LUNES Ť 9 Ť ABRIL Ť 2001
Ť Hermann Bellinghausen
Lejos de la tierra
El mundo es muy grande allá adentro, dijo el capitán Gordon al grumete Gardel, quien lo miró extrañado, y ahora éste Ƒqué se trae?, pero como donde manda capitán no gobiernan los grumetes, el marinerillo se resignó a escuchar otra larga disertación, con Gordon nunca se sabe.
Navegaban cerca de la costa atlántica de Bomtempo, densamente verde de selva, y monumentales montañas repujadas de vegetación que, cortina neblinosa en la distancia, pertenecían al clima de los sueños.
Esas montañas, cabo, sirven de país a los Yonde. Hay cantidad de caminos interiores, poblados y pequeñas ciudades que nadie ve, aunque no son invisibles. Hermoso país, eh.
El navío oscilaba en el corazón del oleaje, que ese mediodía parecía formado por sílabas muy largas, sin puntuación, sin pausas. La nave subía y bajaba, en su velocidad de pocos nudos, renuente a moverse. La tripulación pescaba el almuerzo en la plataforma suplementaria, que ofrecía el espectáculo de una aglomeración activa de personas y pelícanos en pleno comensalismo entre las redes llenas de peces agonizantes y conchas vivas.
ƑConoce allá?, preguntó Gardel, más por ser amable que por verdadero interés. Dio en el blanco. Al capitán le entusiasma encontrar audiencia.
Estuve, de muy joven, una vez, más chamaco que usted, y todo por huir de los contrabandistas. Quedamos refugiados unos meses. Y ya no más. Sólo al paso veo esa tierra, pero me conservo al tanto leyendo tratados y gacetas al respecto, mantengo correspondencia, y conversación cuando es posible, con los que regresan. Un amigo, un misionero que ha vivido entre los Yonde cuarenta años, el padre Casal, hombre antiguo si los hay, afirma que los Yonde son un pueblo más interesante que los Cangrejo de las islas, y más misteriosos que los festivos Mareños. Les atribuye magia y genio, y déjeme decirle que Casal no es dado a las simplificaciones.
Gordon se lanzó entonces con un discurso erudito, enumerativo y, para Gardel, espantoso. El grumete se arrepintió de inmediato de haber abierto la boca. Se dispuso, mal predispuesto, claro, a soportar las disertaciones y nostalgias de su superior jerárquico, y ya andaba Gordon describiendo la cacería de tapires como rito iniciático de los Yonde, donde los adolescentes varones son condenados a la invisibilidad durante semanas antes de ser recibidos entre los hombres de flecha, cuando sonó la alarma barométrica.
Gardel respiró con mal disimulada alegría, salvado por la campana.
El capitán Gordon se precipitó a la sala gobernata y miró sucesivamente los instrumentos, el ceñudo cielo mar adentro y el rostro del timonel, que hasta ese momento maniobraba tranquilo y silente, estatua casi.
Gardel, dijo al grumete que esperaba en la puerta del puente, vaya con el campanero y transmítale la orden de tocar a cubierta. Que desalojen la plataforma. Se acabó la pesca.
Libre al fin, Gardel se apresuró a obedecer y bajó veloz la escalera metálica rumbo a cubierta. A él lo que le gusta es ejercer la navegación, pelearse con el agua y con el viento, no quedarse contemplando unas mugres montañas del carajo.
El timonel accionó el desembrague, adelántandose a la orden de Gordon. De pronto el navío dejo de subir y bajar como polea y agarró una inercia distinta. La que les gusta a los marinos; en eso Gardel, Gordon, el timonel y la mayoría de los otros son iguales.
Venía tormenta y lo mejor sería recibirla mar adentro, lejos de los arrecifes dudosos, los bancos de arena y los acantilados que amurallan las montañas de Bomtempo.
Entre sus miles de mañas, el capitán Gordon tiene la de seguir el hilo de sus ideas más allá de toda lógica conversacional. El mundo es muy grande acá afuera, dijo, y el timonel no entendió de qué le hablaban. ƑSí, señor? . El grumete Gardel, que hubiera entendido a qué se refería el capitán, estaba ya en cubierta, tirando las velas y gritando la verga cada cada cinco minutos, como jinete en jaripeo, con solaz de marino dominando el riesgo. Las oscuras nubes y la rápida distancia borraron de la vista las montañas de Bomtempo.
El navío reventó la marejada antes de que fuera demasiado tarde, y logró salir de la tormenta en pocas horas. En la tripulación las manos trabajaron duro.
Al cabo del esfuerzo, Gordon bajó a su camarote, se quitó el impermeable chorreante y se sirvió un vaso de Oporto para compensar el cuerpo, para reposar en recuerdos de mujer en tierra, hojear alguna de sus novelas inglesas amarillentas y salitrosas de tan viejas, escribir otra larga carta de las que acostumbra en su soledad y que en breve, dentro de una botella vacía de Oporto, engrosaría las inconmensurables sílabas del mar.
Ah, misterio, murmuró jocosamente. Sabe reírse de sí mismo, hace mofa sin piedad de sus obsesiones. El mundo es demasiado grande en todas partes, idiota, se dijo mientras tapaba a corcho y laca la botella.
Aún en esa oscuridad de noche Gordon confió: que alguien la halle y a la luz de una luciérnaga lea palabras que hablan del tamaño del mundo. Mientras serpenteaba su brazo en el aire lanzando beisboleramente la botella sobre las borda hacia la fosforecencia de las olas que sin verse se sentían, reconoció que del tamaño del mundo podía ser la navegación de esa pobre página. Mas que, en el terreno del azar y las posibilidades, llegaría a donde debe, como en las novelas que frecuenta cuando se desvela en su camarote iluminado lejos, muy lejos de tierra.