jueves Ť 19 Ť abril Ť 2001
Adolfo Sánchez Rebolledo
El piadoso señor Abascal
El piadoso señor Abascal no descubre todavía la línea que separa vida privada y quehacer público. Desde que tomó el cargo de secretario del Trabajo con la misma soltura previene un día a los obreros contra el egoísmo de clase y los conmina a seguir el virtuoso camino de la superación personal, cuyo modelo ejemplar es él mismo, y al otro pontifica, no sin escándalo justificado, que el lugar de la mujer trabajadora está en el digno confinamiento del hogar, y lo dice el secretario del ramo conociendo la situación real de millones de mujeres que se ganan la vida en ocupaciones ajenas a la condición maternal.
Suele dejar el señor Abascal que se confundan sus muy respetables --aunque no compartibles-- razones morales personales con las del Estado que representa, las del funcionario con las del padre de familia y amantísimo esposo. Claro que él sabe cuándo sus dichos son declaraciones personales y cuándo oficios de gobierno, como toca a Martha Sahagún explicar; pero la confusión entre unas y otros lo persigue tan insistentemente que parece deliberada.
El caso reciente de las lecturas prohibidas tiene, cuando menos, dos aspectos subrayables. Uno, puramente moral, que se refiere a los valores que el señor secretario del Trabajo cree proteger censurando la lectura de Aura y textos de Gabriel García Márquez, que es asunto de su exclusiva incumbencia. El segundo consiste en la extralimitación del celo paterno que exige reconvenir a una maestra cuando el padre de la alumna es, como todo el mundo sabe, un poderoso funcionario del máximo gobierno.
Abascal no pide la excomunión de la histriónica maestra que dio a leer Aura, de Fuentes, a su hija, pero sus reconvenciones, dichas al oído a las monjas que gobiernan el claustro escolar, la condenan al infierno local más modesto del desempleo. El objetivo, en todo caso, es evitar que la pureza sucumba ante el pecado.
El secretario del Trabajo tiene todo el derecho del mundo a educar a sus hijas en una escuela confesional, a darles una formación religiosa acorde con los valores morales familiares, a sostener y justificar la hipocresía convertida en principios, si quiere, pero tratándose de literatura en la escuela, él no está facultado para impedir que las alumnas lean a ciertos autores que sólo gente como él, y otros como él, consideran inconvenientes. Que su hija adolescente lea o no a García Márquez en casa es un tema que en esa lógica patriarcal corresponde al padre decidir; que lo lea en la escuela, en cambio, debía ser un estímulo más que la obligación escolar que no siempre se cumple.
Todo eso pasa hoy dentro de una escuela privada con profesores y autoridades privados que sigue sujeta a normas oficiales, pero Ƒqué ocurriría si tuvieran éxito los que piden a gritos la reforma de la educación para implantar en ella la "libertad" en la enseñanza pública, es decir, el "nuevo laicismo" que le daría manga ancha a la Iglesia católica en la escuela? ƑBorraríamos del mapa prácticamente toda la literatura moderna? ƑExpurgaríamos de una vez todos los libros de Carlos Fuentes o, sencillamente, dejaríamos a los alumnos el consuelo de recitar el catecismo o el catálogo completo de la editorial Jus, tan cara al señor Abascal?
El episodio escolar que nos regaló esta semana el secretario del Trabajo es útil sin embargo, pues ilustra hasta qué punto ciertos excesos reconocibles, como censurar exposiciones, quemar pokemones y clausurar antros no son simples "errores" de un munícipe lerdo o torpezas de un cura abstruso, sino parte estridente de la oferta moral y cultural que, en definitiva, nos ofrece cierta derecha victoriosa.
La supuesta defensa de los "valores" que se predica desde el púlpito o en el ayuntamiento municipal tiene el empeño de modelar la realidad a imagen y semejanza de modelos supuestamente ejemplares que son asumidos y presentados como los únicos verdaderos.
A final de cuentas, la censura literaria o artística de la derecha es una variante de las obsesivas preocupaciones del pensamiento religioso más conservador ante los asuntos de la sexualidad. Al pío secretario del Trabajo le preocupa la crudeza narrativa de los textos bajo censura, justamente cuando en ellos se rozan la sexualidad y la religión, pues es ahí donde salta la tijera moralista del censor. Por eso ya no parecen tan distantes las acciones extremas de Pro Vida, las propuestas para liberalizar la enseñanza pública y las preocupaciones pedagógicas de Abascal, pues entre ellas existen innumerables vasos comunicantes, demasiados hilos finos conectados a una misma actitud moral intolerante que subyace a los cambios superficiales en el pensamiento de la derecha mexicana. Algunos panistas se sintieron avergonzados genuinamente por las fobias ultramontanas de don Carlos, pero mientras éste siga en el primer círculo del gobierno foxista nadie debe llamarse a engaño sobre el sentido de los tiempos.