SABADO Ť 19 Ť MAYO Ť 2001

Ť Alberto Dallal

Lección Kirov

Con casi 160 años de edad (fue estrenado en París en 1841), Giselle es no sólo el clásico de los ballets románticos; también resulta la prueba de fuego de las filosas, varsátiles ballerinas de todas las compañías de danza clásica desde su estreno. Los cambios y virajes de tono, temperamento, actuación que sufre el papel principal de la obra y las exigencias de los demás papeles (incluidas las famosas wilis en su conjunto) atraen a cualquier tipo de espectador, informado o no, de ballet. Debe uno saber ver, descifrar, leer la leyenda dentro de los espacios propios de la danza clásica.

La Giselle del Ballet Kirov no iba a desaprovechar la ocasión: como parte del versátil, estupendo repertorio de la compañía, su Giselle se halla estructurado para subrayar las características del montaje original de Perrot y Coralli (ambientación contrastante, variaciones finamente incorporadas a la fluidez del conjunto, esbozo limitado de señas y de mímica), pero también sosteniendo la ''tendencia Petipa'' de hacer ágil expresión de la naturaleza de cada personaje dentro de una bien lograda ''narrativa''.

Las buenas coreografías traen sus cualidades desde su concepción original. La minuciosidad y el pleno conocimiento de causa que nos describiera el reportaje de César Güemes en estas misma páginas, en torno al montaje del director artístico del Kirov, Vasiev Makhar, brotan de lleno en el escenario: las interpretaciones se hallan matizadas, el espectador debe descubrirlas, sentirlas, gozarlas: el buen ballet jamás es alarde desproporcionado.

La Giselle de Irma Nioradze se muestra de manera elegante, lineal: ante nuestros ojos brotan expresiones-movimientos de ternura, tristeza, desengaño, casi sensaciones... brilla al filo de la navaja de una fémina joven a punto de morir ''de amor''; es un cuerpo delgadísimo (corta el espacio) que ''dice'' las cosas sin aspavientos, con elocuencia de brazos, espalda inmóvil, a veces arqueada, trazando con exactitud los requerimientos físicos de un alma sensible a punto de estallar.

La puesta en danza de Makhar ha omitido ese a veces molesto, exagerado contraste entre realidad e irrealidad, entre danzas campiranas y secuencias nocturnas y mágicas al que tanto acuden otras compañías.

El envolvente y a la vez vaporoso conjunto (cada bailarina impregnada de seguridad, concentrada en lo suyo) responde, desde la primera parte de la obra, a una virtuosa lentitud. La música es cómplice. Los hilos de la fantasía surgen de los cuerpos. El Hans, aun temperamental, es tan fino como Albrecht e Ilya Kuznetzov e Igor Zelensky nos lo hacen saber sin arrebatos ni robos de cámara. En el escenario todo se halla a disposición de la danza, por lo que Nioradze y Tatyana Amosova (una reina de las wilis que baila sin emitir sentencias) dialogan con el cuerpo.

Todo allí, en un espacio gigantesco, en el que se comprueba que una rigurosa simetría (Ƒel trazo original?) rompe toda sofisticación. Nadie quiere que le cuenten un cuento.

Si la funcional música de Adam, la bien llevada narración de Gautier, la acumulada técnica rusa y una tradición de siglo y medio se hallan allí, dispuestas, nosotros tenemos una extraordinaria oportunidad para convertirnos en sabios y buenos espectadores.

El Ballet Kirov nos enseña. Al terminar la función nos preguntamos: Ƒserá esta combinación lo sublime?