LUNES Ť 16 Ť ABRIL Ť 2001

Ť León Bendesky

Difícil de vender

No es fácil para el propio gobierno defender la propuesta de reforma fiscal que envió al Congreso. A pesar que diga que de ella depende prácticamente toda posibilidad de un mayor gasto social y en obras públicas, llama la atención la poca capacidad recaudatoria que ofrece la iniciativa de ley preparada en Hacienda. Se estima que los ingresos provenientes de los impuestos aumentarán en una proporción máxima de 2.2 por ciento del producto, pero esa cifra puede ser 2 por ciento, si no se eleva la tasa del IVA en la frontera y no se carga sobre la venta de inmuebles.

Las necesidades financieras del gobierno se estiman hoy en 3.5 por ciento del producto y en más de 4 por ciento el próximo año. Además, y eso es muy llamativo, ésta es una reforma que para elevar la recaudación depende por completo del efecto de la aplicación general del IVA, pues en cuanto a los ingresos provenientes del impuesto sobre la renta se proyecta incluso una pérdida de recursos.

En una sociedad mayoritariamente pobre, y en la que el ingreso está sumamente concentrado en un pequeño estrato de la población, se opta por recaudar más gravando el consumo y no los ingresos. Eso puede ser muy moderno, puede estar sustentado en sólidos principios teóricos y hasta puede ser políticamente correcto en un mundo en el que prevalecen las pautas impuestas por la globalización, pero no corresponde a los patrones de la desigualdad económica prevaleciente ni a la necesidad de mayores recursos por parte del Estado, que es, finalmente, el argumento más contundente para hacer una reforma fiscal.

La reforma es difícil de vender aun para un gobierno que, sin duda, usa muy bien la mercadotecnia, porque no cuadra ni en términos cuantitativos ni en su estructura. Elevar los impuestos no es popular, aunque se planteen mecanismos de compensación que sean "copeteados". Tener que pagar más cada vez que se hace un gasto no se ve claramente compensado por un menor impuesto al ingreso, especialmente cuando se forma parte de un grupo muy nutrido de la población que tiene un ingreso máximo de hasta 4 mil 167 pesos al mes (50 mil pesos al año) y no hay formas muy efectivas de compensación, excepto un mayor crédito al salario (que puede llegar hasta 900 pesos anuales), que no es demasiado lucidor. Vaya, la gran mayoría de la población, que equivale a más del 80 por ciento de las familias del país, no aprecia ventaja alguna en la reforma ofrecida, sabe bien que va a tener que pagar más impuestos y sabe que la reforma no se ve muy equitativa en cuanto a las cargas que impone a los diversos grupos de la sociedad.

Cualquiera que vende algo tiene que dirigir su producto donde está el dinero, o sea, donde están quienes pueden gastar. No es muy distinto con los impuestos; si de recaudar se trata debe irse también donde está el dinero. Pero no hay argumento válido para los funcionarios de Hacienda que pueda desviar el esfuerzo recaudador de la reforma fiscal hacia los sectores que concentran el dinero. Y no es que la política fiscal tenga que seguir el modelo de Robin Hood. Un primer asunto tiene que ver con la propuesta de bajar la tasa máxima del impuesto de las personas físicas de 40 por ciento a 32 por ciento, lo que no parece justificarse ni como un elemento de justicia del sistema impositivo y, menos aún, en el entorno de penuria que enfrenta el fisco. Tampoco se justifica bajar la tasa del impuesto a las empresas de 35 por ciento a 32 por ciento.

Otro asunto tiene que ver no sólo con la tasa que se paga de impuesto sobre el ingreso personal, sino con las transacciones que se acumulan como parte de ese ingreso. Como un principio tributario deberían acumularse todas las fuentes del ingreso, igual que ocurre con aquéllos que sólo lo derivan de su salario. Nada se puede hacer al respecto según los técnicos hacendarios, pues todo ello redundaría en poca recaudación y peor aun en la fuga de las fuentes de donde se generan los impuestos. Así es verdaderamente muy difícil que el Presidente y sus secretarios, que son mucho menos duchos para vender, convenzan a la población de las virtudes de la reforma. Pero la población no va decidir, sino que lo harán diputados y senadores.

Aun cuando pasara en el Congreso la iniciativa de reforma tal y como la envió el Ejecutivo, no puede pedirse a la política tributaria que arregle las maltrechas condiciones de la economía. Para ello no se trata únicamente de que la reforma fiscal sea integral, sino que lo sea la política económica. Y ahí hay grandes lagunas. Sólo hace falta ver lo que está ocurriendo ya.

En febrero cayó la producción industrial 3.7 por ciento con respecto al mismo mes del 2000; el producto de las manufacturas, que es el sector más dinámico de la economía, cayó 4 por ciento, lo que afectó incluso a las maquiladoras (-1.9 por ciento). Las exportaciones totales cayeron 4.5 por ciento y las importaciones 2.3 por ciento dejando un déficit comercial que superó en 774 millones de dólares al del mismo periodo del año anterior. Y todo ello ocurre con un tipo de cambio de 9.29 pesos por dólar, lo que indica que el dólar está más barato hoy que hace un año y mucho más que en diciembre pasado, y claro que las tasas de interés están muy altas: 15.5 por ciento, o sea, como ocho puntos por arriba de la inflación, pues de otra manera no se podría sostener el escenario de "estabilidad". Con la reforma propuesta, o con otra que se pueda negociar, lo que no se puede es hacer como si no pasara nada pues, con todas las diferencias del caso, esta historia suena muy conocida.