viernes Ť 13 Ť abril Ť 2001

Horacio Labastida

Acoso contra Cuba

El triunfo revolucionario de 1959 y la declaración de 1961, por la que el gobierno cubano anunció su decisión de transformar al país en Estado socialista, acontecimiento trascendental que ocurrió en la atmósfera de la fracasada invasión de la isla por grupos que descaradamente patrocinó Estados Unidos, exhibió la radical separación entre el capitalismo que Washington simboliza y el proyecto rebelde de transformar la propiedad capitalista en una propiedad humana al servicio del bienestar común de las familias y del perfeccionamiento espiritual del hombre. Es decir, en los dos primeros años de la administración guerrillera de Sierra Maestra, Cuba tiró al basurero de su historia la imperial Enmienda Platt, represora de la soberanía del país, y negó a la vez la supuesta verdad contenida en la ideología política que hasta la fecha pregonan y defienden las elites metropolitanas.

Con el propósito de destacar la enorme importancia de aquel bienio, traigamos a la memoria aquella convenenciera intervención estadunidense en los últimos años de la guerra civil que contra España sostuvieron vigorosamente los partidos de Máximo Gómez, Antonio Maceo, José Martí y Calixto García, durante la llamada Guerra de Diez Años. Los cruentos combates redujeron la población caribeña en 400 mil habitantes y destruyeron un alto porcentaje de las riquezas existentes; situación deplorable que el presidente estadunidense William McKinley, asesinado al iniciarse el siglo XX, procuró convertir la ya preparada intervención en pelea declarada contra los españoles aprovechando el mañoso dinamitazo del barco de guerra Maine, anclado en La Habana. Por el tratado suscrito en París (diciembre 10 de 1898), España renunció a Cuba y la entregó a los yanquis poco antes de que se promulgara la Constitución republicana montada en la citada Enmienda Platt, por virtud de la cual la supuesta nación independiente quedaba supeditada al capricho y voluntad del señorío monetario cobijado en las armas del Tío Sam. La enmienda, entre otras obligaciones, imponía a Cuba la renta de los puertos navales que conviniera a Estados Unidos y se aceptaba el derecho de éste a intervenir cada vez que lo considerara indispensable, y en estas condiciones de indignidad transcurrió la larga historia de corrupciones, golpes militares, entreguismo sin límites a la Casa Blanca, servidumbre a los millonarios extranjeros y generalización del juego, las drogas, la prostitución y toda clase de actividades ilícitas, crónica vergonzosa que comenzó con la administración de Tomás Estrada Palma y concluyó en la larga época de Fulgencio Batista, sin olvidarse, por supuesto, los ejercicios políticos impúdicos y criminales de José Miguel Gómez y Gerardo Machado, personajes estos que aún acongojan y ensombrecen el corazón de los latinoamericanos honestos. Fue un tiempo, más de medio siglo, lleno de ignominia y banalidad toleradas y en ocasiones aplaudidas con el dinero y las milicias de intereses y fuerzas congregadas en los distintos gobiernos estadunidenses que presidieron, en ese periodo, el citado McKinley, el primer Roosevelt, W.H. Taft, quien a través de su embajador en México consintió y ayudó la erección del Estado criminal huertista (1913-14), el célebre Wilson, W.G. Harding, Coolidge, Herbert Hoover y el estallido de la depresión de 1929, el segundo Roosevelt, Truman y su autorización de la bomba atómica sobre Japón, y Eisenhower, el victorioso general de los aliados durante la Segunda Guerra Mundial. En los años de John F. Kennedy ocurrieron la invasión de Bahía Cochinos y el problema de los misiles soviéticos en Cuba.

Pero lo esencial de aquella época fue la liberación de Cuba de la putrefacción material y cultural que se había multiplicado en la patria de Nicolás Guillén durante los sombríos y bochornosos años de la llamada democracia de las minorías cubano-estadunidenses, apoyadas eficazmente por la política de la Casa Blanca en Latinoamérica. Igual que hoy sucede en Rusia, Cuba fue un Estado vasallo de los gangsters que la convirtieron en uno de los más grandes centros de apuestas y ramería en el mundo de la posguerra. Y al romper el pueblo cubano con tan grave situación opresiva, se echó de inmediato la enemistad iracunda e ilegal de Estados Unidos, porque la liberación de 1959 dejó claro ante los pueblos del mundo los gravísimos pecados capitales implícitos en la conducta imperial de Washington ante los pueblos débiles y no débiles de nuestro planeta.

En el intento de encubrir la grande merde que el régimen estadunidense cultivó en Cuba, se han desplegado por ése todas las medidas ilícitas a su alcance para liquidar la libertad conquistada y su socialismo, destacándose en estas estrategias el bloqueo económico diseñado para ahogar a la noble perla de las Antillas, y la acusación sobre violación de derechos humanos que se pretende renovar en la inminente 58 sesión que en Ginebra reunirá a la Comisión de Derechos Humanos de la ONU. Los ciudadanos mexicanos celebran con alegría y optimismo los acuerdos que adoptaron senadores y diputados en el Congreso de la Unión al solicitar que el presidente Vicente Fox no vote a favor de la condena contra Cuba que auspicia Washington. Nada justificaría, aun en el marco de la globalización en que nos hallamos, que el Ejecutivo se sumara a semejante medida aberrante y ruin. La doctrina de respeto a las soberanías nacionales y opuesta a la transgresión de éstas por ambiciones extranjeras, que México ha sostenido en el área internacional, es suficientemente sana y ética para resistir las presiones condenables de quienes propician la burla de los derechos de autodeterminación que garantizan a los pueblos. México quiere que Cuba sea libre y que continúe gobernándose conforme a la voluntad de sus gentes.