales. ¿Qué necesidad habría de tener el emperador Moctezuma de vengarse de seres tan bellos, buenos y divinos como lo son los bailarines del Ballet Kirov?
Aquí nos tocó bailar, dirían hiperdisciplinados los rusos, en la región más transpirante del donaire.