Interpretación de la tragedia |
Todo comienza por el ojo del actor De Bob Wilson a Giorgio Strehler, de Ariane Mnouchkine a Peter Stein, los directores de teatro célebres de los años ochenta y comienzos de los noventa han saturado el ojo del espectador con imágenes lujosas, con escenografías grandiosas. Esos directores y demiurgos, grandes productores de un teatro espectacular, han terminado por crear, a pesar de un éxito ininterrumpido, un foso entre espectadores y actores, restableciendo a menudo, a pesar de ellos, la ruptura entre el escenario y la sala, reintroduciendo, en los hechos, el cuarto muro. Por mi parte siempre he preferido el teatro pobre, ése que, como en Copeau, Jouvet, Etienne Decroux, Vilar, Grotowski, Peter Brook, pone al actor en el centro del escenario vacío y, sin barreras, establece la relación directa con el espectador. La decisión de un teatro pobre no está ligada necesariamente a la falta de medios. Se trata de una estética que prolonga la vida sobre el escenario, que privilegia las ideas, las emociones humanas y que pide lo mejor de la imaginación de los espectadores. Los signos escenográficos ahí son raros; también se encuentran lejanos de todo esteticismo, así como de todo naturalismo. Los accesorios están reducidos al mínimo pero son vueltos esenciales por el hecho mismo de su rareza. Ningún obstáculo, ni físico ni conceptual, separa a los actores de los espectadores. Se encuentran próximos, en una relación íntima. Ellos comparten el mismo espacio-tiempo. Y es eso principalmente lo que distingue al teatro del cine. En esta configuración, la interpretación del actor es primordial, y en particular su ojo. Porque es allí en donde se construyen las imágenes del espectáculo. Como en un espejo, el espectador se refleja en el ojo del actor. Él se ve a sí mismo viendo lo que ve y piensa el actor-personaje. Lo primero que debe hacer un actor es colocarse en la realidad del escenario: hélo ahí, esta ahí, igual a sí mismo, frágil y fuerte a la vez. Y proyecta las visiones producidas por el texto, creando una suerte de holograma invisible entre él y el espectador. Siguiendo paso a paso los procesos emocionales marcados por el texto, el actor conduce al espectador a través de los dédalos de la lógica de los sentimientos. Poco importa que el actor sienta lo que se supone debe sentir Edipo. Lo importante es que el espectador comprenda y siga la lógica que conduce los sentimientos de Edipo. El actor no produce la emoción. Tampoco la frena. La emoción emerge de la conducción del texto dictado por el autor. De esta manera la paradoja del actor, tal y como la designaba Diderot, se desdibuja. El actor se identifica con un discurso, no con un personaje. Si actúa Macbeth, intenta comprender lo que significa decir las palabras de Macbeth, de defender su lógica. Y en ningún caso el actor se identifica con Macbeth el criminal. Proceder paso a paso simplifica para el actor la curiosa tarea de encontrar para cada representación la misma frescura. El trabajo de repetición no sirve para fijar todos los instantes de la representación. Le sirve al actor para fijar sus traslados. Él sabe que tiene que ir de tal lugar a tal lugar. El camino que une esos dos lugares es dejado al azar de cada representación. Los jóvenes actores que han encontrado una vez una emoción que los ha conmovido, me preguntan a menudo cómo reencontrar esa emoción en cada actuación. Reencontrar la emoción es imposible. Correr tras la emoción es lo mejor que un actor puede hacer para fallar en la representación. A cada representación el actor, junto con el espectador, redescubre el trayecto del personaje. Por otra parte, el personaje también descubre, con asombro, a medida en que evoluciona en la pieza, lo que él siente. Ningún ser vivo sabe lo que va a sentir, lo que va a vivir en los minutos siguientes. La interpretación, con la sorpresa frente a la que tiene que expresarse, frente a esas palabras que salen de su boca, frente a esa lógica que se apodera de él, es un elemento esencial en el trabajo del actor y del placer que éste puede experimentar al interpretar su personaje. El actor, como el personaje, al descubrir el funcionamiento de la máquina emocional descubre al mismo tiempo el curso de su destino. En esta actuación, el tiempo dilatado es un elemento central, que permite a la vez hacer resonar las palabras que acaban de ser pronunciadas e instala al actor y al espectador en la espera plena, explosiva, de las palabras que seguirán. En la puesta en escena de Executer 14 esos tiempos fuera de texto son extremadamente importantes. Es el momento en que, como en toda guerra, el individuo espera con angustia el evento susceptible de producirse: el ruido de las metralletas que indica la distancia a la que se encuentra el enemigo, la bomba que podría explotar, la muerte que podría sobrevenir. Angustia y asombro existen, en ese contexto, fuera de la palabra. Actor y espectador comparten ese tiempo de la espera. Existe también el tiempo suspendido en el que el personaje comprende de pronto el sentido del destino. Ese momento en que lo irremediable se cumple, en que es imposible volver atrás. Por ejemplo en Edipo Rey, la tragedia de Edipo se anuda en el momento preciso y forzosamente silencioso en que Edipo comprende de golpe, en un relámpago, hasta qué punto ha estado ciego, hasta qué punto se ha equivocado, hasta qué punto ha sido juguete del azar. Por otra parte, como la tragedia es un poema dramático que escapa al lenguaje cotidiano, el actor debe convertirse en un barquero de palabras, de imágenes, de la amplitud del texto. En toda tragedia las palabras tienen un peso. Corresponde al actor restituir ese peso. Si uno debe comparar la tragedia a un vehículo, se diría que es un pesado camión de carga que no acelera muy