sabado Ť 12 Ť mayo Ť 2001

Ilán Semo

La ONU como síntoma

Dos hechos que son síntomas. La expulsión de Estados Unidos de la Comisión de Derechos Humanos, primero, y después de la Junta Internacio-nal de Fiscalización de Es-tupefacientes de la ONU. Y la ofensiva de la diplomacia europea para ocupar posiciones que desdibujan el predominio de Washington en la geopolítica actual. ƑHa cambiado algo en el equilibrio de fuerzas que, desde la caída del Muro de Berlín en 1989, había convertido a la Comunidad Europea en un testigo, a veces complaciente y a veces dubitativo, del overstretch -desborde es una metáfora equivalente- hegemónico que Estados Unidos heredó de la Guerra Fría?

El término "expulsar" está cargado de excesos. Sin embargo, en el orden simbólico que explica a las grandes potencias suele adoptar significados más precisos de los que le atribuye el sentido común. La historia reciente de la ONU podría dividirse, si se admite un esquema vago, en dos etapas: la era de la Guerra Fría, en la que la tensión bipolar se tradujo en un organismo incluso festivo que solía aislar a Estados Unidos o ubicarse entre los dos bloques; y la década de los noventa, en la que la fragmentación de los bloques la transformó en un foro de ínsulas, que permitieron a la diplomacia estadunidense despliegues rápidos y golpes certeros. La primera etapa se caracterizó por el discurso de la periferia y las realidades del conflicto bipolar. Sus alocuciones suenan hoy distantes: autodeterminación, no intervención, desarrollo, planificación, desbloqueo, norte-sur... Acaso cifran también la lejanía que puede existir entre la dedicación discursiva de una mayoría con voz y la aplicación decidida de una minoría con veto.

El fin de la Guerra Fría trajo consigo un reorden súbito. La ONU ha sido, y sigue siendo, más que una entidad política una suerte de fábrica semiótica. Produce una retórica pública, es una asamblea imagina, crea la sensación de una colegialidad en disputa. Como organismo de disuasión y negociación ha sido, en rigor, superfluo; como productora de órdenes simbólicos es esencialmente eficaz. De ello hablan sus últimos diez años, que la entrecruzan por la formación de un nuevo imaginario global, cuyo centro lo ocupa el conflicto entre universalismo y particularismo: derechos humanos, tolerancia, democracia, ecología, derechos de propiedad, filantropía, combate a las drogas. La transformación de la ONU en un sínodo de este conflicto se basó, en gran medida, en la otra herencia de la segunda mitad del siglo XX: la alianza de los países del Atlántico.

Era una alianza cómoda, es decir, aparentemente sólida, basada en una división histórica de tareas. Estados Unidos cumplía con lo que nadie quería realizar y en lo que nadie quería gastar: las funciones de disuasión militar. A cambio, obtenía de los países europeos el derecho a una suerte de "rectoría", que podía ser virtual, a la hora de cuotas comerciales, o real, a la hora de la intervención militar (como en la Guerra del Golfo o en Yugoslavia).

Sin embargo, la consolidación económica, política e institucional de la Comunidad Europea ha traído consigo gradualmente la formación de una diplomacia europea. Más tardó la Comunidad Europea en darse un sistema político (que todavía no es del todo funcional) que en formar los primeros cuerpos (efectivamente europeos) de una diplomacia que apunta hacia sitios de orden hegemónico. Europa sigue siendo Europa. Un continente que ve hacia fuera. Hoy tiene el poderío económico, y la creciente unidad política, para hacerlo de conjunto.

Desde la terminación de la guerra de Yugoslavia, uno de estos sitios, acaso el más recurrente, ha sido la disputa con Estados Unidos por las reglas de la cohabitación que habían distinguido a la alianza de los países del Atlántico. Es una disputa que ha adquirido tonos elocuentes. Aplicar a Estados Unidos, en el renglón del combate a la droga, el mismo trato que Estados Unidos aplica a los países de la periferia, es decir, descertificarlo, hubiera significado, no hace muchos años, una "humillación". Excluirlos de la Comisión de Derechos Humanos, que son el centro maleable del predicado universal, el banquillo desde el cual se podían entremezclar cómodamente los roles del juez y el procurador, del fiscal y el defensor, no son gestos precisamente retóricos. Tampoco lo son los acuerdos de Kioto, el desplazamiento (casi absoluto) de la diplomacia de Washington en Corea, las réplicas de la OCDE (más europea) al FMI (más estadunidense), etcétera.

Pueden ser buenas nuevas. Para los países que gravitan en las inmediaciones del centro, como México por su proximidad con Estados Unidos, se abre acaso una rendija para capitalizar las contradicciones que irán en aumento en el bloque occidental que se deshiela. Pero ello supone una política exterior capaz de situarse en la perspectiva de una redefinición de la esfera de dominio estadunidense. Hoy una perspectiva tan lejana como la que separa cada vez más al gabinete activo de Vicente Fox de su propio Estado, condición esencial para producir nuevas realidades internacionales.