El epistolario de Calvino |
Espectáculo de la mente. Fuego de artificio de movimientos y contramovimientos dialécticos. Columpio de pasión y de razón. La ardilla de la pluma, como Cesare Pavese definió al debutante Italo Calvino, se desplaza de un tema a otro con la ligereza de Mercurio. Siempre sin perder de vista sus objetivos, sobre todo la ambición de ser escritor. Militante del pci hasta 1957, viaja tanto a países comunistas como a capitalistas. (Es bellísima su imagen de Nueva York: Me ha absorbido como una planta carnívora absorbe a una mosca.) Trabaja para la Editorial Einaudi y es periodista. Proyecta guiones teatrales, radiofónicos, televisivos. En fin, un ecléctico de alto nivel. Exorciza y sublima sus esfuerzos con el vicio de participar demasiado en demasiadas cosas. A veces sufre por la necesidad de desplazar rápidamente batallones de neuronas de un frente a otro, de un uso del lenguaje a otro; sin embargo, está dominado por una rigurosa fidelidad a las razones más profundas del escribir, a aquello de más que la literatura puede dar respecto a las ideas. Cierta ansiedad cruza su frenética actividad epistolar con los más variados interlocutores, incluso desconocidos. En Calvino se transparenta un espasmódico deseo de explicar, y explicarse, lo que hace. Quizás quiere reprimir inseguridades que afloran, si bien expresa la suya después con tacitiana energía o con la ambivalencia de su carácter. Las últimas palabras de su versátil e imponente epistolario las envía a Maria Corti el 5 de septiembre de 1985, desde su casa de Castiglione della Pescaia, donde estaba preparando las conferencias sobre literatura que debería haber impartido en la Universidad de Harvard. Esas palabras, una nota sencilla, acompañan las respuestas a las preguntas que la connotada estudiosa le había planteado para la revista Autógrafo, que ella dirigía. Al día siguiente Calvino padece un ictus. Operado en Siena, muere en el hospital a los sesenta y dos años, durante la noche entre el 18 y el 19 de septiembre. Así concluye el volumen, con una imagen laboriosa del autor de Palomar. Comienza bajo el signo de los afectos familiares y de la amistad. La primera carta está dirigida a su padre Mario, como todas las que siguen mientras éste viva. Su madre, su hermano Floriano, sus tíos son nombrados con frecuencia. Cada carta es un humoral, minucioso diagrama de hechos y pensamientos. El clima, la salud, los estudios en la Facultad Agraria a la que Calvino había entrado sin desearlo, por la insistencia de sus padres, expertos en esa rama. El dinero escasea. La renta de la habitación cuesta mucho y el servicio es modesto. Pide alimentos. Se queja por el estado lamentable de su ropa. Contesta las reprimendas. Alude brevemente a los espectáculos a los que asiste, el de Emma Grammatica y los de De Filippo. Muestra molestia por no poder dedicarse totalmente a su vocación literaria. Pero el autorretrato del joven artista se delinea claramente en la relación epistolar con Eugenio Scalfari, su compañero de escuela en San Remo, destinatario de un extenso número de cartas. Es una lástima que algunas se hayan perdido, sobre todo aquélla en la que Calvino narraba detalladamente su aventura partisana. El tono oscila entre lo serio y lo bufón, la juvenil gallardía y el irónico escepticismo. Salacidad y frivolidades se alternan con discusiones sobre los Máximos sistemas y lecturas ponderadas. Dios, apodado Filippo, provoca algún choque. El ateo Calvino reprocha a Scalfari interesarse en la religión, a pesar de ser laico: Preferiría verte con los fascistas y no con los curas. Tampoco le perdona que se ocupe de argumentos económicos, ni le ahorra los sarcasmos por su colaboración en revistas, con una franqueza al límite del insulto, ya serio, ya burlesco. Encima de ellos está es noviembre de 1942 un clima que Calvino quisiera reflejar en sus futuros trabajos, es decir, el drama de nuestra generación, a la que guerras y cambios del pensamiento han provocado una gran confusión espiritual, moral, etcétera, indiferencia y falta de responsabilidad. A veces, la sorprendente precocidad intelectual se resquebraja en juicios atolondrados (de hecho, desmentidos por sus posteriores posiciones: Calvino deplora tanto absurdo vacío ungarettiano, quasimodiano y montaliano; juzga severamente al arte moderno no obstante que después ame a Picasso y a otros artistas de vanguardia como la más solemne porquería aparecida en el orbe. Recupera credibilidad cuando se entusiasma por Pascoli, por Conversación en Sicilia de Vittorini, y aprecia La crisis de la civilización de Huizinga. En una carta de junio de 1943 le dice a Scalfari: Mi arte fue y será siempre social, aún tratando que sea arte lo más posible. Este parece ser un punto de maduración decisivo en su credo estético. Después del 3 de enero de 1947 el epistolario no registra ningún otro intercambio entre los dos amigos. Sin embargo, a partir