Ť Esta vez no vino solo, trajo a Tarrés , "su otro yo"; su último recital en el Auditorio Nacional, hoy
Deleitó Serrat a sus fans con su poesía liviana, intensa y melancólica
Ť En el escenario, convertido en bar, una señora no se aguantó las ganas y le gritó:"¡Te amo¡"
JAVIER GONZALEZ RUBIO IRIBARREN
Ahí estaba parado otra vez. Delgado, como siempre; vestido de negro, como siempre; cálido y amable, como siempre; con los puños casi apretados, de esas manos tan blancas que luego se mueven con elegancia y complicidad con sus ojos que se mantienen juveniles y con cierta picardía soterrada; ahí estaba, con la frente un poco más amplia que la última vez porque los años siguen pasando, y con un melena que cubre el cuello y peinado para atrás para disimular una calvicie que en ese rumbo parece haberse detenido. Ahí estaba él, ni tan alto ni tan bajito; con su misma voz que todavía le da, con las arterias del cuello saltadas, para echarse una versión muy personal de Un mundo raro y el público, su público, se la festeje con gran entusiasmo, como en realidad le celebra todo porque Joan Manuel Serrat es un consentido entrañable.
Un personaje travieso
Pero este vez Serrat no vino solo. Traía consigo a otro cantante al que medio conocíamos, quizá habíamos intuido, pero no nos lo había presentado como se debe. Un personaje singular, cómplice y travieso, de nombre Tarrés. Es evidente que Serrat se lleva bien con él y que han corrido muchas aventuras, venturas y desventuras juntos. A este Tarrés "todo eso del prestigio y el reconocimiento y la fama le vale madres", dice Serrat, con admiración a su amigo que, desde luego, forma parte de "las malas compañías". Y celebra tanto la humildad de su amigo entrañable que el público le aplaude también y ya lo siente como suyo.
Este Tarrés es ni más ni menos que el otro yo de Serrat, "ese otro yo del que tanto hablan poetas y siquiatras" y que hace que "todo valga la pena".
Además, ahora Serrat bebe un poco de vino y dice que por fin ha logrado realizar una añeja fantasía de llevar el bar al escenario. Y el público, ese público que está atento a todas sus palabras para agradecérselas quisiera tener la oportunidad de lanzarse a ese escenario y ponerse a tomar vino con él, y tocarlo y decirle cerca algunas palabras, como esas de la señora que no se aguanta y le grita "¡Te amo¡", y él, que la escucha, sonríe conmovido todavía después de tantos años porque lo tímido no se quita con el tiempo ni con la vida.
Desde luego, más tímido era hace 30 años, cuando vino por primera vez a México y se presentó en el Palacio de Bellas Artes después de aparecido su disco Dedicado a Antonio Machado, poeta.
Entonces no había afuera de Bellas Artes toda la vendimia de camisetas y chamarras y sudaderas y tazas y posters de Serrat mirando a Tarrés como hay ahora afuera del Auditorio. Y a uno no le queda más remedio que decir ¡coño, parece que fue ayer¡, esa frase tan trillada que se nos cuelga del corazón y la memoria después de los 40 y que tan chocante nos parecía escuchársela a esos viejos que eran nuestros padres o nuestros tíos y que para colmo también hicieron suyo a ese muchacho catalán que los puso a cantar Cantares y Tu nombre me sabe a hierba.
Porque desde el principio, cuando se paraba con su guitarra en el escenario y apenas si hablaba, Serrat fue de todos y a las señoras les encantaba que les cantara Señora porque él sí, desde luego, era alguien que valía la pena para sus hijas. Y nosotros, tan jóvenes entonces, sentíamos nuestra esa canción y se las queríamos decir a todas las madres que entonces representaban el papel de prospecto de suegras. Y esas hijas estaban ahora en el Auditorio Nacional, con Tarrés y Serrat. Quién les iba a decir hace 30 o 20 años que habría otros soñadores empedernidos de pelo largo que las iba a desvalijar del amor de sus hijas y que recordarían cuando ellas también tenían la carne firme y un sueño en la piel, señora. ¡Qué le va usté a hacer! Esa canción que ya nadie le pide a Serrat desde que hace como cinco años él, en ese mismo escenario, dijo que ya no estaba en edad de cantarla y claro, todos ya lo habíamos dejado de hacer aunque la llevábamos clavada en la nostalgia.
Porque Serrat algo ha tenido desde siempre de nostálgico, en su concierto del jueves, otra vez, llegó a sentarse junto a nosotros, a recargar su cabeza en nuestro hombro la señora melancolía, guapa y serena como siempre, y tan cariñosa que cuando él cantó Penélope se nos quedó mirando con una sonrisa que dibujaba la frase ¿te acuerdas? y el paisaje de un sinfín de recuerdos que él hace que broten del tiempo, y por eso aquellos más de seis mil espectadores tan fieles le aplauden tanto porque escucharlo es abrir la ventana a amores idos, a sueños perdidos, a caricias guardadas, al tiempo que pasó sin darnos apenas cuenta.
Ahí estaba Serrat, como siempre, con esa poesía suya tan liviana y a la vez tan intensa que sabe contar historias en cada canción y lo mismo nos hace pensar en esos sueños tan legítimos y conmovedores de la madre de la princesa que jura que un día su pequeña llegará en limusina al barrio, como en esa mujer que conocemos o conocimos alguna vez de la que nos gustaba todo, su rostro, sus piernas, sus pezones, su sonrisa, su cuello, pero ella no. Y nos regresa al cine de nuestra infancia con Los fantasmas del Roxy, donde dimos y nos dieron tantos besos y la señora melancolía nos aprieta la mano sabiendo en quién estamos pensando.
Ya querían descansar
Ahí está Serrat con su amigo Tarrés y el público, como siempre, no lo deja irse del escenario, y ahora son los dos los que ya quieren descansar, pero quién le manda a Tarrés presentarse con su amigo Serrat tan querido que se ve obligado una vez y otra vez y otra vez a volver a cantar y lo hace, no podía faltar, en catalán, esa lengua que antes de que él nos la cantara en realidad no la conocíamos porque ni los emigrantes catalanes la hablaban por aquí.
Y luego vinieron ésas que tantas veces ha cantado, pero más nosotros, los seis mil que estamos ahí porque las hemos cantado con el disco y aún sin él, Cantares y La fiesta y ahora sí, ya acabó aunque quisiéramos quedarnos otro rato y más. Pero él y Tarrés se van y nosotros también, con la sonrisa en los labios y la señora melancolía colgada de nuestro brazo.