viernes Ť 6 Ť abril Ť 2001
Horacio Labastida
Tributos y privilegios
Igual que en el pasado colonial, en la vida independiente de México se ha mantenido un agudo desequilibrio distributivo de la riqueza, cristalizado en la muy conocida pirámide poblacional que otorga a un reducido grupo la mayor tajada del pastel social, y al ancho y abrumador resto de las gentes, una pobreza jerarquizada en los niveles que Alejandro von Humboldt (1769-1859) contempló conmovido al visitar la Nueva España. Sus habitantes formaban dos grupos, el de los señores dueños de máximo bienestar y honores sin límites, y el de los criados que sirven a los primeros y sufren inimaginables pobrezas. Y esta pirámide no ha cambiado desde que el ilustre visitante alemán quedó deslumbrado ante la belleza de la nunca olvidada Güera Rodríguez. Así fue la situación en la vergonzosa etapa de la dictadura de Antonio López de Santa Anna, en la que el cesarismo criollo alcanzó expresiones grotescas en la imposición de tributos sobre las ventanas y perros que tuviesen los desaliñados ciudadanos, cargos que dieron origen a protestas tan cerradas que la autoridad dejó de aplicarlos por temor a la ira popular.
Nada cambió después. El golpe de la Reforma al latifundismo eclesiástico fracasó en su propósito de allegar bienes de manos muertas a los necesitados, pues el resultado fue el acaudalamiento del feudalismo civil amacizado con la fáctica institución del mayorazgo. La pobreza se acrecentó y la riqueza fue centralizada en las elites en que Porfirio Díaz se apoyó hasta el momento en que las subsidiarias extranjeras tomaron por su cuenta los más sustanciosos recursos del país. En el círculo de estos negociantes se adoptaban decisiones que el gobierno del hombre fuerte tenía que acatar sin importar los intereses nacionales; y de este modo a la superexplotación de las masas campesinas se agregó la superexplotación del trabajo asalariado, gestándose las tensiones graves que explotarían en 1910.
Los sueños redistributivos que animaron a los hombres de la Reforma se malograron, y el porfiriato consolidó la frustración al aumentar las distancias entre opulentos e inopes. Estos, aproximadamente 80 por ciento de la población en los momentos en que Madero publicó el Plan de San Luis Potosí (noviembre de 1910), se ilusionaron al enterarse que el constituyente de 1917 se propuso redimir a la nación con un código supremo que al repartir la riqueza en nacional, social e individual dotaría al Estado de capital suficiente para contrapesar el capitalismo extranjero y promover el desarrollo del capital nacional en el marco de una república liberal y democrática. Pero nada ha cambiado hasta la fecha.
En nuestros días un pequeño núcleo de acaudalados y auspiciadores del subimperialismo dependiente absorbe poco más de 70 por ciento del ingreso, apoyado en la raquítica alta clase media que lo aplaude, y enseguida viene la pobreza común que ubica al resto de las familias en diferentes grados: las medio pobres, las menos pobres, las pobres, las más pobres y las pobrísimas, cuyas rentas van de menos de un salario mínimo hasta múltiplos de tal salario, sin salir nunca de la adjetivación: mínimos; y precisamente sobre esta masa preténdese cargar el 15 por ciento ivático, que sin duda mermará sus menguadas percepciones, mas los pobrísimos no deben preocuparse: el gobierno les dará 76 centavos diarios para que con un cuidadoso manejo cubran las necesidades en los mercados sobre ruedas, šla justicia es la justicia!, cantidad que naturalmente no llegará a los selectos supermillonarios, šla justicia es la justicia! Ahora bien, Ƒqué uso tendrán los 135 mil millones que se recaudarían con los nuevos tributos? Descontados los mencionados 76 centavos, el resto obviamente se destinará a hinchar los bolsillos de los ocultos y no ocultos personajes que al amparo del ex presidente Ernesto Zedillo se repartieron o reparten aún los jugosos frutos del Fobaproa-IPAB, pues en nuestra historia siempre ha sido igual: tributos a los pobres y privilegios a los ricos.