JUEVES Ť 5 Ť ABRIL Ť 2001
Olga Harmony
Copenhague
La provocativa publicidad que se hace a la obra de Michael Frayn (''Si usted cree que El Alamo es un campo de golf debe abstenerse de verla") suena un poco al traje nuevo del Emperador, pero es verdadera. El multipremiado -Tony de Estados Unidos, Evening Standa de Inglaterra y Moliére de Francia- texto es muy difícil, pero extraordinariamente inteligente y con una estructura teatral prodigiosa, con muchas posibilidades de lectura y que disfrutarán en grande quienes tengan conocimientos científicos, aunque también los espectadores que detesten lo rutinario, lo fácil, lo previamente digerido; muy posiblemente, los que ya tengan algún antecedente gracias a la exitosa novela de Jorge Volpi, En busca de Klingsor. En el programa de mano y a lo largo del texto mismo, se dan las suficientes explicaciones para que los legos entendamos más o menos las discusiones de los científicos.
Para Mario Espinosa la estructura de la obra es como una sinfonía orquestada con motivos reiterativos, como es el regreso constante al encuentro de Bohr y Heisenberg en 1941 -''borradores" los llamar Bohr- en diferentes contextos, pero también las metáforas basadas en hechos reales que se repiten y crecen y a cada momento se vuelven explicaciones de las dos teorías que, juntas, son la interpretación de la escuela de Copenhague: La muerte de Christian, esquiar, la pistola se salva, el juego de ping pong o de poker, las referencias a Elsinor. También las voces de los tres personajes que se entremezclan, sobre todo las acotaciones que hace Margrethe, palabras muchas veces repetidas, concertadas como las de tres instrumentos.
Además de lo que propone el director, yo me atrevería, con toda la audacia del ignaro, a pensar que el texto de Frayn está elaborado a partir del principio de incertidumbre de Werner Heisenberg, ya ofrecido por el propio autor en un prefacio cuya adaptación se ofrece en el programa de mano, pero también al de complementariedad de Niels Bohr, expresado en el lenguaje llano (que Bohr pide en honor de Margrethe, que lo entendía todo, como una manera de poner al tanto a los espectadores de la obra), personalizando en ambos premios Nobel la idea de onda y de partícula.
Se sabe que Niels Bohr logró huir de Dinamarca y que colaboró en la elaboración de la bomba atómica en el desértico laboratorio de El Alamo, en EU, y que Werner Heisenberg fue apresado por los ingleses al terminar la guerra. Lo que se ignora es lo que ocurrió en ese encuentro de 1941 -que en la obra se mezcla con el posterior de 1947- en el que la amistad de ambos se rompe. La gama de posibilidades son muchas, pero todas desembocan en el dilema moral de quienes hicieron posible la bomba atómica y que se podría resumir, de manera atroz, en las palabras de Margrethe al finalizar el primer acto: ''Y de esas dos cabezas surgirá el futuro. Qué ciudades serán destruidas y cuáles sobrevivirán. Quién vivirá y quién morirá. Qué mundo se hundirá en el olvido y cuál triunfará". Nueva paradoja, mientras al seguro Bohr se le ahorra tomar una decisión, al ambiguo Heisenberg tal cosa no se le ahorra, pero mientras el segundo no es culpable de ninguna muerte, el primero carga con ese peso.
A un drama de tal complejidad corresponde una escenificación en apariencia sencilla, pero que entraña inmensas dificultades en medio de su simplicidad. En una escenografía de Jorge Ballina, que esta vez prescinde de toda parafernalia, planteada en forma de un plano elíptico (los que saben dirán si tiene que ver con la órbita de un electrón), con un piso que recuerda un pizarrón con trazos de gis -algunos parecen iluminarse como reflejo de la luz planteada por Víctor Zapatero- y con tres sillas de madera que se dispondrán por los actores en diferentes posiciones que indican los cambios de tiempo o de lugar, Mario Espinosa logra lo que a mi parecer es su dirección más elegante, tan inteligente como el texto mismo. Las repetidísimas escenas nunca ocupan el mismo lugar, ni en el escenario ni en la disposición de sillas y de actores, excepto la caminata que hace Heisenberg para llamar en la casa del matrimonio. Suspendidos como están los personajes en un tiempo sin tiempo tras de su muerte, no hay recursos accesorios: la misma cena de los tres, al principio, ni siquiera se mima y sólo la distribución de las sillas en torno de un espacio vacío nos hace pensar en un comedor, en una mesa. Los sacos colgados de respaldos al principio del segundo acto nos indican un lapso de amistosa cotidianidad.
Para los actores ha de ser de enorme dificultad la memorización, dada la repetición de palabras, de gestos con otro sentido. Claudio Obregón incorpora a Niels Bohr con los súbitos cambios emocionales que el texto, si no el personaje, le indican. Julieta Egurrola dota a la entrañable Margrethe de los diferentes modos, al distanciarse escéptica en sus acotaciones, cortés con uno, cariñosa con el otro, apasionada en algún momento. También excelente, Luis Miguel Lombana como Werner Heisenberg, en un papel que tomó caso a última hora y sin dejarse apabullar por compartir la escena con los otros dos espléndidos actores de mucha mayor trayectoria que la suya.
El vestuario de Carlos Roces y el diseño sonoro de Héctor Borbone contribuyen al resultado de esta escenificación. Ojalá el público avisado la mantenga en cartelera, por sus propios méritos y porque los productores (uno de ellos, Armando Jinich es el responsable de la traducción) están corriendo el riesgo de presentarla.