de una carta a Barbiellini Amidei (diciembre de 1979), Calvino abandona el Corriere della Sera para colaborar en La Repubblica de Scalfari. De cualquier modo, que no nos engañe la fecundidad epistolar. En este ámbito Calvino parece obedecer a impulsos ineluctables, él tan controlado, más bien un lógico visceral según Silvio Perrella, autor de un ensayo sobre el escritor. El epistológrafo involuntario no pierde ocasión para manifestar a sus corresponsales su natural repugnancia hacia las comunicaciones epistolares, quizá sintiéndose culpable por no haber contestado de inmediato a éste o a aquél. No obstante que de esas cartas emerjan rasgos autobiográficos incisivos, Calvino es contradictorio respecto a la biografía: Aunque sea pública, permanece siendo algo interior. ¿Quién la atrapa? Confiesa que tiene una relación neurótica con la autobiografía, directamente con los datos biográficos, angustiado por ver su vida fijada y objetivada. En mi opinión, la autobiografía es algo que se hace violentándose a sí mismo. E insiste: La autobiografía es una materia que no se puede controlar bien. Observaciones luminosas tanto para la lectura de la correspondencia como para la obra entera, donde parecen transparentarse aspectos característicos de su autor. Un pensamiento juvenil, casi una sonda psicoanalítica, parece esclarecer las raíces de su aversión por la autobiografía: Yo soy aquel que no tiene valor de ser lo que es. Luego, en diversas cartas, se ve como un topo de biblioteca, un contador paranoico, un escéptico y un cagadudas, infestado de periodos de irritabilidad y depresión. ¿Síndrome de identidad fallida? ¿Actuación? Otras facetas de este Proteo epistolar suscitan la curiosidad tanto del conocedor experto como del lector común de Calvino: por ejemplo, las actitudes del crítico mezcladas con el desplante del gerente editorial. Ciertas instantáneas, acaso discutibles por estar ligadas a contingencias ideológicas o al gusto individual, resultan verdaderamente precisas por su intuición literaria y psicológica. Veamos algunas. Sobre Cesare Pavese (a propósito de Tres mujeres solas): Para escribir bien del mundo elegante hay que conocerlo y sufrirlo hasta la médula como Proust, Radiguet y Fitzgerald, no importa si lo amas u odias, pero teniendo muy clara la propia posición respecto a él. Tú no la tienes clara. Sobre Pier Paolo Pasolini (Muchachos de vida): Creo que es una obra menor, y que el verdadero Pasolini es el poeta y el crítico, uno de los más sólidos de la nueva generación y del campo de la izquierda. Sobre Carlo Cassola y Giorgio Bassani: Su neo-flaubertismo los lleva no a la perfección estilística, sino al descuido. Los dos están indefensos ante la frase común, la banalidad lingüística. En Cassola esto se convierte en el encanto mayor de su estilo. En Bassani, que probablemente lo hace a propósito, se convierte en un fondo gris, en el que resaltan sus complacencias de composición. Nos proporciona un placer inmenso y nostálgico asistir en otras cartas al balance de su labor sobre los textos de otros, por ejemplo sobre Beppe Fenoglio y Leonardo Sciascia. ¿Se lee todavía así, en las editoriales, a los autores que hay que publicar o rechazar? Sus intervenciones se centran de manera implacable en el lado débil, sus consejos son juiciosos y nunca vagos; sus consideraciones sobre la lengua y el estilo son pequeñas lecciones del saber escribir (como el anatema contra la repetición de los que, plaga de cada ser humano viviente, o el rechazo de la sarta de adjetivos usados por Pietro Zveteremich). Se trata de una imagen viva que se repite cuando Calvino escribe a sus críticos y demuestra ser el mejor analista de sí mismo. Después de todo, para una corresponsal suya acuñó esta lapidaria sentencia: El crítico debe imponer sus ideas, nunca su voz. ¿Será un límite este exceso de conciencia, esta presencia del crítico sobre los hombros del narrador? Puede ser. Pero ciertamente es un límite el genérico oportunismo del que su amigo y colega Franco Lucentini lo acusa en una carta terrible, durante una escaramuza editorial. Oportunismo que, en una más alta acepción de estrategia cultural o de mercado, concierne también al Calvino político, al teórico literario que se mantiene al día respecto de las modas (el estructuralismo, por ejemplo); aunque luego se canse y confiese una gran gana de escribir cosas menos complicadas que la estructura. A la luz del epistolario hay que reflexionar en el cinismo moral del que Calvino habla a Cassola el 12 de febrero de 1958. La categoría del cinismo moral, junto a la evaluación sobre la falta del sentido trágico de la Historia en sus libros, cuando era necesario, puede encaminar a fructíferas interpretaciones aún no enfrentadas por los críticos de las nuevas generaciones, quienes se han dedicado a él con amor y fervor más que a otros escritores de la segunda mitad del siglo XX. Traducción de Annunziata Rossi |