jueves Ť 17 Ť mayo Ť 2001

Octavio Rodríguez Araujo

Estado y derechos indígenas

El magnífico artículo de Luis Villoro del 9 de mayo ("Dos ideas del Estado-nación") toca un punto insoslayable de la teoría política en la relación Estado-sociedad en la historia moderna, es decir, desde el siglo XVI europeo a la fecha. Independientemente de la corriente de pensamiento adoptada para explicar el Estado, el hecho escueto es que éste, en los países capitalistas, no representa a todos en sus diferencias sociales y culturales, razón por la cual en la ley los iguala como ciudadanos, aunque éstos en el ámbito de la economía (y de la cultura) sean desiguales.

Quisiera, sin embargo, darle un giro interpretativo al artículo de Villoro. Cuando dice "desde siempre, los criollos y los mestizos de la sociedad hemos juzgado a los indios según nuestras categorías y valores; por eso les concedemos el lugar que nosotros determinamos según nuestra concepción del Estado-nación", está haciendo una descripción exacta de lo que ha ocurrido desde la Constitución de 1824 hasta lo aprobado recientemente por el Congreso de la Unión en relación con los derechos y la cultura indígenas.

Pero yo veo el problema desde otra perspectiva o, mejor, con otros matices que me ayudan a interpretar por qué las reformas constitucionales aprobadas sobre materia indígena no podían ser como hubieran querido los mismos indígenas.

Fueron y son los intereses de la clase dominante, expresados en el Estado, los que han determinado que éste no corresponda a la pluralidad de la nación o, si se prefiere, a la pluralidad de la sociedad. Y ha tocado la supuesta casualidad (supuesta porque se explica perfectamente en los trescientos años de colonialismo español) de que las clases dominantes fueran, desde la Independencia hasta la fecha, los criollos y los mestizos, pues fueron éstos los que pudieron acumular riquezas bajo el dominio de la corona de España y los que, precisamente para sacudirse ese dominio que los limitaba como clase burguesa que querían ser, lucharon por la independencia. Más todavía, los revolucionarios mexicanos de principios del siglo XIX adoptaron como matriz ideológica el liberalismo en sus diferentes versiones y el capitalismo como modelo económico. Y el liberalismo, incluso en la tradición que separa Estado y sociedad, en la que el primero es un supuesto protector del bien común (Euchner), ha defendido y defiende la idea de Estado como producto de la sociedad, pero a imagen y semejanza de quienes tienen el poder, de quienes son dominantes en la sociedad, por plural y diferenciada que ésta sea. En otros términos, ninguna clase social dominante (y si es dominante domina el Estado) va a extender legalmente sus privilegios al resto de la sociedad. Su dominio descansa, entre otros factores, en limitar la posibilidad de que otros tengan también privilegios. La burguesía quiere el poder político no sólo para acrecentar, si puede, sus riquezas y privilegios, sino para evitar que otros sean también ricos y privilegiados.

En una Constitución se establecen los principios jurídicos de la relación Estado-sociedad y de la sociedad consigo misma. Y si Lassalle tenía razón, una Constitución es resultado de los factores reales de poder, es decir, de quienes tienen poder. Y cuando se reconocen derechos sociales de quienes no tienen poder, ello se debe a concesiones calculadas para mantener la estabilidad tan apreciada por los capitalistas, pero no pasan de ser parte del derecho protector subsumido en un texto constitucional que otorga, implícitamente, todos los derechos a quienes tienen privilegios, incluso el de poder interpretar los derechos de los demás (de quienes no tienen poder).

El Poder Legislativo, conviene recordarlo, es parte del Estado. Miliband decía que cuando los partidos, incluso los revolucionarios, ingresan en el parlamento se ven obligados a ejecutar un trabajo que no puede ser puramente obstruccionista. Pero aunque quisiera serlo, si no tienen mayoría será ésta la que determine en última instancia la orientación de las leyes. Por si no fuera suficiente, entre lo que escribió Miliband y el presente, han transcurrido más de treinta años, y en la actualidad ya no hay partidos revolucionarios y menos con posibilidades de formar parte del parlamento. Si alguna vez todos los partidos han sido funcionales al Estado y a los intereses que representa, es en los más recientes años; por lo tanto, sus representantes en el Congreso de la Unión, con algunas excepciones, que sí pueden ser obstruccionistas, no escapan a la lógica del Estado, de este Estado que, de acuerdo con Villoro, no permite que se cambie su estructura política y jurídica para concederles a los indígenas un lugar específico como sujetos de pleno derecho.