LUNES Ť 30 Ť ABRIL Ť 2001

Ť Investigación del DIF capitalino y del Fondo de Naciones Unidas para la Infancia

Trabajan en la vía pública 14 mil 322 menores

Ť Más de 700 son indígenas; su suerte sigue siendo de pobreza, exclusión y marginación

ANGEL BOLAÑOS SANCHEZ

Desde las seis de la mañana, Xóchitl se levanta a la par que su mamá y su tía, quienes van a vender artesanías de plata y textiles en la delegación Cuauhtémoc, mientras ella carga con su caja de chicles rumbo al paradero de autobuses de la Ruta 30, en la estación Indios Verdes del Metro. Indígena triqui originaria del estado de Oaxaca, a sus 9 años sabe que su familia dejó de contar con el apoyo de su padre, quien se fue a trabajar a Estados Unidos, en donde ahora vive con otra mujer y tiene un hijo.

Conclusiones de una investigación realizada por el Sistema para el Desarrollo Integral de la Familia en el Distrito Federal (DIF-DF) y el Fondo de Naciones Unidas para la Infancia en México (Unicef) indican que en la capital del país trabajan en la vía pública 14 mil 322 niños y niñas, de los cuales 5 por ciento son indígenas, esto es poco más de 700.

En la ciudad de México, la suerte de cientos de niños hijos de indígenas que abandonaron sus comunidades sigue siendo de pobreza, exclusión y marginación, incorporándose al trabajo desde los 5 u 8 años de edad en promedio, aunque para ellos trabajar no deja de ser una situación natural pues, sea en el campo o en la ciudad, contribuyen al mantenimiento de la supervivencia familiar, señaló Laura Villasana Anta, coordinadora del programa Hermanos Indígenas de Cáritas-Arquidiócesis de México.

En una vecindad de renta congelada de la calle de Mesones en la colonia Centro, conviven más de 60 familias mazahuas y algunas "urbanas", como identifican ellas a los que son del Distrito Federal. Entre sus muros, cuarteados unos, sin ventanas muchos y sin techo otros, habitan cien niños cuyas edades oscilan entre los siete meses y los 11 años de edad. Muchos de ellos salen de ahí todos los días solos o acompañando a sus padres, cargando canastos repletos de chicharrones y papas fritas que venden en las calles del Centro Histórico o se dirigen a las plazas comerciales donde tienen sus locales de diversas mercancías, desde ropa hasta reproductores de audiocasetes.

David, de 10 años, tiene su propio puesto ambulante en la calle de Uruguay, en donde vende tijeras y estuches de manicure desde las 10 de la mañana hasta la una de la tarde, porque a la una --se justifica-- tiene que ir a la escuela primaria Joaquín García Icazbalceta, en donde cursa el quinto grado. Los casi cien pesos que gana en promedio al día se los da a su mamá para la comida, le regresa 20 que guarda porque quiere comprarse unos tenis como los de un compañero del salón de clases.

Faustino de Jesús, también de 10 años y estudiante del cuarto de primaria en la escuela España, en Correo Mayor, dijo que trabaja solamente los sábados vendiendo gelatinas en la plaza Pino Suárez, pero todos los días acompaña a su papá o a su mamá en los puestos que ambos tienen en la misma plaza.

En una encuesta realizada para el Instituto Nacional Indigenista por Laura Elisa Villasana, Isabel Reina de Jesús, Guadalupe Simancas Mercado y Diana Tamara Martínez Ruiz, entre niños mazahuas incorporados a la economía informal en la delegación Cuauhtémoc, se encontró que los menores tienen la percepción del comercio ambulante como algo "natural" que siempre han realizado sus padres y sus abuelos. Para ellos, ese trabajo no les significa una actividad obligatoria ni desagradable "teniendo como causas principales: 'ayudar a los padres' 23 por ciento; comprar comida, ropa y útiles 20 por ciento, y 'por gusto' 20 por ciento".

"Al indagar cuál es el gusto por esta actividad --añade el estudio-- se encontró entre otros argumentos: 'para tener dinero y poder comprar cosas y comida'; para "pasear, conocer gente y andar por las calles'; 'para poder jugar'".

Rosaura Galeana Cisneros, directora de la Fundación SNTE para la Cultura del Maestro Mexicano, en su ensayo El trabajo infantil en México, balance de una década, publicado en el V Informe sobre los derechos y la situación de la niñez en México 1998-2000, del Colectivo Mexicano de Apoyo a la Niñez (Comexani), refiere que "en contra de la creencia común de que se trata de hogares desintegrados, los menores que trabajan, en su gran mayoría (92 por ciento) viven en familia y mantienen vínculos afectivos con ambos padres o alguno de ellos" y el ingreso que obtienen "por su trabajo se destina a cubrir necesidades básicas del núcleo familiar".

De hecho, el estudio del DIF-DF y la Unicef señala que de los 14 mil 322 menores que trabajan en las calles de la ciudad, apenas poco más de mil rompieron todo vínculo con su familia por situaciones de maltrato, desintegración, falta de afecto u orfandad.

Sobre avenida Chapultepec, muy cerca de la glorieta Insurgentes, tres familias otomíes ocupan un predio con construcciones mixtas, de ladrillo unas y de cartón y madera otras, donde la situación de los niños no es distinta. Rosalía, de 11 años, los lunes y los martes se levanta a las 6:00, se arregla y se va a vender chicles al Metro Insurgentes, se regresa a las 9:00 a su casa para desayunar atole o "zucaritas con leche" y luego se va al Centro Colibrí, en donde "la señora Charo nos ayuda, nos da cuadernos y nos enseña las tareas".

De aquí se va a la escuela, dice que quiere ser doctora "para curar a los enfermos", pero antes se compra una torta de jamón, de salchicha o de chuleta. Regresa a las 18:30 a su casa para comer "carne, frijoles y sopa", "hago la tarea y luego me voy a dormir".