domingo Ť 8 Ť abril Ť 2001
José Agustín Ortiz Pinchetti
Escenarios del fin del régimen de la desigualdad
Gabriel Zaid acertó en sus pronósticos sobre el fin del PRI (Escenarios sobre el fin del PRI, 1985; Adiós al PRI, 1999). Durante tres lustros Zaid mantuvo la certeza de que el sistema no terminaría en una catástrofe ni perduraría para siempre. Eligió el escenario y una maduración progresiva, "cambios graduales, invisibles, acumulativos"... El fin del sistema presidencialista acabaría "como acaban un imperio o una tradición".
En el fondo, el sistema terminó sus días porque era arcaico. No respondía a las necesidades, intereses, imágenes, ideas de una sociedad que se modernizó en un largo trayecto de 70 años gracias en gran medida a las acciones del propio PRI. Fuimos adquiriendo actitudes y anhelos de las sociedades contemporáneas.
Es un hecho que el autoritarismo fue aceptado por amplio consenso mientras se mantuvo el crecimiento económico, y con él, la esperanza en una mejoría efectiva de los niveles de vida, circunstancia que es la única que puede justificar o descalificar a un sistema político. Cuando ésta se extinguió, el sistema en lenta agonía se fracturó y al fin se desplomó.
No hay duda de que la sustitución del viejo sistema político por uno nuevo democrático, en el que el poder se conquista y se mantiene sólo por medio de elecciones libres y justas, es un paso enorme en la modernización del país, necesario pero no suficiente.
A pesar de la democratización incipiente, el régimen en que vivimos aún tiene rasgos profundamente premodernos. El peor de todos es la desigualdad. "La mexicana es una sociedad marcada por la pobreza producto de funcionamiento excluyente de muchos de los sistemas sociales: económico, educativo, de salud, cultural, político. Millones de mexicanos han sido excluidos sistemáticamente de sus beneficios" (Escenarios de gobernabilidad en México 2001-2003, Grupo de Economistas y Asociados).
El elemento de la desigualdad y el rezago social no sólo es una cuestión de injusticia y de marginación, es el rasgo más revelador del carácter anacrónico del régimen mexicano. Ningún país verdaderamente moderno puede darse el lujo de mantener fuera del mercado y de las oportunidades de civilización a 70 por ciento de sus habitantes. Ninguna nación verdaderamente moderna deja de contar con una clase media mayoritaria. Este rasgo es el más característico de la modernidad.
El régimen de la desigualdad ha perdurado durante siglos y a veces nos inclinamos a pensar que tardará siglos en terminar. Algunos por el contrario piensan que todo va a cambiar violentamente.
Parafraseando a Gabriel Zaid, yo pensaría que sería muy extraño que el régimen de desigualdad fuera eterno y que avanzamos hacia la fecha en la que terminará. Es decir, que tarde o temprano México se convertirá en una nación verdaderamente moderna. Parece difícil, aunque no imposible, que termine con un golpe de Estado o con una revolución, y también parece imposible o muy difícil que sea el primero en el planeta cuya historia no tenga fin. La democracia ha abierto el camino de su disolución. El escenario del final del régimen social es el de la maduración, es decir, a través de cambios "graduales, invisibles o acumulativos".
Por supuesto que no es fácil definir el deceso. Así como resulta difícil pensar en el fin del PRI (yo mismo pensé muchas veces que no lo vería) hoy es muy difícil saber en qué formas concretas evolucionará la nación hasta convertirse en un país próspero, razonablemente igualitario, como las naciones modernas en las que nos miramos como en un espejo.
Quizás valdría la pena explorar qué cambios son necesarios. Podemos desde ahora establecer cuáles son las decisiones que no conducen al escenario de maduración. Por ejemplo, una reforma fiscal regresiva que privilegie a los grandes grupos de interés, aumente la concentración del ingreso, oriente el gasto en forma tramposa al pago de deudas internas adquiridas en forma irresponsable y/o fraudulenta, puede retrasar el proceso de modernización, aumentar las tensiones sociales, quebrar la esperanza, pero el fin del régimen de la desigualdad es de todas maneras inevitable. Millones de ciudadanos (votantes, contestadores de encuestas, pagadores de impuestos) serán cada vez más conscientes de los "sistemas excluyentes" y de sus efectos perversos. A través del voto y otras innumerables formas de presión van a exigir y a imponer rectificaciones. Incluso si hubiera una regresión mayor, una dictadura, un régimen autoritario, sería episódica. La evolución hacia una sana y relativa igualdad de oportunidades, de ingresos y de riqueza puede diferirse, trampearse, bloquearse un tiempo, hacerse muy lenta, pero no puede cancelarse. "No es posible que una población cada vez más moderna siga aceptando un sistema premoderno".