JUEVES Ť 17 Ť MAYO Ť 2001

Olga Harmony

Cenizas a las cenizas

Esta obra de Harold Pinter, traducida por Carlos Fuentes como Polvo eres (y que, como las otras traducciones que Fuentes ha hecho del dramaturgo inglés intenta integrar el español de toda la América hispana, esta vez más homogéneo aunque salte algún argentinismo como ''mucama") contiene muchas de las características pinterianas al ofrecer en la figura de Devlin y Rebecca el perverso juego del dominio en una pareja de edad madura, aunque la crítica al autoritarismo social y a la represión de las clases burguesas sea una definitiva crítica a un concreto hecho político, el Holocausto judío.

En esta pieza el peligro ya no viene de fuera ni la irrupción de un extraño desencadena la acción dramática, por otra parte inexistente en su aspecto exterior. Los circunloquios del relato de la mujer, el acoso interrogante del hombre que es y no es una amenaza, las fútiles anécdotas que llevan circularmente a lo mismo, la añoranza por un pasado que deviene en hechos horribles van hilvanando un proceso interno que sólo se externará en palabras, muchas veces dichas sin darles importancia.

Harold Pinter es tenido por un autor del mal llamado teatro del absurdo, para estos momentos en su fase terminal. Pinter desdeña la realidad tangible para delinear otra realidad, la que yace en los subtextos de lo dicho. La imprecisión, los rodeos y circunloquios, la disgregación del diálogo le sirve para retratar la disgregación de las relaciones humanas. Así cuando Rebecca narra la caída de la pluma y Devlin se lanza como halcón policiaco tras ese pequeño suceso, en un momento en verdad absurdo, se habla por primera vez de culpa y culpabilidad, quizá la de la mujer por ser sobreviviente y lo que aceptó para serlo. Todo queda en supuestos.

Escenificar a Pinter es siempre difícil y con esta obra la dificultad se acentúa por la falta de acción exterior. Mauricio García Lozano en lugar de rehuirlo, lo subraya, dejando a Rebecca todo el tiempo en un sofá, audazmente frontal ante el público, en un exacto equilibrio entre el realismo y la estilización tanto en su trazo como en las actuaciones de sus dos intérpretes. En una muy sobria y elegante escenografía de Carlos Trejo, con sólo un cuadro al fondo, el sofá y la cantinita, colocados en una plataforma que se eleva sobre un recuadro de cenizas figuradas en las que se sumergen zapatos infantiles -lo que da ya la total atmósfera de lo que se narra- Devlin se desplaza rodeando siempre el asiento de Rebecca. Ella, con lujoso traje de noche y joyería -en diseño de Alejandro Gastelum- y él con sobrio traje negro, con chaleco y leontina. Devlin, un sobrio Arturo Beristain, se irá despojando de saco, chaleco y reloj conforme el diálogo va entrando en la cotidianidad, y su tono amenazante se suaviza por momentos aunque sin ser depuesto del todo. En respuesta a los circunloquios del relato de ella, se toma un largo tiempo entre preparar el martini en la coctelera y ofrecérselo, y aun García Lozano ofrece otra estilización en las maneras del personaje, al hacerlo dirigir la música que irrumpe, con lo que de alguna manera confirma su autoridad.

En contraste, Rebecca, una espléndida Carmen Delgado, responde con toda su actitud a lo que está narrando, así sufra por algo tan aparentemente banal como es su relato del espectador en el cine. Rebecca pasa de una especie de adormilada sensualidad a ir poco a poco, entre relatos insustanciales y rupturas de tono -cuando habla de su hermana y sus sobrinos- a develar, entre sueño y recuerdo, el horror de su pasado. Ambos actores, de la mano de su muy talentoso director, nos brindan un Pinter explorado en toda la riqueza de su dramaturgia.