MIERCOLES Ť 2 Ť MAYO Ť 2001
Vilma Fuentes
Cumbre literaria de las Américas
Mestizaje cultural, búsqueda de identidad, mitos fundadores, evolución de las cuatro lenguas europeas que se hablan en el continente y compromiso del escritor fueron los principales temas abordados durante el Salón del Libro de Quebec y Metropolis Bleu en Montreal, manifestaciones paralelas a la Cumbre de las Américas.
Como señalaron los organizadores, la coincidencia con la cumbre de jefes de Estado debía aprovecharse para dar la palabra a escritores representativos de diversos países del continente. Frente al discurso político conocido de antemano, el público deseaba escuchar -como lo probó la numerosa asistencia- las reflexiones de creadores e intelectuales.
Mientras los dirigentes políticos se encerraban tras las barreras levantadas en Quebec con el pretexto de la seguridad, los autores estuvieron al alcance de todos durante La Cumbre de Escritores de las Américas. Sin duda para marcar aún más las diferencias entre ambos actos, el comité organizador del festival literario hizo hincapié en su libertad de acción invitando a un escritor cubano residente en Cuba, en vez de un autor cubano de Miami, a pesar de las presiones ejercidas. Presidente del Pen Club de Quebec, el poeta Emile Martel -traductor de mi novela King Lopitos- me relató su pelea para hacer invitar a un autor cubano habitante de la isla, aunque él hubiese preferido que esta oportunidad se diera a un disidente del régimen a fin de escuchar una palabra distinta.
Durante el primero de los coloquios, el mito fundador, la historia de amor y muerte de Hernán Cortés y La Malinche, así como el viaje del Popol Vuh -destruido por los misioneros y conservado gracias a la memoria indígena- a través del latín y el francés para acceder al fin al español, suscitaron un franco y fértil interés: qué bibliografía, dónde encontrarla traducida al francés o al inglés, si podría darles una copia de mi intervention, me preguntaron una y otra vez los asistentes.
Sin tratar de mencionar todas las participaciones, no puedo dejar de evocar el homenaje que hicimos Alberto Menguel y yo de Juan Rulfo, durante una de las mesas redondas más animadas del Salón del libro de Quebec: J'aime les Amériques. Homenaje fructífero, pues fue muy vendida la edición que acaba de sacar Gallimard de El llano en llamas con la nueva traducción de Gabriel Iaculli.
En el Festival de Montreal, con ''una centena de los mejores escritores de Quebec, de Canadá y del mundo entero'', como señaló Linda Leith, presidenta del consejo de administración, los temas se diversificaron. El evento fue inaugurado con la entrega que hizo Emile Martel del Gran Premio Literario de Metropolis Bleu a Norman Mailer -quien a una pregunta sobre lo que pensaba del feminismo, respondió: ''Antes pensaba que las mujeres eran superiores a mí, ahora sé que son mis iguales''.
Las más variadas polémicas se sucedieron durante una semana en inglés, español, francés y farsi -sin dejar de lamentar la ausencia de representantes del portugués. ''ƑExiste la escritura femenina?''. Y, en ese caso: ''Ƒexiste una escritura masculina?''. O bien: ''Gays y lesbianas: Ƒuna literatura aparte?''. Lecturas de poesía, de dramaturgos, de novelistas, talleres de traducción. Temas en apariencia tan opuestos como ''La literatura y el deporte'' y ''El mundo imaginario''. E incluso, una mesa redonda que, por mera casualidad, tuvo lugar en un bar: ''Hay un libro en mi copa''.
Sin duda la mesa redonda más polémica fue la de ''El escritor comprometido'': el cubano Pablo Armando Fernández trató de justificar su posición castrista con el relato de su vida, el nicaragüense Sergio Ramírez evocó su lucha sandinista y lamentó que el término compromiso hubiese ''pasado de moda''; Héctor Tizón y yo misma consideramos que un hombre, cualquiera que sea su oficio, es libre de luchar por una causa, pero el compromiso primordial de un escritor, en tanto escritor, es con su lengua: servir la palabra que le sirve a fin de conservar la memoria de su época y su pueblo.
En este sentido, pude ahondar, un escritor que desea conservar su libertad de palabra debe evitar los riesgos de la ''política correcta'' con que se tiende a uniformar las conductas, así como los graves peligros del pensamiento único y el consiguiente terrorismo intelectual que extravió a tantos intelectuales durante el siglo XX.