miercoles Ť 25 Ť abril Ť 2001

Luis Angeles

Política para la reforma

La iniciativa de reforma fiscal parte del supuesto de que el Poder Ejecutivo aún tiene un gran capital político, y de que puede acrecentarlo si el Congreso aprueba con cambios menores la propuesta.

No se ha intentado todavía convencer sobre la calidad de gobierno que se pretende financiar con la reforma, ni se han ofrecido garantías contra la economía informal y la evasión fiscal, ni tampoco ha resultado convincente el argumento de que la reforma más que meramente recaudatoria será redistributiva y que esa virtud la adquiere a partir de los impuestos y no del gasto público.

ƑCómo garantizar que el esfuerzo fiscal de la sociedad mexicana no se anulará con la ineficiencia administrativa del gobierno? ƑCómo no temer que quede diluida en una de esas combinaciones coyunturales propias de una economía abierta, conformada por los factores recesivos de Norteamérica; los bajos precios internacionales del petróleo; la contaminación de nuestra economía con los efectos tango y samba; la sobrevaluación de nuestro tipo de cambio y la subestimación del déficit público?

En una especie de prolongación patológica de la campaña electoral, se ha prometido hacer con los ingresos de la reforma fiscal prácticamente todo, y no parece haber carencia social que la reforma fiscal no pueda resolver. Se dice que los gobiernos de los estados recibirán mayores aportaciones fiscales del gobierno federal; que habrá universidades y tecnológicos para cada entidad; salarios adicionales para cada maestro aplicado, con su computadora por supuesto; laboratorios y espacios para el cotorreo magisterial en cada plantel, además de todo lo que se haría en medicina social, en compensaciones copeteadas a la población de menores ingresos; los 350 mil microcréditos, y lo que no se dice: reducir el déficit del sector público, para que las corredurías extranjeras califiquen mejor la deuda mexicana, siga fluyendo el capital externo a nuestra economía y no vernos enfrentados pronto a una crisis cambiaria.

De aprobarse la reforma, habrá primero que ver cuándo ocurrirá y cuánto va a significar, en cuyo caso no será ya por todo el año, sino acaso por la mitad; habrá además que descontar los efectos inflacionarios de la propia reforma; aceptar que el PIB se va a contraer; considerar que todo ingreso excedente sobre el presupuesto aprobado está ya destinado a pagos financieros, y restar los costos de administración que naturalmente conlleva la reforma.

Nada hay en el contenido de la reforma contra la economía informal, lo que se suponía promesa de campaña y baluarte de cualquier reforma fiscal; nada para ampliar la base recaudatoria; nada a favor de la pequeña y mediana empresas y del empleo; nada contra la evasión ni a favor de mejorar la administración fiscal. La iniciativa no se construyó con el apoyo de los sectores, como se comprometió en la campaña hacer todo, sino más bien sobre ellos.

El cabildeo presidencial de la reforma parece ahora compartirse con algunos secretarios de Estado y funcionarios de alto nivel, pero éstos no son muy buenos vendedores de la iniciativa. No todos en el gabinete parecen compartir los mismos puntos de vista ni todos opinan lo mismo una y otra vez. Se nota más la existencia de un trabajo de comunicación social intentando persuadir de las virtudes de la reforma fiscal, que una estrategia de cabildeo con los sectores sociales; es decir, no hay política. Cuando el gobierno concentra su mensaje en que todo mejorará si se aprueba la reforma, la gente lee lo contrario; pero eso no importa tanto porque la puesta en marcha de la reforma sólo depende del Congreso.

La política la harán los partidos en el debate que se celebrará durante el periodo extraordinario de sesiones de la Cámara de Diputados, un debate que será obviamente partidista, atendiendo a las ventajas de cada fracción en una perspectiva de corto plazo, y los intereses de cada una no tienen por qué coincidir con los de la sociedad, ni siquiera entre el Ejecutivo y su partido.

Nadie discute ya si es necesaria o no la reforma, pero todos los sectores quieren un trato preferencial; ningún partido desea pasar de largo la reforma sin meterle mano y el gobierno tiene prisa en que se apruebe, no vaya a convertirse en una reforma intrascendente.

Cuando en 1995 el PRI aprobó unilateralmente el alza de 10 a 15 por ciento del IVA, el PAN sabía de la necesidad gubernamental de hacerlo y votó en contra, como ahora lo sabe el PRI y no por ello votará a favor de la medida. Lo único seguro es que el PRD va a votar en contra, tal vez proponiendo la iniciativa de su partido o tal vez la del jefe de Gobierno del Distrito Federal.

Parece que ni todo el panismo votará a favor ni todo el priísmo votará en contra. Algunos del PAN no son votos seguros a favor de la reforma, y el PRI se erige como el poseedor de la gran decisión, por lo que el voto priísta tiene un valor muy alto. Por lo pronto puede descartarse una decisión unánime de rechazo priísta a la iniciativa, no sólo porque algunos diputados de ese partido pueden estar convencidos de las virtudes de la reforma y porque pueda argumentarse el voto de conciencia y el derecho a disentir en momentos en que la disciplina de esta bancada no atraviesa por su mejor momento, pero también por la eventualidad de que los gobernadores de los estados ejerzan cierta presión a sus diputados ante la expectativa de mayores participaciones federales a sus respectivas entidades, o por alguna otra razón más difícil de comprender que de explicar.