aprisa, pero que, una vez lanzado, es extremadamente poderoso y difícil de detener. Es decir que toda histeria, todo signo de nerviosismo, todo estallido del actor, queda desterrado. (Se pueden distinguir dos tipos de escritura: en un extremo Séneca, en el otro Shakespeare.) La petrificación de los personajes que, en el curso de la tragedia, devienen incapaces de movimiento porque todo movimiento pondría en peligro su vida, explica por qué la tragedia exige de los actores un cuerpo compacto, un cuerpo guerrero, tenso y relajado al mismo tiempo, a la manera de los samurais. El personaje trágico está completamente vuelto hacia el esfuerzo de sobrevivir para comprender la situación de crisis, de vida o muerte en la que se encuentra. A él le corresponde, en un tiempo muy corto, descubrir las circunstancias en las que está atrapado, y encontrar respuestas que puedan proporcionarle una salida. El actor, además, a fin de interesar al espectador, debe producir esas circunstancias genéricas. El contexto de la pieza debe volverse un contexto en el que cada uno de los espectadores pueda reconocerse humanamente. El cuerpo trágico está constantemente bajo el dominio de la duda y la interrogación. Por lo tanto, está en desequilibrio. Es un cuerpo en pleno combate, un cuerpo que no tiene jamás la posibilidad de instalarse, un cuerpo completamente comprometido con la lucha. El arte del actor es introducir, en el interior mismo de esas tensiones diversas, la duda en relación a la representación misma. La única realidad en el teatro no es otra que la realidad teatral en sí misma; es en vano pretender crear otra ilusión que no sea ésta. Es con estos diferentes niveles que el actor debe hacer malabarismos. Yo soy el personaje, pero yo soy, ante todo, el actor. Yo estoy aquí y yo estoy en Tebas. Yo me identifico y yo me distancio. Yo provoco la risa (porque en la tragedia la ironía del destino es efectiva y el humor es un medio de defensa contra la crueldad de los eventos), entonces yo provoco la risa y un instante después la emoción. A través de todo eso una constante: yo interrogo siempre la condición humana. Si a esto se añade el hecho de que todo teatro es ideológico, es importante que el actor no se sirva únicamente de técnicas, que no se contente con apoyarse sobre criterios artísticos, sino que se posicione también ética y políticamente. Los artistas pueden y deben intervenir en el mundo político. ¿Cuáles serían las condiciones para hacerlo de modo eficaz? Para empezar, señalemos el hecho de que muchos artistas no desean intervenir. Luego, un artista que interviene en el mundo político no se convierte por esa razón en un hombre político, y sobre todo, no por eso deja de ser un artista. Según el modelo creado por Emile Zola durante el Caso Dreyfus, él se convierte en alguien que compromete en un combate político su capacidad y su autoridad específicas, y los valores asociados al ejercicio de su arte. Las intervenciones de los artistas en el espacio público encuentran su principio, su fundamento, en una comunidad afecta a la objetividad, a la probidad y al desinterés. Comprometiéndose políticamente, el artista se expone a despertar todas las formas de antiintelectualismo que duermen aquí o allá (incluidas las personas que se dicen de "izquierda"), entre los poderosos, los medios de la industria del entretenimiento, los políticos populistas, la prensa, todos se consideran detentadores de un capital cultural. Las instancias del poder político que otorgan las subvenciones, como las instancias económicas que administran la industria del entretenimiento, buscan atomizar las veleidades críticas de las gentes de teatro, cuando éstas no se autocensuran. Todo se pone en práctica para aislar y señalar los trabajos artísticos, para impedir la creación de movimientos intelectuales subversivos. Ahora bien, muchos de los trabajos han mostrado el papel que han jugado en estos últimos decenios los think tanks en la producción y la imposición de la ideología neoliberal que gobierna hoy en el mundo. A las producciones de esos think tanks, financiadas y sostenidas por los poderes económicos y políticos que han impuesto al mundo una visión neoliberal y conservadora haciéndola pasar por progresista, hace falta oponer un pensamiento crítico que pueda también traducirse en obras teatrales fuertemente simbólicas de esa resistencia. Todo el pensamiento político crítico está por reconstruirse, y no puede ser la obra de un solo maestro del pensamiento, abandonado a sus propios recursos de pensamiento singular, o un portavoz autorizado por un grupo o una institución para manifestar la palabra de las personas supuestamente sin palabra. En tanto que arte colectivo, el teatro puede jugar su papel, irremplazable, contribuyendo a crear las condiciones sociales de una producción colectiva de utopías realistas. Puede organizar u orquestar la búsqueda colectiva de nuevas formas de representación y de acción, hacer trabajar juntas a las personas movilizadas. Puede jugar un papel de partero, a nivel local, favoreciendo el encuentro de grupos artísticos y de público en su esfuerzo por expresar su resistencia al sistema neoliberal. Frente a la red de una mundialización economista, es importante crear una red de una mundialización crítica y cultural. El teatro, porque escapa con más facilidad que otros medios (aunque no completamente) al dominio y a la censura de los poderes financieros, puede ser un elemento de esa reflexión y de esa resistencia. Es por eso que los intercambios que podamos tener son importantes; ellos hacen del teatro no solamente un arte que se inscribe en las realidades locales de producción y de creación, sino un arte que es una ventana al mundo, un arte del conocimiento y de la subversión. Traducción de Humberto Rivas |