Seducción sin artificio, fruto de la técnica de los bailarines del Kirov
Ť El escenario del Auditorio Nacional fue una metáfora de laboratorio químico del siglo XVIII
Ť Sin gritos ni poses, el director artístico se convirtió en el único público de su ballet
CESAR GÜEMES
Un ensayo general del Ballet Kirov es el laboratorio
de un químico del siglo XVIII: se vierten las pócimas, se
pesan las sustancias, se decantan las sales. El oficiante y oficial es
Vasiev Makhar, en su momento primer bailarín del Kirov y hoy su
director artístico, su armador, el único que habla, el que
manda.
No hay alquimia, aunque parezca. Vasiev no busca convertir los metales comunes en oro, tiene el oro disuelto en las piernas y brazos de su antiquísima compañía, y con él quiere elaborar una larga y ancha filigrana de movimiento y música, sin efectos especiales, sin trucos.
Si muy al inicio los músicos de la orquesta están en traje de calle y las bailarinas portan aún calentadores en las piernas, en cuanto Makhar se posicione en la fila 15 del Auditorio Nacional para ver de frente el trabajo de su equipo, la realidad será otra.
Diminutas piezas para armar
Las labores de ensayo requieren de paciencia. Se trata
de armar a lo largo de tres o cuatro o cinco horas un rompecabezas de mil
diminutas piezas. En dos horas la trama sobre el escenario no avanzará
más de diez minutos corridos. Con las luces apagadas, los invitados
en silencio, Vasiev toma un micrófono, el único disponible,
y ordena que inicie la danza sin aplausos ni aspaviento cinematográfico
alguno.
Apenas unos instantes después de que se ha corrido el telón, de que la orquesta ataca con alegría el inicio de la pieza, de que una pareja de bailarines ha trazado no más de dos decenas de pasos, la voz de Vasiev: ''Stop, stop stop, stop, stop". Al quinto stop no queda nada que se mueva en metros a la redonda. El químico del XVIII congela lo que parecía un contemporáneo cuento de hadas, un inicio espectacular. No está satisfecho con el efecto. Ha venido a seducir a propios y extraños y la seducción, el embeleso, requiere técnica más que artificio.
Desde la butaquería la agilidad de los primeros bailarines se antoja antinatural de tan lograda, de tan elástica. Transmiten con enorme don actoral los sentires de la trama, como si no se esforzaran o no hubiera detrás de la frase publicitaria de ser ''el mejor ballet del mundo" un promedio de 2 mil 400 horas de trabajo al año en cada uno de ellos. Vasiev no piensa lo mismo. Corrige, apunta, no se queda quieto un instante en la fila 15. La recorre de izquierda a derecha, de derecha a izquierda, una y otra y otra vez, hasta que detiene con su voz una secuencia que ya se veía magnífica. Antes de soltar una andanada de rápidas frases en ruso, pronuncia siempre en cinco ocasiones, como una sola voz, la palabra stop. Los bailarines asienten a sus precisiones que modifican errores infinitesimales que sólo él alcanza a observar.
En el escenario, un cuerpo de baile conformado por 16 mujeres y la pareja de solistas, articulan un cuadro que equivale a una droga legal y altamente terapéutica para el espectador.
Makhar no resiste a su moderado ímpetu, se acerca al escenario, mira, busca, acecha y decide dirigir el montaje a un metro de los ejecutantes. Se mezcla sin interrupción con los elementos producto de su magia química. Regresa el director artístico a su punto de observación, se vuelve el único público. Con dos palabras hace que la acción avance y retroceda. Sube de nuevo al escenario, adecua los movimientos, modifica la forma en que entran los bailarines a cuadro. Retoma su sitio inicial, sin gritos, sin poses.
La obra ha avanzado ciertamente muy poco y ya pasó más de una hora que iniciaron las labores del ensayo. A la enésima repetición de cierta escena bromea con los músicos, que responden de muy buena gana con una cascada de risa liberadora. El cuerpo de baile no participa del gracejo. En animoso silencio hacen y rehacen lo ya hecho. Tres, cuatro, cinco veces, como si el Kirov montara por primera ocasión una obra, como si no tuviera dos siglos y medio de historia a sus espaldas. O precisamente por eso. Vasiev ya está en el escenario, a un lado de sus bailarines, modificando el ritmo, la posición de las manos, el tiempo en que un giro ha de terminar y el sitio preciso en que el hecho debe suceder.
Prodigio en 18 tiempos
No hay tedio entre el cuerpo de baile. Los solistas acatan las indicaciones. En la punta del pie izquierdo, la bailarina principal avanza en cierto momento 18 tiempos, impulsándose con el fuerte movimiento de la derecha flexionada. Hay aplausos de las personas invitadas, en la butaquería media del recinto. Un gesto de Vasiev y las cinco ocasiones en que dice rápidamente stop, cortan el hechizo. No mira a los espectadores a sus espaldas. Señala que la bailarina principal, la estrella entre estrellas del mejor ballet del mundo ha de hacer de nuevo, con la acotación que le marca, el prodigio aquel de los 18 tiempos sobre la punta del pie izquierdo. Y ella lo realiza como si estuviera dentro de una máquina de video, igual, o casi, pero a satisfacción de Vasiev ante cuyos ojos desde la fila 15 todo es perfectible mientras se mueva.
O aunque esté inmóvil, porque el primer bailarín, que gozó del reconocimiento mundial en el Kirov, ahora director artístico, con sus veintitantos años dedicados a la danza, baja aprisa rumbo al escenario, sube, y por primera vez sin decir palabra, toma un buqué de flores que ha estado ahí desde el principio de los tiempos y lo coloca medio metro más hacia la izquierda. Por eso el Kirov es singular, porque dentro de las cuentas de Vasiev Makhar había 50 centímetros de diferencia entre el mundo real y su concepción de la pureza.