SPUTNIK
La dacha, el placer del "trabajo forzado"
Ť Juan Pablo Duch
Moscu, 11 de mayo. Adictos a la naturaleza por necesidades climatológicas, y como una forma de compensar el encierro recomendable durante el largo invierno, por estas épocas del año millones de moscovitas saturan desde el mediodía de cada viernes las carreteras, huyendo de la ciudad. A rueda de tortuga, los coches, de tan repletos, apenas avanzan por el excesivo peso que llevan, perros, gatos y suegras incluidos (los primeros a petición de los niños y la última, por insistencia de la esposa, que amenaza con quedarse en casa si no va su mamá).
Quienes no tienen automóvil, por falta de presupuesto o consideraciones ecológicas, eventualidad ésta menos común pero que suena mejor, tampoco se privan de respirar el oxígeno producido por abedules, abetos, pinos y robles, predominantes en los bosques de por aquí cerca, toda vez que recurren a la red de trenes interurbana.
Hacer el viaje en tren, apretujados los pasajeros, es igualmente incómodo que en coche, pero como consuelo evita tener que remontar el trayecto en bicicleta, lo más razonable para no contaminar el medio ambiente, y ofrece la ventaja adicional de que no es necesario explicar la ausencia de automóvil, más aún que ningún vecino se creería el cuento de que la familia entera acaba de solicitar su ingreso a Greenpea-ce, por ejemplo.
Apurado el trago amargo, más bien salado por el sudor, y tras horas de anhelar llegar al punto de destino, motorizados y peatones, recién bajados del tren estos últimos, cruzan la cerca de su casa de campo, conocida en todo el mundo como dacha, una palabra que no requiere traducción.
Hay que decir que muchos rusos tienen dacha, pues en los tiempos soviéticos era relativamente fácil conseguir el terreno a través del lugar de trabajo. Las parcelas que se otorgaban entonces, generalmente, eran de 30 metros de largo por 20 de an-cho, las llamadas seis sotkas.
Como a los ciudadanos rusos les gusta complicarse la vida, aparte de que son muy buenos para las operaciones aritméticas como saludable ejercicio mental, al referirse a la extensión de su propiedad campestre siguen empleando esta medida antigua, la sotka, que equivale a una centésima par-te de hectárea.
El fenómeno del éxodo masivo de la capital hacia el campo es cíclico, cada fin de semana, de mediados de abril a los últimos días de septiembre, pero adquiere es-pecial agudeza en ocasión del puente del primero de mayo. Gracias al consejo de ancianos, que integraban el politburó del Partido Comunista de la Unión Soviética, la máxima instancia partidaria en la época de Leonid Brejnev, de hecho la primera mitad de mayo en Rusia tiene más días feriados que laborales.
Desde luego, no fue ocurrencia de Brejnev o de alguno de sus compañeros de presídium que se celebraran el Día Internacional del Trabajo y el Día de la Victoria. Su mérito consiste en haber sido los primeros en hacerse de la vista gorda, oficializando el puentazo que liga ambas festiv idades con un mínimo de 10 días libres, dependiendo del calendario de cada año. Según se comenta, fue una peculiar manera de retribuir a los trabajadores que en el país no se practicara conceder vacaciones de Semana Santa.
Hasta la fecha se mantiene la costumbre y la primera mitad de mayo muchos se instalan en sus dachas. Y ahí es donde empieza lo bueno, según los rusos, claro.
Cultura y tradiciones muy distintas a las nuestras, ningún ruso asocia su dacha con el placer de colgar una hamaca o de tumbarse en un catre a la sombra de un árbol, como preludio para comerse un paquete de papitas fritas con una cerveza bien fría. Apenas llegan a su dacha, empuñan palas y rastrillos y se vuelcan a cultivar el huerto. Siembran todo tipo de legumbres y frutas, procurando estar el mayor tiempo posible en la faena. Sólo al caer el sol, la sobremesa hace propicio el trago reponedor, con la creencia de que el vodka ayuda a mitigar el dolor de espalda y, cuando no, al menos anima la conversación.
El placer del "trabajo forzado", como podría llamarse a las jornadas agotadoras y voluntarias en la dacha, sólo se entiende cuando se visita el departamento de un ru-so, por ahí en noviembre o diciembre, y el anfitrión abre en pleno invierno un frasco de pepinos encurtidos o sirve té con mermelada de fresa, con el orgullo y la satisfacción de que son de su propia cosecha.
A la tercera copa, cualquiera empieza a creer al anfitrión, en el sentido de que no hay comparación posible con los pepinos y la mermelada que se venden en el mercado más cercano.